'LA BICHOTA' reforzó mi conciencia de clase
La periodista Elizabeth Otálvaro, fan de Karol G, se pregunta por lo que representa esta mujer que reunió a cerca de 100.000 espectadores en el Estadio Atanasio Girardot de Medellín este 1 y 2 de diciembre. Más allá de su fama y su éxito, alrededor de la artista reguetonera se abren y se renuevan ideas sobre el género, la estética y la clase social.
Fecha: 2023-12-05
Por: Elizabeth Otálvaro
Ilustración: Wil huertas @UUILY
'LA BICHOTA' reforzó mi conciencia de clase
La periodista Elizabeth Otálvaro, fan de Karol G, se pregunta por lo que representa esta mujer que reunió a cerca de 100.000 espectadores en el Estadio Atanasio Girardot de Medellín este 1 y 2 de diciembre. Más allá de su fama y su éxito, alrededor de la artista reguetonera se abren y se renuevan ideas sobre el género, la estética y la clase social.
Fecha: 2023-12-05
Por: ELIZABETH OTÁLVARO
Ilustración: Wil huertas @UUILY
Nací en Medellín el mismo año que Karol G: en 1991 se registró la mayor violencia homicida en la ciudad y 7.000 personas fueron asesinadas. No tuve conciencia de tanta muerte sino hasta que cumplí siete años y mataron a mi primo mayor. En los barrios de la comuna nororiental en Medellín el narcotráfico era el dueño y señor de las vidas de los demás.
Mi papá recuerda que, con preocupación, le dije que no tenía ropa negra para ir al entierro de Yosman. Más tarde, mis angustias cambiaron: le pedí que por favor no se metiera en cosas raras, que tenía muy presente la historia de mi primo, al que “el duro del barrio” mandó matar porque se había enamorado de su novia —o al menos ese fue el rumor—. También le dije que sabía que Andalucía, el barrio en el que vivíamos, era difícil. Difícil no era el mejor adjetivo; violento, popular, marginal y dominado por las mafias son descripciones más precisas.
Mi mamá hizo maromas para sacarme de allí. Intentó a toda costa desclasarme: cambiarme de barrio y pagar un arriendo que le trajo deudas y dolores; meterme a un colegio privado en el que gastaba la mitad de su sueldo; vestirme y limitarme las salidas para que nunca me pareciera a las muchachitas que bajaban por la calle 107 con enormes barrigas a sus trece años. Su sacrificio —porque esa parece una de las pocas maneras de acceder a algunos derechos en Colombia—, me alejó, un poco, de lo que significaba crecer en una de las laderas más peligrosas de la capital antioqueña.
Pasaron los años y durante mi adolescencia evadí todo lo que me recordara al barrio. Era el tiempo del auge del reguetón en la ciudad, los años en los que mis compañeras de colegio pedían de regalo de quinces prótesis en los senos. Todo me sabía mal. El término “narcocultura” me servía para despreciar lo que me ponía de presente mi origen popular. Entonces, me aferraba al rock argentino o anglo, al poco al que podía acceder a través de la radio, y, en general, a cualquier expresión alternativa que me distanciara del estereotipo de la mujer “regalada”, “plástica”, “bruta” y “buscona”, que se había construido sobre la estética predominante en las mujeres de Medellín. O mejor dicho, sobre la estética de las mujeres populares que eran mis tías, mis primas, mis amigas, mis vecinas, incluso mi mamá.
Por un tiempo olvidé de dónde venía, dónde había nacido, cuántos muertos había visto. Por fortuna, no fue para siempre. La universidad pública hizo bien su trabajo: me recordó que pertenezco a la clase popular y que eso lo llevaré en la piel y en la conciencia hasta la muerte.
Cuando migré a la capital me enteré de que, además, nunca me dejaría de ver como una mujer proveniente de la clase popular. “Se te salió el barrio”, me dijo un día un colega. No sería el único momento en el que recibí comentarios similares. Las fiestas, las reuniones y en general las calles de Chapinero alto, un barrio de clase media en Bogotá al que llegué a trabajar, me recordaban por contraste que mi color de piel, mi pelo, mi contextura, mis cicatrices, mi ropa, serían siempre un indicador de mi proveniencia.
Tanto me recalcó esta ciudad que venía de la provincia, del barrio, que lo que quise fue reafirmarme: no neutralizar mi acento, vestirme más brillante, más colorida, más mostrona, “más calentana”, como aprendí que se dice en Bogotá. No siempre, es cierto; y no tanto, quizás. En cualquier caso, estos años coincidieron con el inicio de la fama internacional de Karol G, así que verla convertirse en una artista inmensa, así con pinta de “grilla”, como yo habría dicho en otro momento, me fue despojando de prejuicios y acercando a la estética popular que ella representa.
¿Qué es lo que encuentro tan poderoso en su look y en su performance? ¿Qué es lo que me atrae, con independencia del placer musical, y que, posiblemente, atrae a otros al punto de convertirla en una de las artistas más afamadas de nuestro tiempo? Sin olvidar, claro está, que estamos hablando de una mujer con una industria multimillonaria detrás, que, de manera estratégica, ha entendido cómo y cuándo vendernos placer e identidad.
Desde antes del sábado 2 de diciembre que asistí a su concierto venía haciéndome estas preguntas y tratando de responderlas en conversaciones con mis amigas y amigos, algunos que no ven más que un producto comercial en sus formas. También tuve una llamada con Edward Salazar, un investigador interesado en la moda, las estéticas no hegemónicas, el mundo popular, las clases sociales y el cuerpo. Él me ayudó a organizar algunas de mis ideas y sensaciones.
Karol G ya nos lo ha dicho: se siente una bichota. En varias de sus entrevistas ha contado que detrás de esta expresión, popularizada a través de su música, hay una liberación, un culto a las mujeres orgullosas y seguras de sí mismas, de su cuerpo y de sus ideas. “Me siento grande, me siento líder, me siento superempoderada, y eso es ser una bichota”, dice la cantante. Lo hace en su acento marcadamente paisa, lo que no es menor en un país centralista y elitista. Ese discurso de la mujer poderosa lo repite intensamente en los escenarios: escucharla es como conversar con una amiga más sabia, más madura. Aquí es importante anotar que ha sido cuestionada, por parte de muchas personas negras, debido al origen afrocaribeño de este término y su apropiación.
Su cuerpo, por supuesto, también es bastante elocuente. Esa blusita corta que usó en sus conciertos del fin de semana, mostrando el doblez inferior de sus senos chocando con la piel que cubre sus costillas, fue un derroche de sensualidad; tal vez nada muy distinto a lo que otras en su lugar han hecho. Lo disruptivo está en la propia reivindicación de lo que ese cuerpo voluptuoso puede expresar, incluso en espacios de moda canónica, donde la forma en la que ella se ve y se viste sigue incomodando y situándose por fuera de la norma. A inicios de este año manifestó su malestar con la revista de moda y tendencias GQ cuando, después de invitarla a ser la portada de uno de sus números, adelgazaron digitalmente su cuerpo y su rostro. “Yo me siento muy feliz y cómoda con cómo me veo natural”, escribió la cantante.
Me gusta que ella nos permita pensar cómo la estética popular que brota en los márgenes es filtrada por la industria hasta convertirla en mainstream. Nada de esto es muy nuevo, pero ella lo hace vigente. La música urbana ha existido entre el relato de la clase popular y el uso de la identidad como un producto al servicio de grandes y voraces capitales: lo ha hecho el reguetón, el hip hop, la salsa, etc. Además, Edward me recalca la importancia de reconocer la raíz negra y particularmente afrocaribeña del reguetón. “Reconocer el origen de la cultura que uno disfruta es un acto político”, me dijo.
Al conversar con él, concluí que Karol G me resulta valiosa porque su estética no me parece solo una pose o una mera estrategia de marketing. O no del todo. Ella, activamente, le habla a las audiencias, en su mayoría, populares: lo hizo en sus conciertos en Medellín ante miles de fanáticos como yo, llenos de mirella y ropa de colores, lo hizo hace unas semanas en el concierto que ofreció en la cárcel de mujeres de Ibagué y lo hizo también durante el Estallido Social del 2021, cuando manifestó su apoyo a los jóvenes que en las calles protestaron contra el gobierno de Iván Duque.
Ella no ha escapado del estereotipo con el que suelen asociarnos a las paisas. En algunos comentarios críticos a su imagen todavía se habla de narcoestética: ¡En esta expresión encuentro tanto clasismo y racismo! Esta etiqueta ha sido una forma de criminalizar la estética popular y ha estado al servicio de las élites para diferenciarse, como si ellas no hubieran participado activamente del negocio del narcotráfico. Claro, se vestían de saco, corbata y colores neutros, pero el dinero, en muchos casos, venía del mismo lugar.
Dos cosas me dijo Edward que me ayudaron a entender mejor por qué lo que esconde esta expresión es una condena de clase. Por un lado, lo que conocemos como “la estética de lo narco” está enmarcada en el contexto global de la moda en los años noventa y dos mil, donde había más interés por lo kitsch, lo exuberante, lo ruidoso, así que es, cuando menos, impreciso insinuar que los narcos inventaron una estética total. Por el otro, sí es cierto que muchos de los que participaron del narcotráfico venían de barrios populares, por eso simplemente se vestían tal como sus vecinos también lo hacían, insertados en las lógicas de un país aspiracional que ve en esas estéticas una forma de progreso.
Karol G me hace pensar en todo esto. Su forma de hablar, de verse, de perrear en tarima, de interactuar con sus públicos, así como sus fans llenas de brillo y la descarga de pólvora en su show, son un recordatorio de mi pertenencia, de mi identidad y de mi clase social. Lo que en algún momento fue motivo de desprecio, vergüenza, rabia y resentimiento, hoy es mi conciencia. Aquello que mi mamá intentó borrar para cuidarme, hoy lo veo en Karol G y lo disfruto en mí, de pie’ a tope.
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