El costo de denunciar a un agresor
Buscando justicia, una niña abusada por un exfuncionario del ICBF fue revictimizada por el sistema judicial, el de protección y el de salud, por su pueblo y hasta por sus amigos.
Fecha: 2018-10-15
Por: Juan Camilo Maldonado
Ilustraciones:
DANI ELISA
Fecha: 2018-10-15
El costo de denunciar a un agresor
Buscando justicia, una niña abusada por un exfuncionario del ICBF fue revictimizada por el sistema judicial, el de protección y el de salud, por su pueblo y hasta por sus amigos.
Por: JUAN CAMILO MALDONADO
Ilustraciones:
DANI ELISA
1.
Una tarde de enero de 2017, seis meses después de las fiestas de la Virgen del Carmen, Matilde López*, comerciante de accesorios y minutos de celular, madre soltera y natural de Sutamarchán, se propuso reorganizar el cuarto de Valentina, su hija única de diez años. No era cualquier reacomodo. Desde que la niña fue violada, Matilde había considerado varios escenarios: irse del pueblo, trastearse o enviar a Valentina a casa de su padre en Tunja. Pero no concebía la vida más allá de su apartamento ni lejos de su hija. Y no le había quedado de otra que cambiar el colchón, empotrar un mueble de madera en la pared y pegar algunas fotos familiares. Cambios mínimos para atenuar el mal recuerdo.
Modificar los detalles de su universo íntimo era un esfuerzo insuficiente para pasar la página. Afuera de su apartamento, apenas a una cuadra de la plaza central de Sutamarchán, todos se encargaban de recordárselo a diario. Les hundían el puñal en la herida, con saña.
Valentina tenía 10 años. Cursaba quinto de primaria. Era una de las primeras de su clase y anhelaba ser personera estudiantil. Pero cuando regresó a Sutamarchán luego de recibir, durante tres días de hospitalización, los tratamientos de profilaxis que son obligatorios tras una violación, se encontró con una compañera que le notificó que su mejor amigo no quería volver a verla. “No quiero seguir siendo amigo de una niña violada”, resumió su amiga el comentario del niño.
A Valentina se le rompió el corazón. Quiso estar muerta o no haber nacido, y ese dolor creció con las semanas. Cuenta su madre que cuando acudió al colegio departamental Héctor Julio Gómez a pedir que le permitieran estudiar en su casa por una temporada, el rector le entregó la carpeta de la niña y le dijo que lo mejor era que cambiara de escuela. Tuvo que buscar un colegio privado en otro municipio, donde inicialmente también se resistieron a acogerla cuando se enteraron de lo ocurrido. Por la misma época, una compañera del equipo de porras llegó al local de venta de celulares de Matilde y le entregó a la niña un mensaje que profundizó su destierro: “te manda decir el entrenador que ni se te ocurra volver”. Y Valentina no volvió.
En la calle la miraban de arriba a abajo. Alguna vez, una mujer la increpó: “niña, ¿por qué no se comporta?” Matilde relata que durante una misa el cura del pueblo invitó a los feligreses a un servicio por la liberación de Carlos Enrique Muñoz Sotelo, entonces abogado contratista del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que entre las nueve y diez de la noche del sábado 16 de julio de 2016 ingresó a la casa de las López y abusó de la niña.
Muñoz Sotelo es un hijo querido del pueblo. Es pariente cercano del contador de la Lotería de Boyacá y amigo de infancia de la personera de Sutamarchán. Su madre tiene una cafetería diagonal al local de Matilde, en el mismo edificio en el que funciona la alcaldía. Allí toman tinto desde los policías hasta los funcionarios de la comisaría de familia.
“Es un hombre con contactos, con poder”, refiere Matilde, sentada frente a la mesa de su comedor. En las paredes hay adornos de pájaros y flores impresos en papel, y marcos de madera multifoto con imágenes de la niña vistiendo disfraces de Halloween y trajes típicos de presentación folklórica escolar. En uno de los marcos se lee una palabra tallada: Love.
Si para Valentina la cadena de exclusión inició con el rechazo de su amigo, para Matilde arrancó con la audiencia de legalización de captura de Muñoz Sotelo, luego de haberlo encontrado escondido bajo la cama de su hija con los pantalones abajo. El día de la audiencia, mientras Muñoz Sotelo negaba su culpabilidad, un tumulto de gente lloraba fuera de la alcaldía como si alguien se hubiera muerto en el pueblo. “La personera se terminó saliendo de la audiencia. Y la comisaria de familia ni siquiera entró a respaldarme ni a representar a la niña, aunque era su deber”, recuerda Matilde.
Los juicios llegaron de todos lados. Muchos culparon a la niña por los vestidos que se ponía. Otros a su madre por no haber tenido esposo y por las circunstancias en las que había concebido a Valentina. Algunos más insistieron en que lo ocurrido no había sido tan grave y que no había necesidad de tanto escándalo. Ese último argumento lo escuchó Matilde de la primera fiscal que asumió el caso, Flor Elisa Reyes. Según afirma ella — y niega la fiscal — la funcionaria llegó una tarde de 2016 a su local para convencerla de que abandonara los cargos por acceso carnal y solo acusara a Muñoz Sotelo por tocamientos. “¿Usted está dispuesta a llevar un proceso de esos hasta el final, cuando a su hija no le quitaron nada, ni un pedazo? Ahí tiene a la niña viva… Arregle, concilie, es igual un mes en la cárcel a uno, dos años”, recuerda Matilde que le dijo Reyes. “La fiscal me ofreció 100 millones de pesos y comentó que el caso lo tenía perdido, que la abogada de la defensa era la mejor penalista de Tunja”.
Para entonces Matilde nadaba en deudas por cuenta de un abogado que la obligó a firmar una promesa de pago de $30 millones y lo único que hizo fue dilatar el proceso. Pese a esto y a la insistencia del padre de la niña, que apoyó la propuesta de la fiscal, Matilde continuó determinada a buscar justicia y hacer parte de ese reducido 22% de víctimas de violencia sexual que, según la mayoría de estimaciones, denuncian en Colombia a sus agresores. “Yo sabía que mi niña, de aquí a mañana, cuando fuera adulta, me iba a decir: ‘Mamá, ¿por qué no hiciste que esa persona que me abusó pagara?’”.
Su hablar es lánguido, como un ruego triste. Y con esa misma tristeza con la que justifica su determinación sentencia su más crudo aprendizaje: “Acá todo el mundo se preocupa por que el abusador pague, pero quien termina pagando es la víctima. El abusador va y le dan cárcel, pero es la víctima la que queda con el trauma, con el señalamiento, con la carga del proceso, con todo lo que nos ha tocado vivir a raíz de ese abuso…”.
2.
Matilde López nació en los años 80 cerca a los páramos de Iguaque y Merchán, en la vereda Ermitaño, a una hora en jeep del casco urbano de Sutamarchán. Fue la tercera de cinco hijos de una familia campesina, y la última en nacer en su propia casa, asistida por una partera, en una labor traumática para su madre, quien juró no volver a arriesgar su vida dando a luz.
Estudió su colegio en el pueblo y, al graduarse, trabajó en floristerías, hasta que el atentado a las Torres Gemelas paralizó los envíos de flores a Estados Unidos. Tras perder su trabajo, se empleó en una ladrillera y ahí sostuvo un corto noviazgo con quien sería el padre de Valentina, en ese entonces jefe de personal. Las cosas no funcionaron: fue despedida por cuenta del romance. Desde ese momento vende minutos y equipos en el pequeño local que le ha dado sustento durante los últimos 16 años.
Tanto ella como su exnovio comenzaron nuevas relaciones sentimentales, pero una noche de 2005, cuando ella regresaba a Sutamarchán, el bus en que viajaba se varó en Sáchica. Justo en ese instante pasaba él en una moto y se ofreció a llevarla. Esa noche hablaron un buen rato y se dejaron llevar por el reencuentro. “El bus se varó solo para que yo quedara embarazada. Fue reloco, cosas del destino”, cuenta. Lo ocurrido acabó con la relación que llevaba por esos días, y el embarazo se convirtió en la comidilla del pueblo (diez años después, cuando la niña fue violada, más de uno, incluyendo la madre de Muñoz, respaldaría al agresor argumentando que la niña “había salido igual a la mamá”).
Desde que quedó embarazada, la vida de Matilde gravitó alrededor de Valentina y del local de minutos. Cuando la niña nació y fue al jardín, le instaló un pequeño escritorio detrás del mostrador del lugar para que hiciera sus tareas. Las siguió haciendo allí, mientras su madre atendía a los clientes, cuando pasó al colegio. “Éramos muy unidas, madre e hija. Aunque a raíz de lo ocurrido ha sido muy difícil…”, comenta.
Valentina se volvió indispensable para Matilde. Como no podía dejar solo el local, la niña le ayudaba con los mandados. Le cuidaba el puesto en la fila del banco. Era una niña aplicada y alegre.
El día de la violación, el pueblo celebraba la fiesta de la Virgen del Carmen. Los camioneros preparaban sus tractomulas y en la plaza se alistaban para prender castillos de pólvora. Matilde y Valentina fueron a misa y a la bendición de los camiones. Luego de permanecer hasta la noche en el local, la niña le dijo que se quería ir a casa. “Le dije que sí, que fuera calentando la comida y que hiciera el aseo. Yo me quedé trabajando media hora más. Si me hubiera demorado diez minutos más, quizás el tipo se va y la niña no habría contado, o habría podido continuar abusando de ella”.
Cuando Matilde llegó a su casa le extrañó que las luces estuvieran apagadas. Vio la puerta del cuarto de su hija cerrada y, tras golpear, decidió abrir ella misma la puerta. Valentina estaba desnuda. El instinto la impulsó a mirar debajo de la cama y ahí encontró a Carlos Enrique Muñoz Sotelo, de 30 años, con los pantalones a medio subir. Según quedó consignado en el proceso, el abogado del ICBF le dijo inmediatamente que “no era lo que ella imaginaba, que arreglaran, que no le fuera a dañar su hoja de vida”. Pero Matilde lo denunció al día siguiente.
El miércoles 21 de marzo de 2018, casi dos años después de la noche de la violación, la jueza Primero Penal de Chiquinquirá declaró culpable a Muñoz Sotelo por el delito de acceso carnal abusivo con menor de 14 años. La jueza ratificó los argumentos de la Fiscalía, según los cuales Muñoz Sotelo se ganó durante unos meses la confianza de la niña, la llamaba, le decía que era muy linda, que le gustaba, que estaba lista para tener novio y que no le fuera a contar nada a su mamá. Así fue como logró que el sábado 16 de julio de 2016 le abriera la puerta de la casa sin resistencia para luego llevarla al cuarto y abusar de ella. Según la juez, Muñoz “despertó anticipadamente el libido sexual (de la niña), para satisfacer sus apetencias”. Lo condenó a 12 años de cárcel, la menor pena posible para el delito de acceso carnal abusivo con menor de 14 años.
3)
Durante los dos meses que duró la investigación para este reportaje diversas fuentes oficiales confirmaron que el caso de Valentina es emblemático. Los niveles de estigmatización y corrupción a los que ha sido sometida, así como las torpezas institucionales que aún están por ser narradas, develan las enormes dificultades y penurias que enfrentan las niñas víctimas de violencia sexual cuando deciden seguir adelante con su denuncia en un mundo “patriarcal y adultocéntrico”, como recalca el jurista español Jorge Cardona, integrante del Comité Internacional por los Derechos del Niño.
Pero el caso de Valentina también es excepcional. Y analizar su excepcionalidad permite comprender el laberinto tortuoso al que son sometidas miles de niñas colombianas que buscan justicia.
Primera excepción: el agresor de Valentina fue condenado. Una fortuna por estos días. En 2016, el año en que fue abusada, la Fiscalía abrió 38.735 investigaciones por violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Ese mismo año, tan solo se profirieron 2.389 sentencias condenatorias: un 6.2% del total de casos. Las cifras de 2017 son más preocupantes: sólo 5,6% terminaron en condena y 1,8%, en absoluciones. Más del 92% de los casos quedaron en el limbo.
Segunda excepción: la jueza le creyó a la niña. Pese a los argumentos de la defensa — y buena parte del municipio de Sutamarchán — , que la responsabilizó de buscar y provocar el hecho.
Tres autoridades judiciales en Colombia, todas mujeres, comentan que los jueces, fiscales y demás funcionarios encargados de proteger a las niñas en Colombia aún son presa de un sistema institucional y cultural cargado de prejuicios y estereotipos. Y que si bien las mujeres de todas las edades los padecen, las niñas son las que llevan la peor parte: entran perdiendo porque son mujeres y, además, por ser menores. Ellas son Luz Stella Conto, exmagistrada del Consejo de Estado y hasta hace dos semanas miembro de la comisión de género de la rama judicial; María Cristina Hurtado, antigua defensora delegada para la niñez; e Isabel Agatón, la abogada que logró que el crimen de Yuliana Samboní fuera declarado “feminicidio”, es decir, el asesinato de una mujer por su condición de mujer. Con este caso en particular, la justicia colombiana entendió que las niñas también son mujeres.
Según el Estudio de Tolerancia Social e Institucional de Violencia Contra la Mujer realizado en 2014, que formalizó una encuesta a más de 1095 empleados del Estado, el 21% de los funcionarios de la rama judicial cree que la violencia contra las mujeres tiene más importancia de la que se merece. El 24% asegura que las mujeres exageran los hechos de violencia y el 29% considera que los violadores son por lo general hombres que no pueden controlar sus instintos sexuales.
La exdefensora Hurtado ha monitoreado sentencias proferidas por los tribunales colombianos en los que se evidencian estos dispositivos. Quizás el más emblemático es el fallo del Tribunal Superior de Pereira, que en 2006 absolvió en segunda instancia a un abuelo que había abusado de su nieta de nueve años, admitiendo que “la menor fue víctima de abusos sexuales”, pero concluyendo que “las acusaciones contra su abuelo son falsas (pues) la niña tenía una iniciación precoz en el tema de la sexualidad”.
En el desarrollo de esta investigación periodística también escuchamos las historias de unas veinte mujeres adultas que fueron abusadas cuando niñas. Liliana, por ejemplo, una psicóloga paisa abusada durante seis años por su padre, contó que cuando se atrevió por fin a denunciar, a sus 15 años, la fiscal que la atendió le hizo contar siete veces la misma historia frente a su madre: “siete veces me preguntó lo mismo, siete veces me hizo describirlo todo, siete veces me hizo preguntas como queriendo manipular la declaración. Me decía: ‘Pero ¿a ti te gustaba?, Pero ¿por qué nunca dijiste?, ¿Y qué te hacía?, ¿Y cómo te lo hacía? Descríbeme literalmente…’. Fue horrible”.
Este tipo de historias repetidas revelan dos problemáticas: la primera, que a los “niños y niñas no les creen con suficiente rigor”, como lo reconoció Mario Gómez, fiscal delegado para la Infancia y Adolescencia. La segunda, como lo explicó la exmagistrada Stella Conto, que el sistema “no reconoce las asimetrías de poder”. Es decir, la presunción de inocencia, eje fundacional del sistema penal contemporáneo, obliga al Estado a demostrar la culpabilidad del presunto delincuente para evitar abusos de poder. El dilema aparece cuando es un niño o una niña quien debe demostrar la culpabilidad del adulto. “La presunción de inocencia no se puede cambiar porque volveríamos a los tiempos en que los enemigos de los poderosos están en la cárcel”, agregó Conto. “Pero debe haber una reflexión frente a las asimetrías de poder y la violencia de género. Cuando la víctima es una mujer o una niña que está en situación de indefensión, ella se siente culpable sin serlo y demanda a un sindicado sin estar segura de que su sindicado sea culpable. Con un problema adicional: detrás de una denuncia está el rompimiento con personas que ellos quieren. Las niñas tienen un conflicto porque ellas a veces quieren al violador”.
La evidente impunidad que rodea los casos de violencia sexual contra menores de edad tiene a los órganos del Estado presionados y en alerta. Se han realizado al menos dos grandes foros entre operadores de la justicia, visitas territoriales e informes de diagnóstico. Desde los medios se invita a las víctimas a denunciar y el gobierno de Iván Duque se ha enfocado en promover la cadena perpetua para los abusadores. Pero el caso de Valentina es también muestra de que el problema es más profundo. Trasciende las discusiones centradas en la cárcel y el castigo, pues el machismo está instalado en la mente de buena parte de los miembros de la sociedad.
“¿De qué sirve la castración, de qué sirve la pena de muerte o la cadena perpetua, si igual la sociedad queda satisfecha con el ánimo de venganza y se olvida de la víctima? ¿De qué sirve la justicia cuando el cura, el rector y la comisaria de familia del pueblo te dan la espalda?”, resalta la periodista Margarita Velásquez, quien durante estos dos años ha seguido de cerca el caso de Matilde y Valentina.
Su queja coincide con el llamado de atención de Patricia Hernández, fiscal delegada para el Tribunal de Medellín, quien aseguró en un evento académico convocado por la Fundación Plan hace unos meses: “El problema más grave que tenemos los operadores de justicia son los estereotipos de género que manejamos. La impunidad está muy ligada a esa educación patriarcal que hemos recibido todos los miembros de la comunidad a la que no nos escapamos jueces, fiscales, procuradores, defensores. Y desafortunadamente eso se materializa en las investigaciones y las decisiones de la justicia. ¿Existe una voluntad política para erradicarlos?”.
4.
En el cuarto piso del edificio H del búnker de la Fiscalía, Juliana Bazzani y María Teresa García lideran desde hace dos años la implementación de un protocolo de investigación de violencias basadas en género para lograr reducir los vicios machistas de su institución. Hasta ahora, más de 500 fiscales y servidores con funciones de policía judicial han pasado por sus talleres. En estos, los investigadores deben observar imágenes y emitir juicios sobre estas, proceso que en últimas devela qué tan arraigados están los estereotipos en ellos. Observan, por ejemplo, la imagen de una mujer con vestido corto, y luego deben responder a la pregunta: “¿Por qué fue abusada esta mujer?”.
“En el caso de la imagen de la mujer en minifalda una proporción importante de fiscales suele responder que fue abusada por su comportamiento, su vestimenta o su juventud, argumentos que tienden a poner la responsabilidad de la agresión sobre la víctima”, explicó María Teresa García, no sin antes aclarar que sus talleres tienen un efecto transformador en los funcionarios.
Ante la pregunta por el proceso de Valentina, la abogada Bazzani, quien ya sabía del caso, arqueó las cejas y admitió: “No conozco un caso más desafortunado”. Y frente a la pregunta sobre el supuesto ofrecimiento de dinero por parte de la fiscal Flor Elisa Reyes, María Teresa García añadió: “eso fue un soborno. Estamos hablando de un delito que no es conciliable ni querellable ni nada que termine en able. No se puede hacer eso”.
Pero ese no fue el único problema en el procedimiento de manejo en el caso de Valentina. Ni el único que las dos funcionarias de la fiscalía consideraron irregular. Los errores comenzaron la misma noche de los hechos, luego de que la policía llegó a la casa de las López y se llevó esposado a Muñoz Sotelo. La niña fue enviada al Centro de Salud de Santo Eccehomo, donde un médico de primer año de rural le realizó un examen médico-legal en el que confirmó que Valentina presentaba un desgarro himeneal reciente, “ocurrido hace menos de ocho días, lo que confirma los hechos relatados por la menor”, según se lee en su informe.
Los estándares de la Organización Mundial de la Salud establecen que los especialistas que atienden a niños, niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual deben procurar, a toda costa, “minimizar la necesidad de que las víctimas cuenten repetidamente la historia”, así como “maximizar esfuerzos para que solo tengan que pasar por sólo un examen”. La lógica de este comando es evidente: cada vez que una víctima cuenta su historia, la vuelve a vivir. Con mayor gravedad si, además de contar, tiene que ser examinada en sus partes íntimas.
“Imagínese, si una citología es un procedimiento invasivo para mí, que tengo 60 años, lo que significa para una niña de diez años”, observó Astrid Castellanos, directora de la Casa de la Mujer de Tunja.
A Valentina le hicieron tres exámenes médico-legales en menos de cuatro semanas. La examinó y entrevistó el médico rural en Sutamarchán. Lo volvió a hacer una médica cirujano en el Hospital Regional de Chiquinquirá, un día después de los hechos. Y una vez más, dos semanas más tarde, un médico del Instituto Nacional de Medicina Legal, junto a varios estudiantes.
¿Qué explica esta triple invasión de su cuerpo? La respuesta es sorprendente: el formulario médico-legal que debe llenar cualquier médico que recibe a un menor de edad presuntamente víctima de abuso sexual, lo obliga a establecer, no solo la edad cronológica de la víctima — consignada en la tarjeta de identidad — sino su edad clínica. Es decir, el estado de madurez de su cuerpo.
Matilde no se explica cómo, pero el médico novato que atendió a su hija en el centro de salud, dejó consignado en el registro que la niña tenía el cuerpo de una adolescente de 16 años. La valoración fue inmediatamente contradicha por la médica de Chiquinquirá, quien dictaminó que su edad clínica era 13. Un error que no solo obligó a la Fiscalía a ordenar un tercer examen para zanjar la discrepancia de conceptos, sino que le sirvió a Muñoz Sotelo en su argumento de defensa: que él no sabía que Valentina tenía diez años.
5.
El pasado domingo 13 de mayo, dos meses después de haber sido condenado su agresor, Valentina fue ingresada al Hospital Psiquiátrico San Camilo, en Bucaramanga. Semanas atrás había intentado cortarse las venas y, días más tarde, una compañera del colegio la descubrió en el baño de la institución a punto de ingerir veneno para ratas. En el informe de ingreso quedó consignado que la niña pasó el 2017 embargada de sentimientos de tristeza, insomnio, minusvalía, ideas de culpa, de muerte y de suicidio. La médica psiquiatra que la atendió le diagnosticó un “episodio depresivo grave sin síntomas psicóticos, y trastorno de estrés postraumático”.
Durante los meses que sucedieron a la violación, Valentina perdió la cuenta del número de psicólogos que la atendieron en Cafesalud, su EPS. Matilde dice que fueron al menos cinco. Frente a cada nuevo psicólogo tuvo que volver a narrar su historia. Ninguno alcanzó a durar lo suficiente como para trazar un plan terapéutico. Y todo ocurrió mientras la niña y su madre enfrentaban el rechazo generalizado de la población. Rechazo que alcanzó incluso a migrar a su nuevo colegio, una institución adonde llegaron los rumores de su historia, y con ellos el escándalo de los padres de familia y el matoneo de los estudiantes.
“En alguna ocasión nos invitaron a un evento de integración. Y cuando llegamos, nadie se quiso hacer con nosotros”, cuenta Matilde. De hecho, una amiga le dijo a Valentina que cuando llegaran al almuerzo evitara saludarla, pues sus papás la regañarían por andar con ella.
El proceso penal también fue doloroso y deficitario. La ley colombiana establece que las niñas y niños víctimas de violencia sexual deben ser entrevistadas en cámaras de Gesell, unos espacios técnicamente diseñados para que la niña rinda declaración una sola vez durante el proceso y sea grabada, sin tener que enfrentarse al agresor. Pero el número de estos aparatos en el país es mínimo. “Hay departamentos, como Nariño, en que no existe una sola”, asegura María Cristina Hurtado, quien sigue dando la pelea para que el Estado asuma con seriedad la instalación de estos mecanismos.
Sin la Cámara de Gesell, las víctimas se ven obligadas a pasar por más de un interrogatorio. Valentina fue interrogada al menos tres veces, incluyendo una audiencia frente a la juez. Este tipo de procedimientos repetidos aumentan la presión sobre los niños y niñas, hasta el punto de que muchas veces los menores de edad terminan cambiando la versión de los hechos, poniendo en riesgo el proceso.
Hoy Valentina tiene 12 años y, a pesar de todo lo que ha sucedido, sigue viviendo en Sutamarchán. Luego de varias semanas de estudiar su caso, viajé a conocerla. Nunca hablamos de lo que le pasó. Pero sí de las veces que enfrentó interrogatorios que, en sus palabras, la “humillaron”. Una investigadora la increpó en la Comisaría de Familia y, siguiendo el manual de la revictimización, le cuestionó las veces que le hizo llamadas a Muñoz Sotelo. Otra vez que llegó al juzgado, tuvo que encarar a la abogada de la defensa. La mujer solo se reía mientras la niña contaba por enésima vez su relato. Al final la niña rompió en llanto y tuvo que salirse del juzgado.
— Afuera estaba la familia del tipo, me miraban y se reían de mí. Mi papá solo decía: no les dé el gusto a esos hijueputas de que la vean llorar.
— ¿Cómo te sentías en esos interrogatorios?
Valentina hizo una pausa. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
— La verdad siempre sentí que yo había sido culpable de todo.
A su lado, Matilde complementaba la historia sin quebrarse un segundo. Su fortaleza disimulaba la depresión y el síndrome de estrés postraumático que a ella misma le diagnosticaron. A esto se suma la culpa y el miedo, que se ha traducido además en una inmensa sobreprotección por su hija, a quien un día dejaba correr por el pueblo con un celular en el bolsillo para que la hiciera mandados. Hoy difícilmente la deja salir sola a la esquina. La relación se ha tornado difícil. Sobre todo ahora que la niña comienza a entrar en la pubertad.
Los momentos tirantes entre ambas han llegado a oídos de la comisaría de familia del municipio, lo que ha generado que, además de todo, Matilde haya tenido que pasar los últimos meses defendiéndose para que no le quiten la custodia de la niña. Este último proceso ha sido tan irregular, que obligó a la Procuraduría departamental a investigar formalmente a la comisaria y a la personera del pueblo, tras recibir una solicitud por parte de la Casa de la Mujer de Tunja.
Matilde y Valentina pasan sus días entre el local de celulares y el apartamento donde viven, a una cuadra de distancia. Todos los días recorren esos pocos metros como quien cubre los dos únicos puntos seguros en un pueblo que las sigue mirando con sospecha y reprobación.
— ¿Ahora que Muñoz está condenado, crees que valió la pena haberlo denunciado?
— Valió la pena porque él está en la cárcel, pero merecía más años de condena — respondió Valentina, con un tono inteligente y despierto, el de una niña que poco a poco ha venido comprendiendo lo que le pasó.
Luego se detuvo. Lo pensó dos veces. Y añadió:
— No valió la pena por todo el daño para mí y mis papás. Yo era la bebé, la consentida, la hija con la que soñaban tener un futuro que yo sé que voy a cumplir, sin importar lo que me haya pasado.
***
Este reportaje hace parte de #HablemosDeLasNiñas: la primera conversación social sobre violencia sexual contra las niñas en Colombia. Participa, conoce más de la iniciativa y haz tu aporte en www.mutante.org.
*Los nombres de la víctima y su madre han sido protegidos.