Periodismo mutante o el periodismo como movimiento

Para Nicolás Vallejo, Juliana Zárate y les demás mutantes.

Fecha: 2024-02-29

Por: Juan Camilo Maldonado, Director de Mutante

Tras recibir la noticia de que nuestro proyecto ha sido merecedor del premio Rey de España a Medio de Comunicación Iberoamericano 2024, uno de los más reputados en español, quiero revivir con ustedes un texto personal que escribí hace unos años en donde recuento cómo se creó este experimento periodístico y cuáles son los pilares de este movimiento social de conversación que hoy nos permite celebrar este reconocimiento. 

Así empezó este viaje:

Periodismo mutante o el periodismo como movimiento

Para Nicolás Vallejo, Juliana Zárate y les demás mutantes.

Por: JUAN CAMILO MALDONADO, DIRECTOR DE MUTANTE

Tras recibir la noticia de que nuestro proyecto ha sido merecedor del premio Rey de España a Medio de Comunicación Iberoamericano 2024, uno de los más reputados en español, quiero revivir con ustedes un texto personal que escribí hace unos años en donde recuento cómo se creó este experimento periodístico y cuáles son los pilares de este movimiento social de conversación que hoy nos permite celebrar este reconocimiento. 

Así empezó este viaje:

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Journalists and those who value journalism are in the midst of a great diaspora. They are packing up the remnants of a belief system and carrying it forward to new places, where those pieces will evolve into a new foundation. This is not an easy or painless journey. At the same time, it is impossible to deny the exciting possibilities presented by the changes that have already occurred.

Kelly McBride y Tom Rosenstiel, The New Ethics of Journalism.

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En febrero de 2017 la Universidad del Norte en Barranquilla me invitó a dar una conferencia magistral sobre Pacifista, un proyecto al que le entregué mis mejores noches y que había dejado un mes atrás por desacuerdos con mis socios. Al recibir la invitación pasaba por un duelo vivo y no tenía mucho sentido pararme en una tarima durante una hora a hablar sobre un pasado que había dejado de ser presente.

Estaba roto.

Pese al dolor, me tomé el llamado como una invitación a imaginar el periodismo que yo anhelaba hacer en el futuro. Nuestra apuesta en Pacifista había sido la de informarle a un público joven y alejado de la guerra sobre los detalles de lo negociado entre el Estado y la guerrilla en La Habana, así como explicar las razones por las que el conflicto armado debía terminar en Colombia. En buena medida fracasamos: cuando fuimos llamados a las urnas en octubre de 2016 para decidir vía plebiscito si apoyábamos los acuerdos, el No ganó por menos de media décima. Con la guerrilla concentrada, a punto de desarmarse, y el futuro de los acuerdos en el limbo, tuve que ver a los periodistas de mi equipo llorar sobre sus computadoras, para luego salir a la calle a unirse a la multitud que pedía la paz, mientras el director de la campaña del No reconocía en los medios de comunicación que su estrategia había sido dibujada en función de una serie de mentiras cuidadosamente direccionadas para calar en distintas clases sociales.

El fracaso del plebiscito fue el triunfo de la mentira. Una derrota que me enseñó que hay momentos en la historia y problemas colectivos que requieren de soluciones inaplazables sobre los cuales el periodismo no puede ser neutral. Ya para entonces comenzaba a soñar con una red de comunicadores comprometidos con transformar la realidad que los rodea y poner sus talentos, sus superpoderes, al servicio de esos procesos de cambio. Cuando nos sentábamos a imaginarnos esa red solía referirme a sus integrantes como los X-Men, mutantes comprometidos con la mutación, el cambio. Con esto en mente, abrí el Power Point para dibujar mi presentación y la titulé con emoción y nerviosismo, como quien imagina un destino de viaje para el que no hay caminos conocidos. Escribí en la primera slide: Periodismo mutante: agendas de cambio para disipar el ruido.

Por esos mismos días, el analista de medios Omar Rincón jugaba con el mismo concepto en un ensayo que publicaría tres meses más tarde en la revista CS de la Universidad Icesi, en Cali. Señalando las transformaciones del oficio producto del cambio tecnológico y atento a la pérdida de legitimidad y confianza de la ciudadanía en los medios tradicionales, Rincón dibujó ese 2017 el surgimiento de un “periodismo mutante y bastardo en formatos, experiencias, vínculos, compromisos, entretenimientos y conexiones”.

La coincidencia nunca ha dejado de conmoverme, pues revela la pulsión de una época en la que emergía la preocupación por las mutaciones que nos atravesaban, y en la que muchos comenzábamos a hacernos preguntas sobre su futuro y dirección.

Rincón planteó diversas variaciones de la mutación. Entre estas, hay una en particular en la que nos encontramos: la aparición de un periodismo que se construye “a través de redes colaborativas de sentido abierto donde el movimiento viene de abajo para arriba y se da en diálogo de saberes”.

María Teresa Ronderos, con quien meses después com­partí los primeros bocetos de lo que sería Mutante y quien entonces lideraba el Programa de Periodismo Independiente de Open Society Foundations, venía registrando en el mundo la aparición de medios de comunicación cuya apuesta se centraba en lo que ella suele llamar “la construcción colectiva de verdad”. Desde este paradigma, la audiencia deja de ser un ente pasivo que recibe, como una copa vacía, el registro de la realidad que produce un periodista, y se convierte en una comunidad que aporta sus saberes y recursos a un medio de comunicación, construyendo un sentido colectivo que desjerarquiza –o al menos complejiza– las relaciones de poder entre el medio y sus “lectores”[1].

De todos estos experimentos, fue The Correspondent el que más nos impactó e inspiró. El medio holandés, fundado por un filósofo decepcionado por el curso que estaba tomando el periodismo en su país, había lanzado en 2013 un “movimiento” con el propósito de “arreglar”[2] las noticias, desacelerar los procesos de producción de información, reducir la generación de estereotipos, prejuicios y miedo, y cambiar la lente sensacionalista por el cultivo de una mirada compleja que devele las fuerzas –y conflictos, añadiría yo– que le dan forma al mundo.

The Correspondent acaparó en sus momentos los reflectores por un crowdfunding que batió récords[3] y nos señaló a muchos la concreción de una utopía: la posibilidad de que un medio de comunicación no solo fuera financiado por sus propios lectores, sino que estos se sumaran a un proceso de acción colectiva, contribuyendo con su energía, talento y esfuerzo a su flujo vital, su operación editorial.

En su declaración de principios, The Correspondent anunció que su cobertura trascendería el mero registro de problemas e incluiría la pregunta por la solución de los mismos. Este “periodismo constructivo” resuena con el periodismo de soluciones estadounidense que, desde finales de los años noventa, explora formas de cubrir la formulación e implementación de respuestas eficaces a determinados problemas. Con una adición determinante: en The Correspondent los saberes y talentos de sus miembros son fundamentales para esta cobertura. “Nosotros no te vemos como un simple consumidor de noticias, sino como un experto contribuidor de experiencia”, reza su manifiesto.

Desde esta perspectiva, el reportero no le entrega conocimiento al público de forma unidireccional y mesiánica. Lo construye en conversación con él.

Debo reconocer que me inquieté la primera vez que escuché a Nicolás Vallejo, consultor creativo y cofundador de Mutante, enunciar que el nuestro era un proyecto de conversación social. Temía que la opinión reemplazara a los hechos, y que una multiplicidad de visiones y valores nos dificultara contar la verdad, que ya de por sí es la “función más simple y la más complicada del periodismo”, según Kelly McBride y Tom Rosenstiel, editores de The New Ethics of Journalism: Principles for the 21st Century.

No obstante, la conversación social era un concepto que evocaba la fuerza e inteligencia colectiva que buscábamos. Con ella queríamos convocar al mayor número de personas que se sintieran movilizadas por determinado problema, para escuchar cómo los había afectado personalmente, comprender sus causas y consecuencias y construir colectivamente herramientas informativas, investigativas y pedagógicas orientadas a contribuir con la solución de los mismos. En cuestión de semanas, en equipo, como siempre hemos trabajado, desarrollamos un modo de interactuar con el público que se convirtió en el mantra que repetimos a diario: hablar, comprender, actuar.

En El fin de los medios de comunicación de masas (2015), Jeff Jarvis define al periodismo como el acto de “ayudar a una comunidad a organizar mejor sus conocimientos de manera que pueda organizarse mejor […] y alcanzar sus objetivos”. En Mutante tenemos la hipótesis de que una porción significativa del público que hoy habita esta tierra que arde quisiera hacerle frente a las fuerzas visibles e invisibles que amenazan diariamente el bienestar de las personas, especialmente el de las más vulnerables, y de paso nuestra permanencia en el planeta.

Estamos lejos de descifrar cómo puede el periodismo contribuir a este objetivo, pero nos levantamos diariamente para explorarlo. Y como el pilar de esa exploración es la conversación, nos solemos encontrar con otro acertijo: ¿cómo construimos verdad entre públicos tan intensa y complejamente tribalizados?

Dice la ensayista Paula Sibilia que uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es la ausencia de un consenso moral colectivo. Nuestras sociedades, fragmentadas en tribus epistémicas, se encuentran a diario para batirse en duelos de moralidades, de los que no pareciera haber escapatoria. El resultado final de este agotador ritual público es la violencia simbólica o el silenciamiento. En los grupos familiares de WhatsApp ya no se habla de política –una tragedia, porque la política es la vida misma– y en Twitter visiones sensatas y racionales se baten a diario contra lo que Silvio Waisbord llama la “censura de la muchedumbre”.

Durante las primeras semanas del Paro Nacional de 2021 en Colombia[4], donde más de cuatro decenas de jóvenes manifestantes fueron asesinados por fuerzas policiales y civiles armados en todo el país, las consecuencias de este choque tribal se hicieron más evidentes que nunca. Pese a muchos matices, había dos grandes narrativas en disputa: aquellos adoloridos e indignados por la desmedida fuerza policial, y aquellos angustiados y desesperados por el bloqueo de las vías, el desabas­tecimiento en las ciudades y los daños provocados al mobiliario público. Para los primeros los muertos eran víctimas; para los segundos, vándalos.

Intuyendo que el choque entre estas burbujas podría estar generando problemas en nuestro público, preguntamos en nuestras redes:

¿Has sostenido conversaciones difíciles con tu familia y allegados durante estos días de Paro Nacional?

Las más de cien respuestas que recibimos por Instagram revelaron un panorama poco alentador: jóvenes expulsados de sus casas, parejas disueltas, exiliados de WhatsApp, padres que no se hablan con sus hijas, hijos que no se hablan con sus madres, la aniquilación de la conversación como mecanismo de supervivencia social y emocional.

Al mismo tiempo, entre esos mismos comentarios, había quienes sí estaban encontrando justamente formas y estrategias para llegar a ciertos consensos o al menos reconocerse en la diferencia. Recogimos esas experiencias y las publicamos en nuestros canales: una de ellas le escribió una carta a su mamá; otra propuso la lectura compartida de fuentes de información; una más señaló la importancia de buscar puntos en común, mientras a otra le funcionó dejar de usar calificativos y juicios de valor. La pieza fue ampliamente compartida, y numerosas veces nos dieron las gracias, una palabra que deberíamos buscar y medir con frecuencia cuando queremos determinar el impacto de nuestro trabajo.

En la práctica, la conversación social nos ha enseñado a nosotros algo que Sibilia plantea en la teoría: la necesidad de ir más despacio, desacelerar nuestros procesos de comunicación, dudar de nuestras certezas. “Habitar la duda”, como suele repetir Elizabeth Otálvaro, editora y cofundadora de Mutante. Honrar las preguntas, tratarlas como lo que son: una tecnología milenaria que nos permite encontrarnos con el otro, descubrirlo, entenderlo.

Alguna vez me reuní en Hamburgo, durante el Congreso Internacional de Periodismo Investigativo, con Branko Brki, editor de The Daily Maverik, un influyente medio digital sudafricano. No había comenzado a presentarle la conversación social, cuando me interrumpió de inmediato: “¿Y qué haces con los trolls, si te dejan conversar?”.

Me quedé atónito y algo avergonzado, porque en Mutante nos visitan muy pocos de ellos. Es muy probable que nuestro periodismo no incomode todavía lo suficiente como para atraerlos. Aunque también tengo otra hipótesis: en nuestras conversaciones digitales enunciamos muchas más preguntas que certezas.

Esto ha sido explorado en talleres presenciales por Spaceship Media, un proyecto que acompaña redacciones en diversas zonas de Estados Unidos, para fomentar diálogos entre miembros de su público alrededor de temas complejos y polarizantes como la tenencia de armas o el racismo policial. Sus talleres parten de una batería de preguntas orientadas a comprender el pensamiento del otro, no a transformarlo. Si bien esto tiene problemas, pues, de nuevo, no todo es relativo y el mundo sí hay que cambiarlo[5]; Spaceship ha logrado por lo menos plantear metodologías prácticas para complejizar las narrativas que tenemos sobre grupos sociales que defienden visiones antagónicas a las nuestras y reducir la hostilidad entre las diversas facciones que se encuentran en la esfera pública.

Del ejercicio de Spaceship también hay que rescatar una oportunidad que se está revelando en muchos proyectos que apuestan a la conversación y al relacionamiento con el público: la interacción uno a uno, incluso cara a cara. El fin de los medios de masa que sentencia Jarvis es a su vez el comienzo de medios humanizantes, donde la audiencia deja de ser un número y se convierte en un rostro, un nombre, un universo personal.

Nuestra editora de membresías y cofundadora, María Paula Murcia, me cuenta que su momento favorito de la semana se llama el Semanario, una franja todos los miércoles en la que se encuentra con los miembros a conversar sobre nuestra agenda o cualquier tema que ellos quieran poner sobre la mesa. Me dice que es un tiempo en el que se conecta con los mutantes, muchos de los cuales no se conocían entre sí antes de llegar a nuestro programa. Es un espacio de encuentro entre personas unidas por los problemas que las preocupan, donde hay incluso espacio para construir amistad.

Los programas de membresías también nos están dando una lección grande sobre los alcances de la comunicación social. Crecimos creyendo que el periodismo se hacía para un público masivo, lo demás era privado. Pero las comunidades que estamos construyendo al interior de muchos medios de nueva generación nos están revelando que la membrana entre lo público-masivo y lo privado-individual es porosa y compleja, llena de oportunidades para construir verdad en espacios público-privados, que por naturaleza tienen otro tono y temperatura, mucho menos hostil que los que padecemos en el campo de batalla de la gran esfera pública.

Es desde estos micropúblicos donde están configurándose las formas más emocionantes del periodismo mutante. A través de la organización de círculos de la palabra, hemos escuchado a nuestra comunidad hablar de problemas muy diversos que los afectan, desde el amor abusivo hasta el abuso policial. Y a través de grupos de WhatsApp configuramos redes y espacios de conversación sobre temas específicos, que a su vez se transforman en redes activas de recolección, distribución de información, creación e incluso incidencia.

Para nuestro último experimento, creamos una red de 750 jóvenes en tres países de América Latina para investigar el impacto que tuvieron las medidas tomadas durante la pandemia en su salud mental. Durante tres meses conversamos con ellos a través de WhatsApp y creamos un espacio de intercambio de experiencias muy difíciles que incluyó a las reporteras-moderadoras de cada grupo. Escuchar a la periodista Angélica Cuevas compartir con estos chicos y chicas lo difícil que fue para ella atravesar meses de ansiedad y estrés me conmovió. Nunca antes había sido testigo de un periodismo que se relaciona desde su vulnerabilidad para conectar con la vulnerabilidad de otros, y que construye una red que no solo informa e investiga con las personas, sino que se apoya y se acompaña.

¿Qué horizontes de futuro se abrirán cuando los periodistas reconozcamos que el pedestal desde el que creíamos estar hablando se ha evaporado? ¿Qué podemos construir y descubrir en complicidad con nuestro público? ¿Se vale crear? ¿Se vale investigar y controlar al poder? ¿Se vale educar? ¿Movilizarse? ¿Deconstruirnos? ¿Sanar?

Quienes queramos responder estas preguntas tendremos que hacer dos tareas. En primera instancia, actualizar nuestros códigos de ética periodística. En especial, diseñar lineamientos en los que podamos asumir un periodismo de causas o militante –sea este feminista, ambiental, de derechos humanos, anticorrupción– sin desacatar nuestro deber con el registro amplio, riguroso, justo y honesto de una realidad compleja.

El Instituto Poynter, que lleva varias décadas formulando y revisando un código ético modelo, hizo la tarea hace cuatro años y transformó sustancialmente sus tres pilares. El primero de ellos –busca la verdad y repórtala tan completa como puedas– se mantiene intacto. Los otros dos, en cambio, son significativamente mutantes y observar sus tránsitos nos permite comprender hacia dónde nos estamos dirigiendo.

Veamos el segundo de ellos. En el siglo XX, el instituto exhorta al periodista a “actuar independientemente” y “mantenerse libre de asociaciones y actividades que puedan comprometer su integridad y dañar su credibilidad”. En su revisión para el siglo XXI, Poynter relativiza el mandato de independencia y lo reemplaza por el mandato de transparencia. Según este, “el periodista debe mostrar cómo hizo la reportería y explicar por qué la gente habría de creer en ella”. Y, sobre todo: “articular claramente su enfoque periodístico, tenga este pretensión de independencia o se aproxime a la información desde un punto de vista político o filosófico”.

Igual de interesante y coherente es la mutación del tercer principio, que continúa indicando al periodista “hacer el menor daño posible”, pero ahora lo hace bajo un principio superior: “tratar a la comunidad como un fin en sí mismo, y no como un medio”. Así, la comunidad se vuelve corresponsable del ejercicio periodístico, que se enriquece por sus múltiples y contradictorias perspectivas. Se trata de un cambio de paradigma que desplaza los límites de la relación entre el periodista y su público, pero no los elimina, porque es justo ahí, en ese encuentro colaborativo con la comunidad, donde están presentándose algunas de las tensiones éticas más intensas de nuestro ejercicio.

Muchas comunidades feministas celebraron que Mu­tante lanzara, en octubre de 2018, una conversación digital alrededor de la violencia sexual contra las niñas en Colombia y que, desde entonces, esgrimiéramos una agenda comprometida con la eliminación de la violencia y la desigualdad de género. Sin embargo, cuando incluimos en una publicación sobre educación sexual la mirada de un grupo cristiano que se opone al aborto, cayó sobre nosotros de inmediato una lluvia de voces que nos condenaba por darle una ventana a los “antiderechos” y exigía su eliminación. Llevábamos tan poco tiempo al aire y estábamos tan poco preparados para esto que terminamos, en medio del pánico natural que produce el rumor de un linchamiento digital, eliminando la pieza. Lamento esa decisión, pues nuestro deber era conversar con nuestro público sobre nuestro proceso de toma de decisiones, por incómodo que nos parezca.

Como me advirtió Javier Borelli, expresidente de Tiempo Argentino y asesor de nuestro programa de membresías, cuando le conté que los mutantes tienen un lugar preponderante en la configuración de nuestra agenda: “No podemos perder de vista el criterio editorial en el periodismo, ese criterio es parte de los motivos por los que la gente se acerca. Si no, corremos el riesgo de transformarnos en parte de esa burbuja que como grandes y agudos periodistas le criticamos a las redes sociales”.

¿Cómo redefinimos ese límite? Y aún mejor: ¿cómo hacemos que la relación que se construya en ese límite sea una relación de valor, de tal manera que todo esto nos permita fortalecer nuestros modelos de sostenibilidad? Cuando escuché la advertencia de Javier, lo primero que pensé es que quizá la labor periodística hoy se parece en algo a la labor del terapeuta o del psicoanalista: nos pagan por generar comprensión y transformación, así muchas veces tengamos que estar en la incómoda situación de llevarle la contraria a nuestros pacientes.

Esa exploración del valor que generamos en clave de transformación es la segunda de nuestras grandes tareas. ¿Cómo le demostramos a nuestro público que lo que estamos haciendo tiene sentido? Proyectos como Propublica llevan la delantera en establecer indicadores para verificar el impacto periodístico. Sus matrices de evaluación incluyen variables claras como la citación de sus investigaciones en otros medios (agenda), la apertura de procesos institucionales como investigaciones penales o mociones de censura (incidencia), y otra serie de elementos que miden los efectos en la gran esfera pública.

Tenemos, en cambio, mucho menos claro cómo vamos a medir y registrar nuestro impacto en escalas menores: ya sea al interior de las comunidades o micropúblicos que conformamos, así como en los individuos que interactúan y conversan con nosotros o a quienes llegan nuestros mensajes.

En algún momento de 2019, recibimos un mensaje de una profesora de una escuela rural en el Caquetá, sur colombiano. La mujer nos envió fotos de sus alumnos en la escuela, trabajando dedicadamente en alguna de las cartillas de prevención que publicamos durante #HablemosDeLasNiñas, nuestra conversación sobre violencia sexual. Cuando, tiempo después busqué las fotos, no las encontré por ningún lado. Se extraviaron como se extravía hoy en día cualquier mensaje, porque simplemente no estás preparado para recibirlo y guardarlo.

Muchos en Mutante se burlan de mí y dicen que el mensaje solo existe en mi imaginación, pues nadie más recuerda haberlo visto. Yo les doy el beneficio de la duda, y les pido el mío a cambio. Pero, sobre todo, la anécdota nos ha ayudado a prepararnos y establecer mecanismos que nos permitan observar y recolectar esos impactos precisos que vamos teniendo en la vida de las personas sin que muchas veces lo sepamos. Impactos que hoy más que nunca deberíamos comunicarle a nuestro público. Quizá con esto contribuyamos a recuperar la fe en el periodismo.

* * *

[1] Quizá sea este un buen lugar para que nos detengamos a repensar nuestro apego por el concepto de “audiencia”. A falta de tiempo para inventar un nuevo lenguaje que reconozca su agencia, prefiero hacer eco a la elección de Jeff Jarvis, quien se refiere a las comunidades a las que estamos sirviendo como “público” o “públicos”.

[2] El eslogan exacto en inglés es “unbreaking news”, contrario al “break­ing news” que se refiere a las noticias de última hora de los medios tradicionales.

[3] Luego de su éxito en Holanda, The Correspondent buscó replicar el ejercicio con una versión en inglés a mediados de 2019, con el apoyo de Jay Rosen en la Universidad de Nueva York y 1,8 millones de dólares donados por varios fondos filantrópicos. La campaña de lanzamiento fue ampliamente publicitada y también batió récords: recaudó 2,6 millones de dólares entre 45 mil miembros de 130 países. Sin embargo, el proyecto tuvo un final poco grato. Primero, tuvieron que enfrentar un escándalo porque, contrario a lo que habían prometido, no abrieron una oficina en Estados Unidos, epicentro de la campaña. Un año y medio después, mientras escribo este ensayo (diciembre de 2020), he recibido un correo de The Correspondent que anuncia el cierre definitivo de su versión internacional por el alza de cancelaciones de sus membresías durante la pandemia. Entender qué ocurrió en este fallido experimento será fundamental para quienes queremos seguir explorando este tipo de modelos.

[4] Al cierre de este texto, Colombia sumaba 21 días de movilización social ininterrumpida, sin que su fin se viera a la vista.

[5] El Paro Nacional de 2021 es un ejemplo de este dilema. Durante nuestro cubrimiento del levantamiento social hemos recibido comentarios de varios seguidores que reclaman de nosotros “imparcialidad”, pues le damos más espacio a la denuncia de la violencia policial (asesinatos, desapariciones, violaciones, tortura, detenciones arbitrarias) que a los actos de violencia perpetrados por los manifestantes (destrucción de bienes públicos, linchamientos, agresiones sexuales, muertes causadas por el bloqueo de vías). En Mutante rechazamos todo tipo de violencia, pero nos resulta imposible mantenernos neutrales, cuando somos testigos de la violencia sistemática y desproporcionada de la fuerza pública o su complicidad con grupos de civiles armados, en contra de decenas de miles de jóvenes y otras poblaciones empobrecidas que han sido excluidas por décadas.

El acertijo que supone esta situación es avanzado: ¿qué hacemos con el Otro que no lo ve, no lo siente o no lo admite? ¿Cómo puede nuestro periodismo sensibilizar al insensible, al confundido, al desinformado? ¿Qué tipo de conversación debemos generar si queremos promover la reflexión y la transformación en estos públicos? Y no menos importante: ¿hasta qué punto la conversación con ese Otro puede ayudarnos a revisar nuestras certezas y complejizar nuestra propia noción de verdad?