Lecciones poliamorosas para personas monógamas
Una conversación con Alba Centauri. #HablemosDelAmor
Fecha: 2022-01-24
Por: Juan Camilo Maldonado
Ilustración:
LUISA FERNANDA ARANGO (@lu.fernanda.lu)
Lecciones poliamorosas para personas monógamas
Una conversación con Alba Centauri. #HablemosDelAmor
Fecha: 2022-01-24
Por: JUAN CAMILO MALDONADO
Ilustración:
LUISA FERNANDA ARANGO (@lu.fernanda.lu)
Eliana, mi amor, comenzó a salir con un chico en febrero del año pasado. Durante los meses previos había sido yo el de las citas y ella la de los malos ratos. Cada vez que le decía que me iba a ver con un match de Bumble, a ella se le torcían los labios y se le ablandaba la mirada, sin que su angustia me alertara de algún modo. ¿Por qué habría de hacerlo? Era nuestra primera relación poliamorosa y teníamos carta libre para salir con quien quisiéramos. Creía que ella tenía que hacerse cargo de sus emociones.
Pero una vez se volteó la torta, aparecieron las amarguras. Ser testigo permanente del entusiasmo de Eliana por su nuevo vínculo me revolcaba las tripas. Cada una de sus citas me sometía a un vértigo espeso. El desborde fue irrevocable, y a las pocas semanas, después de intentar tramitar, en vano, mis innumerables crisis de celos, Eliana me dijo adiós, agotada y decepcionada. No era justo, me dijo.
En abril de 2021 le envié un mensaje de auxilio a Alba Centauri, una psicóloga española radicada en Colombia que desde hace cinco años promueve el activismo alrededor de las no monogamias. Mi corazón poliamoroso estaba hecho flecos y Alba me acogió de urgencia para llevarme de la mano y hacerme ver, con unas pocas preguntas, todo lo que no había estado bien en mi primera relación conscientemente abierta.
Eliana y yo volvimos a estar juntos a los pocos meses. Desde entonces asistimos cada cierto tiempo a una cita con Alba, quien a sus 31 años se ha convertido en una mediadora esencial en nuestro esfuerzo por construir una relación no exclusiva en una sociedad que aún nos observa con incredulidad e intriga.
Gracias a ella he aprendido que los celos son maestros que iluminan dimensiones opacas de nuestra psicología y nuestras relaciones. Algunos llegan en forma de rabia; otros, de tristeza; los demás, de miedo, tres de los sentimientos elementales de la experiencia emocional humana. Muchos de estos celos se activan a raíz de creencias infundadas y de proyecciones de futuros que nunca ocurrirán. Los demás, en cambio, vienen a señalarnos que hay algo que anda seriamente mal en los acuerdos de pareja que hemos construido. Para serenar los primeros, debemos cambiar nuestras creencias; para desactivar los segundos, debemos hablar con el otro y construir nuevos acuerdos que restablezcan la confianza y la seguridad.
Y eso hemos hecho Eliana y yo desde entonces: conversar, renegociar, amar.
Recientemente busqué a Alba porque quería hablar con ella sobre el amor. En especial, sobre una idea que encontré hace un par de años en ‘El dilema de la pareja’, el libro que escribió la célebre terapeuta belga Esther Perel para tratar de desentrañar una simple pregunta: ¿por qué traicionamos al amar?
Después de discurrir por 13 capítulos y miles de testimonios recogidos durante más de tres décadas de acompañamiento a parejas fracturadas por la traición, Perel escribe:
“Los sufrimientos maritales y las crisis familiares que son resultado de la infidelidad hacen tanto daño que nos conviene buscar nuevas estrategias que encajen en el mundo que vivimos. No estoy sugiriendo que disolver la monogamia sea la respuesta para todos. Pero es obvio que el modelo actual difícilmente funciona para el mundo entero. Por eso respeto a los disidentes de la monogamia y a su contribución a crear nuevos modelos relacionales”.
¿Qué le puede aportar la experiencia poliamorosa a la gestión de nuestras relaciones? Alba ofrece algunas pistas y respuestas.
Juan: Según un post que publicaste en Instagram hace unos días, algunos estudios estiman que el 20% de las personas está dispuesto a tener una relación no monógama. Pero, dependiendo de la encuesta, entre un 29 % y un 82 % de los colombianos reconoce haber sido infiel. ¿Por que la cultura tradicional monógama en América Latina no se permite una conversación más honesta en torno a la exclusividad sexo-afectiva? ¿Por qué prefiere la gente traicionar a sus amores antes que pactar límites más realistas frente a sus deseos y necesidades sexuales y afectivas?
A: En primer lugar, porque cualquier disidencia es una renuncia. Elegir salir del clóset como persona poliamorosa implica renunciar a lo que la sociedad nos vende como felicidad, que es la pareja monógama y la familia nuclear para toda la vida. Poca gente elige voluntariamente ser excluida de un sistema, porque nuestro mecanismo de supervivencia social está muy ligado a la idea de pertenencia. Segundo, porque la infidelidad es parte del sistema, como plantea Brigitte Vasallo [escritora española y activista del poliamor] en ‘Pensamiento monógamo, terror poliamoroso‘. Tenemos que empezar a cuestionarnos que la exclusividad es la única diferencia entre la monogamia y la no monogamia. Dentro del activismo nos hemos enfocado en ese componente, pero hay más, como la heterosexualidad y la reproducción obligatoria, o que el vínculo esté avalado por el matrimonio como una unión institucional. A eso súmale la jerarquía y prioridad de la pareja por encima de otros vínculos. La infidelidad tiene una función de sostener esta jerarquía. ¿Cuál es el mensaje más habitual de una persona que la han pillado poniendo cachos? “No significó nada para mí”, “ella no es nada”, “es a ti a quien yo realmente quiero”. Esa dinámica refuerza la monogamia y no es una salida del sistema.
J: Pese a esto, siento que son tiempos auspiciosos para preguntarnos por la ética del amor. ¿Cómo construir hoy relaciones más responsables con las personas a las que amamos?
A: Yo creo que la ética del amor es algo profundamente subjetivo. Y esta subjetividad es la única forma de ir hacia adelante, porque permite la diversidad. Lo único bueno en el amor es lo que te trae bienestar y lo único malo es lo que te trae malestar. Lo único universalmente malo es hacer daño, pero a cada quien le hacen daño cosas diferentes. A lo mejor a mí no me hace daño que me azoten o que me escupan en la cama, y a otra persona eso le puede hacer muchísimo daño.
J: Pero imagino que ese subjetivismo tiene que ser complementado con algún principio que tenga en cuenta a las otras personas, ¿no? Si yo solo pienso en mi bienestar y en la definición subjetiva de lo que yo quiero, deseo y me funciona, puedo terminar haciendo daño con frecuencia.
A: Cuando tú dices que el amor no puede hacer daño, a mí se me eriza por dentro algo, porque es que el amor hace daño muchas veces. Es muy peligroso creer que el amor verdadero, el poliamor bien hecho, no va a doler, y que es honesto y responsable, porque lo que eso hace es generar un ideal. Estamos saliendo del mito de que el amor bueno es el amor heterosexual, reproductor, que dura para toda la vida y ahora construimos un buen amor que es responsable afectivamente, honesto, que no hace daño. Olvidamos que esto es una idea y como idea es humana y como humana es falible. Y ahí empiezo a sufrir mucho más, porque da igual cómo conceptualice yo el amor, si solo hay una forma correcta de hacerlo, cuando eso no suceda voy a sentir que no he llegado a ese ideal y eso me va a decepcionar y a doler. Ojalá todos los amores estuvieran libres de daño, pero eso no es así. Si le negamos a la idea actual del amor este componente de pathos (padecimiento, sufrimiento, pasión…), nos quedamos con una versión idealizada, endiosada, que no se ajusta a la realidad.
J: Eso que dices me hace pensar en un concepto que he encontrado en la ética periodística y en las discusiones de vanguardia sobre política de drogas, y es el concepto de “reducción del daño”. ¿Tiene sentido pensar en una ética del amor que le apunta a la reducción del daño? Quizás eso nos ayudaría a evitar el cinismo en el amor, porque si simplemente asumo que el amor duele y daña y ya está, el riesgo de que yo no haga nada para evitarlo o mitigarlo es alto…
A: Sí, creo que la propuesta de reducción del daño en vez de la negación del daño puede hacer parte de este concepto del amor. Eso es precisamente a lo que aspiramos desde distintos movimientos y a lo que aspiramos en la mayoría de nuestras relaciones. Y yo creo que empieza por un lugar que es súper sencillo de entender o de conceptualizar, pero a la vez bastante difícil de llevar a la práctica, y es reconocer los límites de la otra persona; proteger, cuidar y honrar esos límites, y no presionar ni transgredir esos límites intencionalmente y de forma egoísta, buscando conseguir lo que se quiere a toda costa. Yo creo que la última frontera entre nuestro bienestar y nuestro malestar son nuestros límites.
J: Algo que he aprendido es que la honestidad es un músculo que se ejercita, porque es incómodo ser honesto, genera miedo, vergüenza, culpa, tanto en la persona que enuncia sus deseos y límites, como en la persona que recibe esta información. ¿Cómo puede entrenar ese músculo una persona que quiere construir relaciones más éticas?
A: Primero, tiene que estar en contacto con sus necesidades y sus límites. Si yo no sé lo que requiero en una relación para alcanzar mi bienestar o qué cosas me hacen sentir malestar, me van a proponer un acuerdo y no voy a poder comprometerme de manera informada. Si yo no sé si me gusta o no me gusta dormir acompañada y me proponen pasar tres de las siete noches a la semana en la misma cama, no puedo aceptar de forma honesta, porque yo misma no sé la respuesta. Ahora, también puede que sepa la respuesta y que haya una serie de constructos y mandatos sociales que me hagan sentir mal por esa respuesta. Por ejemplo, tú me invitas a tu cumpleaños y aunque yo quiero decir que no quiero ir, me siento obligada por una estructura. Así que además de tener claros mis límites y mis necesidades, hay un trabajo de deconstrucción: ¿en qué medida estoy de acuerdo o no con los mandatos hegemónicos sobre lo que es una buena o mala relación?
J: Y en cuanto a la honestidad… ¿Debe ser un objetivo a alcanzar en cualquier relación?
A: Eso tiene muchas aristas. Primero, porque la honestidad, como la responsabilidad, es una de estas grandes palabras que tienen distintas acepciones. Y segundo, porque podríamos debatir si es mejor que un acuerdo sea honesto o que se cumpla. ¿Cuál es la medida del éxito? Si ya entramos a lo específico de la honestidad, como qué cosas yo voy a contar y qué cosas no voy a contar, a lo mejor mi deseo de honestidad no es lo que la otra persona quiere recibir. Así volvemos a que la clave de todo esto son las necesidades y límites particulares y subjetivos de cada quien. Si yo no quiero enterarme o te pido, por ejemplo, que me engañes y que cuando llegues a casa me digas que solo me quieres a mí y que soy la única que te importa, ¿qué derecho vas a tener tú a contarme otra cosa? Tú me puedes decir que no quieres mentir. Y en ese caso, veremos si es posible una relación. Pero la honestidad per se no es mejor.
J: Pero para acordar no contarnos y no preguntarnos, tenemos antes que ser honestos, ¿no?
A: Tuve que ser honesta conmigo misma: saber qué necesito y determinar qué te quiero pedir. Y tú debiste expresar qué me puedes dar y qué no. Creo que deberíamos hablar de “autenticidad” para desligar ese tipo de honestidad de la idea de honestidad que está ligada a contarse todo de forma transparente. Yo tengo que ser auténtica con mis límites y mis necesidades para poder llegar a un buen acuerdo.
J: Mi pregunta, sin embargo, sigue sin resolverse, ¿cómo entrenarse para el ejercicio de una comunicación auténtica, cuando nos incomoda y aterra tanto? Yo tengo la hipótesis de que deberíamos ejercer el desapego y permitirnos entender que es más importante perder una relación que no se encaja en nuestras necesidades, antes que traicionarnos a nosotros mismos y pactar un acuerdo que a mediano plazo vamos a traicionar o que nos va a ser infelices. ¿Qué piensas sobre esto?¿Qué te ha permitido a ti tener el valor para superar el miedo, ser honesta contigo misma y tus vínculos?
A: ¡Yo todavía tengo miedo! Aceptarlo me ha permitido manejarlo, en lugar de buscar suprimirlo. Efectivamente, reconciliarnos con la posibilidad omnipresente de una pérdida es parte esencial para desarrollar esta capacidad de expresar nuestros límites y necesidades de manera auténtica. Pero yo no buscaría hacer esto desde el desapego, una idea que me remite demasiado a la independencia, sino desde la construcción de redes más amplias y diversas de apoyo, en donde la ausencia de un vínculo no me deje completamente sola y desconectada, de forma que mi duelo sea cuidado colectivamente en esta red interdependiente. Creo que no tememos tanto la pérdida misma, sino el sentirnos incapaces de transitar ese dolor que genera. Para mí, la red afectiva me asegura que podré atravesar el duelo sin romperme.
J: Eliana dice que justo ahí, en esa red afectiva, es donde está la revolución. Y a propósito, en estos últimos meses que has sido facilitadora de mi relación, he empezado a implementar en mis relaciones familiares y amistosas las metodologías de conversación que tú nos ofreces en torno a límites, acuerdos, expectativas, necesidades…
A: Me alegra un montón escucharte, me llena de orgullo y satisfacción. Aunque se vuelve orgánico en algún momento, llevar las relaciones a ese lugar de conciencia y de responsabilidad requiere de esfuerzo. Yo lo he puesto en práctica, pero no siempre, porque a veces una quiere descansar y tomarse la vida fácil. Eso lo llamo “la suspensión del juicio”. Es como en Tinder: allí hay unos acuerdos sociales implícitos en los que las relaciones son casuales hasta que se diga lo contrario. Utilizar esos acuerdos también se vale. No tenemos que montar siempre todo el sostén de nuestras relaciones sociales de la nada y renegociar todas las relaciones desde cero. Por ejemplo, en una relación laboral hay unos acuerdos que son de base, que se incluyen y firman en el contrato.
J: ¿Y en qué casos has usado estas herramientas de construcción de acuerdos?
A: Me ha servido mucho en mi relación con mi mamá y mi papá. Yo tengo una relación muy buena con ella y difícil con él, hasta el punto que hemos tenido momentos de mucha distancia. Yo vivo con mi madre, así que la pandemia nos obligó a estar mucho más cerca y a negociar tiempos, esfuerzo y trabajo, utilizando todas nuestras herramientas. A veces ha sido más fácil y a veces toca ‘remar en arequipe’, porque saber cuáles son las herramientas no hace automáticamente que sea fácil implementarlas. Con mi papá ha sido más un ejercicio de ponerle límites muy claros en relación con la distancia a la que yo puedo seguir teniendo un vínculo con él. Quiero seguir teniéndolo, pero no voy a estar presente, y él tiene que aceptarlo o no. Ha sido difícil porque mi padre siempre presiona y transgrede esos límites de alguna manera. De hecho, me toca recordar lo que le escribí en ese momento y recordárselo a él también, pero bueno, siento que el conocimiento de estas herramientas me ha ayudado mucho.
J: Volvamos al acertijo de los acuerdos y las razones por las que la traición es tan común en nuestras relaciones amorosas. En ‘El dilema de la pareja’, Esther Perel lanza una hipótesis: la prohibición excita, es erótica. El poliamor nos invita a hacer acuerdos de forma consensuada y honesta que se ajusten a los límites y a las necesidades de todas las personas involucradas. ¿Tú crees que este tipo de acuerdos, mucho más claros, horizontales y justos, son acuerdos en donde la traición puede ocurrir con menos frecuencia?
A: Me parece interesante la tesis de Perel. Lo erótico tiene un componente de atracción por lo desconocido, el misterio, ese otro lugar al que no tengo acceso completamente. De hecho, una crítica grande es que los acuerdos en el poliamor se roban un poco ese misterio, porque si todo lo tenemos que estar explicitando y hablando y consensuando, ¿la magia dónde queda? Es la apatía que genera esa pérdida la que podría hacer que se rompan los acuerdos, pues ya no me interesa estar en una relación que carece de ese componente que supuestamente caracteriza el buen amor: el misterio, lo mágico, lo incognoscible, lo irracional. También creo que muchas veces rompemos los acuerdos por egoísmo. Cuando hablamos de que un acuerdo debe satisfacer mis necesidades sin transgredir los límites de la otra persona y viceversa, nos vamos a encontrar con que muchas veces para que yo pueda cubrir mi necesidad, tú te tienes que quedar sin cubrir la tuya. Y no hay una solución buena ni agradable para eso. En ese caso, una opción es terminar la relación y que cada quien cubra sus necesidades. Pero solemos optar por dejar esa necesidad descubierta hasta que la insatisfacción se vuelve insoportable o por cubrirla egoístamente ignorando el límite de la otra persona.
J: Claro, al final caminamos siempre sobre la tensa cuerda entre el egoísmo y la reducción del daño. Un equilibrio dificilísimo y peligroso, especialmente en un mundo donde imperan las relaciones desiguales de poder, empezando por la desigualdad de género. Tú me has hecho ver que los hombres tendemos a imponer con más frecuencia nuestras necesidades, al tiempo que transgredimos o ignoramos los límites de nuestras parejas, o presionamos para que estas corran sus límites. ¿Cuáles son las banderas rojas que deberían alertarnos de que estamos incurriendo en prácticas machistas cuando construimos acuerdos relacionales?
A: La bandera roja por excelencia, para mí, es la invalidación de las emociones. “No entiendo por qué te molesta tanto”, “qué exagerada”, “trabájate esos celos”, etcétera. Debido a la educación generalizada que hemos recibido en la vida y el amor, las emociones femeninas son leídas como histéricas y desbordadas; siendo la medida de referencia hegemónica la represión emocional a la que sometemos a los hombres. Tener la capacidad de conectar con la emoción —y no solo las palabras o los hechos— de nuestros vínculos afectivos, es esencial para construir acuerdos más equitativos, que tengan en cuenta estas desigualdades de partida. Otras banderas rojas serían la interrupción constante, la sobre-explicación (mansplaining), la fiscalización del tono, entre otras.
J: Esto me obliga a preguntarte por una serie de prácticas problemáticas que yo mismo he reproducido en el pasado y con las que me encuentro frecuentemente cuando escucho a mujeres hablar de su experiencia con hombres que se enuncian poliamorosos. En cierto momento de mi vida, que lamento hondamente, el discurso poliamoroso me sirvió para estar o salir con personas mientras estaba en relaciones que carecían de acuerdos explícitos, justos y claros. De cara a mis posibles vínculos yo era poliamoroso, pero en realidad mi relación estaba llena de silencios y zonas grises, donde el descuido y la deshonestidad fueron frecuentes de mi lado. ¿Qué podemos hacer hombres y mujeres para desactivar este ejercicio abusivo y tóxico del poliamor?
A: Con frecuencia llegan a mi consulta mujeres con dolores porque su pareja ha estado poliamando sin su consentimiento. Es algo muy frecuente, entre otras, porque es relativamente reciente que consideramos ese comportamiento como poco ético. En el pasado lo justificábamos con argumentos naturalistas y porque “los hombres son así”. Como ese cambio de valores es bastante reciente, creo que todavía nos toca darle tiempo, ¿no? Lo que suelo decirle a estas mujeres es que hay muy pocos incentivos para que un hombre que se beneficia de un comportamiento poco ético o poco cuidador, cambie. ¿Qué podemos hacer nosotras? Huelga de sexo. Hay una película súper interesante , basada en la vida real, en la que unas mujeres en África frenan una guerra civil retirándole el sexo a sus esposos. Lo que hacemos mal las mujeres es que sistemáticamente seguimos con hombres que tratan mal a otras mujeres. Por ejemplo, frente al abuso, decimos: “Bueno, a ella la agredió, pero conmigo ha sido una persona decente, entonces voy a seguir siendo su amigo o amiga”. Nos relacionamos con hombres que sabemos que han hecho daño a otras mujeres, e incluso seguimos relacionándonos con hombres después de que nos hacen daño. Por eso nos toca cortarles el grifo, así nos encanten y sintamos que somos compatibles de muchas otras maneras.
J: Eso que dices me interpela y cuestiona directamente. Ha sido gracias a las mujeres que me han rodeado en los años más recientes que he podido emprender un proceso largo, doloroso, complejo, inacabado, de desmontar esta cultura machista que me habita desde niño. Estas mujeres han elegido creer en la posibilidad de que un hombre puede cambiar. ¿Cómo hacemos para instalar en otros hombres la conciencia profunda del daño que generamos y lo intolerable de ese daño?
A: Yo creo que nadie suelta sus privilegios por las buenas y que para ganar espacio y derechos es legítimo el uso de la fuerza, sin necesariamente llegar a la violencia. Como tengo esta mirada respecto al mundo, pues no sé si dedicarse a “convencer” a los hombres de que han hecho daño es una meta a la que merece la pena invertirle. Porque cuando a una persona la confrontan con la posibilidad de que está haciendo daño, se siente mala; cuando se siente mala, entra a un lugar de vergüenza y de culpa, y si no es capaz de lidiar con esa culpa, responde con agresividad para defenderse. Así que no se me ocurre, porque además no quiero responsabilizar a las mujeres. Me nace preguntarte: ¿Por qué decides tú hacer ese cambio?
J: Ha sido un proceso largo que inició hace cinco años, cuando comenzamos a investigar periodísticamente la violencia sexual contra las niñas en Colombia. Ahí fui consciente de cómo opera la violencia patriarcal así como las formas en las que yo mismo he participado de ella toda mi vida. Pero ahora que te escucho, sería deshonesto de mi parte no reconocer que en este proceso también jugó un papel central el enterarme de que en ciertos sectores sociales se habla o se hablaba de mí como un hombre que ha hecho daño. Ser consciente de esto me generó culpa, vergüenza, miedo, y sin duda ha contribuido a reforzar mi compromiso con el cambio.
A: Escuchándote pienso que la empatía es un valor feminizado. Así que convencer a los hombres por la vía de reconocer el dolor que causan no sería tan eficaz. Sin embargo, siento que podríamos relacionar la vergüenza con conceptos como el honor o la virilidad, que son valores mucho más masculinizados. ¿Qué pueden hacer otros hombres para que los demás hombres empiecen a trabajar las relaciones desde un lugar más responsable? Dejar de enaltecerse, dejar de validar y enorgullecerse cuando los hombres de su círculo cercano comparten relatos de conquistas al estilo Don Juan. Hacer la pregunta: ¿Tú crees que el hombre que quieres llegar a ser se comporta de esa manera?
J: Y así llegamos de nuevo a la necesidad de incomodarse. Me atrevería a concluir que es desde la incomodidad que lograremos construir relaciones más justas y responsables…
A: Por supuesto, como mencionamos en torno a la infidelidad, renunciar a los mandatos monógamos del sistema es una acción que nos saca de la zona de confort. Incluso si elegimos permanecer en ella y cumplir con la exclusividad sexoafectiva, este tipo de diálogos en torno a las necesidades se consideran innecesarios en las relaciones tradicionales desde discursos románticos como: “si me ama de verdad, sabrá lo que quiero”, “si te ama, no haría eso” (aunque “eso” sea algo que jamás hemos conversado que sea un límite). Por eso, traer a nuestras relaciones estás nuevas dinámicas de comunicación puede resultar incómodo. Sabiendo que las relaciones afectivas van más allá de la pareja, si la meta es la reducción de daño, serán charlas difíciles a tener también con familiares, amigos, y cualquier otra persona a la que pretendamos cuidar.
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