Meditaciones de un subcampeón: para entender la derrota y superar los prejuicios

El triunfo de Argentina en la final de la Copa América le da su segundo subtítulo a la selección colombiana. Pese a la pérdida de la final,  esta nueva generación de jugadores colombianos refresca la ilusión de conseguir una victoria, ojalá, no muy lejana. El periodista y magíster en sociología, Esteban Cardona, reflexiona sobre la reciente derrota y su relación con aquello que entendemos por “colombianidad”.

Fecha: 2024-07-19

Por: Esteban Cardona Arias

Ilustración: Matilde Salinas @Matildetilde

Meditaciones de un subcampeón: para entender la derrota y superar los prejuicios

El triunfo de Argentina en la final de la Copa América le da su segundo subtítulo a la selección colombiana. Pese a la pérdida de la final,  esta nueva generación de jugadores colombianos refresca la ilusión de conseguir una victoria, ojalá, no muy lejana. El periodista y magíster en sociología, Esteban Cardona, reflexiona sobre la reciente derrota y su relación con aquello que entendemos por “colombianidad”.

Fecha: 2024-07-19

Por: ESTEBAN CARDONA ARIAS

Ilustración: Matilde Salinas @Matildetilde

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El domingo 14 de julio, poco antes de la media noche, un gol de Lautaro Martínez cortó una armonía artificiosa que imperó en el país durante el mes que duró la Copa América, aquel gol y la consecuente derrota desataron la aparición de algunos fantasmas que tenemos sobre ese imaginario de nación, broncas regionales y otras preguntas existenciales sobre lo que somos y tanto nos atormenta. 

Ya había ocurrido en 1975 tras perder la final de la primera Copa América, antes llamado Campeonato Suramericano. En ese momento hubo una discusión más enfocada en el futbolista colombiano y el estilo de juego que debía tener. Además, se sometía a debate algunos desequilibrios entre el futbolista nacional y el extranjero, tanto así que se impulsó desde la prensa y los mismos futbolistas, la Ley de los Galeotes, para incentivar cada vez más la participación de los criollos, una inquietud obvia pero cargada de un profundo cuestionamiento por la identidad.

Hoy, casi cincuenta años después, y tras perder otra final de Copa América, la discusión se profundiza. Por estos tiempos, post derrota ante la Argentina, la campeona del mundo, la sociedad colombiana está apelando a su canibalización interna como forma de expiación, el método escogido fue indagarse y flagelarse. Los dos principales rasgos que pareciera preocuparle son: la derrota como síntoma deportivo y una irremediable incorrección como síntoma moral.

 Tal vez, esto ocurre por esa operación metonímica de tomar la parte como el todo, que nos hace creer que una selección nacional de fútbol es la fiel referente de una idiosincrasia y en ella se funda la esperanza de una identidad colombiana. En parte ese equipo de muchachos, en este caso, cumple la función de esa comunidad imaginada. “Los deportes modernos —dijo alguna vez Allen Guttmann, historiador del deporte– fueron una ayuda importante y popularmente accesible para esta forma políticamente indispensable de imaginar”. Pues bien, el fútbol, una selección y sobre todo en una final, donde un porcentaje importante de la población está entusiasmado, es una excelente oportunidad para imaginarnos, para construir esa supuesta esencia insistentemente buscada que llaman colombianidad.

Con la derrota el pesimismo se vuelve hegemónico, y los fantasmas aparecen para distorsionar la realidad. En el acto de perder hay una tragedia que nos conmueve e incomoda y el deseo truncado se convierte en un forma de sabotaje social; en la derrota nos odiamos y expresamos con profunda decepción aquello por lo que nos odiamos. Sobre todo cuando no se experimenta a menudo.

A los colombianos y colombianas les gusta el fútbol, pero más la fiesta alrededor de él. Por eso les falta la callosidad para la derrota del futbolero habitual. El futbolero, —que no es “el fifa”, porque no se debería nombrar un sentimiento tan genuino y bello a través de una institución tan corrupta— está un poco más habituado a la frustración, lo que no necesariamente signifique que la tramite mejor.

Pero es en este escenario de profunda decepción que conlleva la derrota donde se elabora teoría social espontánea; se dice impunemente que somos perdedores, que en nuestra naturaleza la derrota es prevalente, que estamos marcados por las guerras, los reinados y la literatura para ser segundones y confinarnos en la soledad que supone perder. Lo que sucede es que la modernidad permitió que el deporte fuera uno de los espacios de desregulación emotiva, por eso el fútbol es un lugar donde las cosas son más sentidas y superlativamente más visibles y por esta razón el drama se sintetiza mejor, se materializa. 

Detengámonos en este rasgo de autoflagelación. Lo primero es dejar constancia que nadie nace ganador o derrotado y que construir una victoria requiere de un proceso. Para entender la ferocidad argentina en el fútbol nos debemos remontar a las campañas peronistas de entrega de balones a la infancia y al tiempo subsidiar clubes deportivos barriales, una decidida política deportiva estatal. Para comprender la garra charrúa debemos saber que los uruguayos lograron el maracanazo (el nombre con el que se conoce a la victoria de esta selección en el último partido de la Copa Mundial de Fútbol de 1950, frente a la selección de Brasil), comandados por el gran Obdulio Varela, después de que como jugadores llevaran a feliz término una huelga un año antes para exigir derechos laborales básicos. Sin ese fortalecimiento del carácter que incorporaron al ganarle una disputa gremial a los dirigentes, muy probablemente no hubieran resistido un Brasil teóricamente imparable y un estadio con doscientos mil brasileños. 

Colombia, en cambio, en términos de proceso futbolístico está rezagada. Ingrid Bolívar sostiene en su investigación doctoral en historia que el profesionalismo real en el fútbol comenzó en los setentas, en la época en que perdimos la primera Copa América, y como selección hemos participado de tres finales de Copa, cada una con veinte años de diferencia. Nuestras mejores generaciones están separadas por décadas; la de los noventas bajo el mando de Maturana y la actual, que empezó con Pekerman y continuó, tras un bache, Lorenzo.

Sin un proyecto real, sin una tendencia más o menos continuada la selección seguirá sumida en su medianía, al no incorporar el rasgo competitivo o decisivo, ya que cada vez le costará más acostumbrarse a este tipo de instancias, en jugar, en perder y en aprender de ellas está la génesis de los triunfos futuros. Aunque esto no se debe tomar como una reivindicación de la derrota, como tampoco la frase famosa de Maturana lo fue, solo que la derrota no se teoriza porque se sufre en el cuerpo, donde se aloja el orgullo, y eso dificulta su comprensión.

En cambio, el rasgo ganador se incorpora en el proceso, es algo que se va obteniendo, que va pasando, así en gerundio, hasta que, como señala el sociólogo Norbert Elías, se convierte en una segunda naturaleza; por eso Argentina ganó con el sufrimiento justo y con el convencimiento necesario, están habituados. 

Sobre perder, que es lo que nos convoca, Eduardo Dávila explica que vivimos en “un país de no vencedores y de no vencidos. Por eso nos cuesta tanto lo uno como lo otro”, esto en esferas que exceden al deporte, como la guerra, la política y la cultura, es decir, en el no saber ganar hay un no saber perder. Y explica que como consecuencia se genera “un tejido que se nutre de la derrota y en ella, y que habla de canibalismo y amargura, al por mayor y por doquier”. 

Pero, el derrotismo que se alimenta del derrotismo no se queda en el campo deportivo, sino que alimenta una especie de inconformismo social. Tal vez como método de resguardo ante la tristeza, como forma de diferenciación, de separarse de la derrota, tal vez hasta en un sentido de autoprotección al dolor.

Y si a eso le sumamos el caos ocurrido en el Hard Rock Stadium, escenario de la final, resurge el pánico moral como forma de soberbia exculpatoria, como expresión de amargura y canibalismo deportivo que rompe la artificiosa armonía y se materializa construyendo sobre la colombianidad una supuesta incapacidad ética. Se elabora todo un relato de desprecio sobre lo que significa ser colombiano, se expone una incorrección natural, un apego a la desmesura trágica, donde los únicos rasgos definitivos son el odio, el drama y la corrupción, y la siempre fácil carta de la cultura del más vivo que es consecuencia de esa herencia traqueta que nos persigue.

Este pánico moral, explica el sociólogo argentino Nicolás Cabrera, es un espanto de clase, que no es otra cosa que un dispositivo de control del que se aprovechan las élites, una vez perdieron el control sobre el juego, para dominar aspectos que lo exceden: la opinión pública, las reglas, los derechos económicos y la logística. La conferencia de prensa de Marcelo Bielsa, en la que se queja de un torneo entregado a la industria del entretenimiento yanqui, lo grafica mucho mejor.

Aun así, el pánico moral es algarabía irreflexiva, porque desconocen, aquellos que juzgan la colombianidad como sustancia, que en el fútbol conviven racionalidades disímiles, que en su juego, sus practicantes, sus espectadores, coexisten contradictorias formas de comportamiento, de emocionalidad; en él tranquilamente pueden convivir el orden y el caos, la belleza y la agresividad, la fuerza y lo sutil, el desprecio y la amistad, la unidad más pura junto a la desintegración más profunda, y esto no es una reivindicación, al igual que no lo fue al hablar de la derrota, es una explicación. 

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