Memorias de mi pene triste​

Después de sufrir disfunciones sexuales por varios años, el periodista Jorge Caraballo indaga sobre el origen de su trauma y las expectativas que lo limitan. Las anécdotas y reflexiones de este testimonio abren una conversación —a veces incómoda, a veces silenciada— sobre el precio que pagan los hombres por querer cumplir los estándares del macho, mientras se imaginan otras formas posibles de vivir la masculinidad.

Fecha: 2023-10-22

Por: Jorge Caraballo Cordovez*

Memorias de mi pene triste​

Después de sufrir disfunciones sexuales por varios años, el periodista Jorge Caraballo indaga sobre el origen de su trauma y las expectativas que lo limitan. Las anécdotas y reflexiones de este testimonio abren una conversación —a veces incómoda, a veces silenciada— sobre el precio que pagan los hombres por querer cumplir los estándares del macho, mientras se imaginan otras formas posibles de vivir la masculinidad.

Por: JORGE CARABALLO CORDOVEZ*

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“¿Quieres que te haga sexo oral?”, me preguntó Karen* desde la hamaca del lado. Ya los adultos se habían ido a dormir a la casa principal y nos dejaron a ella y a mí en el kiosko con la condición de cuidar a los niños, que habían caído profundos en dos hamacas cerca de nosotros.

¿Que si quería qué? Claro que quería. Acababa  de cumplir dieciséis años, era virgen, nunca me había sentido deseado por alguien y estaba obsesionado con tener sexo. No había nada que quisiera más. Pero las luces de la casa principal todavía estaban prendidas y aguanté. “Esperemos a que apaguen”, le dije, como si algo en mí sospechara lo que iba a pasar.

En ese momento atravesaba los años de metamorfosis adolescente en los que uno es el revés de la belleza: sufría de acné severo, tenía brackets, era flaco, encorvado, y mi pelo crespo quedaba ridículo cuando intentaba hacerme los cortes de moda. En general, la pasaba mal. Era doloroso verme en el espejo –¿cuántos barros caben en una cara, por dios?, ¿hasta cuándo voy a tener los dientes separados?, ¿por qué soy tan feo?–. Una parte de mí deseaba huir, esconderse mientras cambiaba. Me daba miedo que otros vieran la monstruosidad que yo veía: si me daba tanto palo en soledad, el juicio de los demás podía aniquilarme. Siempre me hacía atrás en las fotos, me tapaba la boca cuando reía, y antes de salir dedicaba al menos una hora a maquillar grano por grano con una crema color ladrillo. Pero así como quería esconderme, también quería calle, quería mundo. Llevaba tres años matándome a pajas y fantaseando con sexo. Varios de mis amigos ya habían tenido experiencias sexuales y alardeaban de ellas en el grupo: yo me sentía como el perro junto al que los humanos tienen sexo sin pudor, echado a un lado de la cama, suspirando resignado. Por suerte, eso estaba a punto de cambiar. 

Ahí estaba yo en la hamaca, listo para cumplir mi deseo gracias a Karen. La conocí ese día cuando llegué a la finca de unos amigos de mi mamá. Éramos los únicos adolescentes del paseo y estuvimos la tarde en la playa jugando voley y partiendo olas mientras conversábamos. En la noche nos alejamos del grupo y me empezó a hablar de sexo con una naturalidad que me sorprendió. Hasta ese momento las mujeres solo eran objeto de mi imaginación, y me excitó descubrir que podían tener la iniciativa. Yo le pregunté de todo, hasta que después de un rato de insinuaciones ella me hizo la pregunta directa: ¿Quie-res-que-te-ha-ga-se-xo-o-ral?

De pronto apagaron las luces de la casa y empezamos. Karen se sentó en una silla plástica entre las dos hamacas. No se veía casi, pero yo me paré frente a ella, me bajé la pantaloneta, ella me agarró los glúteos, acercó mi pene erecto a su boca y lo empezó a besar. Lo primero que sentí fue que me caía. Me temblaban las piernas de placer. Era delicioso tener que ahogar los gemidos para que no se dieran cuenta. Era delicioso sentirla disfrutarme. Yo tenía las manos en su pelo y me encantaba el olor a mar con champú de finca. En ese momento dejé de ser el adolescente feo e inseguro (y no porque estuviera oscuro). Ella bajó mis manos a sus tetas y después abrió las piernas para que la tocara. No había fantasía que pudiera prepararme para eso. 

Así seguimos un rato, hasta que después de unos minutos me pasó algo inesperado: sentí una gratitud parecida al amor y me incliné para darle un beso en la cabeza mientras ella me seguía chupando abajo. Y justo en ese instante, en esa conexión, se fue todo a la mierda. De repente una linterna me apuntó a la cara desde la casa principal. Era el dueño de la finca, un macho costeño aficionado a la cacería, esposo de la amiga de mi mamá. Lo vi vernos desde su ventana y su aparición me hizo eyacular del miedo. En los segundos que demoró él en abrir la puerta y venir al kiosko, Karen y yo saltamos cada uno a su hamaca. Yo estaba petrificado, con el pipí pequeñito como una roncha y unas ganas terribles de vomitar. Escuchaba al hombre resoplar mientras se acercaba. 

¿Será que pensó que estaba haciendo algo con su hija, una de las niñas que seguía dormida en otra de las hamacas y que nosotros debíamos estar cuidando? ¿Será que me va a humillar al frente de todo el mundo? ¿Por qué hice esto? ¿Por qué putas hice esto? Él se quedó un rato junto a mi hamaca en silencio, furioso. Hasta hoy nunca he sentido tanto miedo hacia otro hombre. Al final no hizo ni dijo nada y se devolvió a la casa, pero en vez de sentir alivio me dio todavía más angustia. ¿Ahora qué va a hacer? Hubiera preferido el castigo en ese instante en vez de la ansiedad con la que me dejó. Y había un detalle que me atormentaba. Durante la cena, él me había invitado a salir de cacería al amanecer. Entonces, sí o sí, tenía que presentarme ante él en unas horas. Cuando se fue, Karen se rió suave, como si hubiéramos salido ilesos del peligro. “¿Seguimos?”, me preguntó. Yo me hice el dormido. La detesté.

No dormí nada. Cuando empezó a aclarar el día, cogí papel higiénico y me agaché a limpiar el pegote de semen que dejé en la silla y en el piso. Luego, con las güevas en la garganta, fui al parqueadero, donde habíamos acordado encontrarnos. Él ya estaba ahí: sentado en el volco de la camioneta con la escopeta en la mano. Me fulminó desde arriba con la mirada. Arrastré los pies y me senté en silencio al frente suyo. El conductor prendió el motor y empezó la cacería. Él no me dirigió ni una palabra en todo el camino y yo permanecí inmóvil para que no recordara que estaba ahí y que podía ponerme en la mira como a un pavo más.

Cuando volví a la finca me senté a desayunar solo. Karen se acercó como si nada hubiera pasado. “¿Quieres que tengamos sexo esta noche?”, susurró. Yo la miré y no respondí. Esta mujer me quiere hacer matar, pensé. Yo ya no quería sexo, solo quería huir. Al final, el cazador se encargó de que Karen regresara a la ciudad ese mismo día, mucho antes de lo planeado. Nunca volví a saber de ella, nunca volví a saber de él, nunca volví a la finca, pero esa experiencia ha sido definitiva en mi vida. Con ella empezaron mis disfunciones sexuales y mi ansiedad, pero también –hace poco– el deseo de encontrar otra forma más consciente de ser hombre.

*

En el libro The Will to Change: Men, Masculinity, and Love, la autora estadounidense bell hooks explica la paradoja en la que nos sentimos atrapados tantos hombres. Necesitamos amor e intimidad, necesitamos rendirnos, sentirnos seguros siendo vulnerables, y la sexualidad es el entorno ideal para eso. El sexo con otra persona –donde uno integra y expresa sus muchas partes– puede ser sanador y liberador, puede ser el momento en el que la energía fluye sin bloqueos, en el que nos bajamos de la mente y simplemente somos. Pero nadie nos habló de eso en la adolescencia. Nos educamos creyendo que el sexo es una prueba, una manifestación de poder. Es tanta la presión por demostrar el valor propio acostándose con una mujer, o mejor dicho, es tanta la presión por probar a través de la sexualidad que uno puede “tener” a una mujer (o a otro hombre), que la preocupación principal no es conectar, ni abrirse, ni dar nada a cambio: la preocupación es demostrar. Yo, que había sido interrumpido cuando estaba con Karen, necesitaba urgente otra oportunidad para probarme.

Johana era amiga de Garzón, mi mejor amigo del barrio. Estudiaban juntos en el colegio. “Te voy a presentar a la vieja que te vas a comer”, me dijo él mientras íbamos en taxi a una fiesta de fin de semana. Ella, como yo, tenía brackets, acné y el aire inseguro de quien está exponiéndose más de lo que quiere. No me atraía, pero terminamos tomando y besándonos junto al salón social del edificio. A la semana siguiente, Garzón me dijo que ella quería “dármelo”, acostarse conmigo. Entonces una tarde, con la excusa de hacer un trabajo de colegio, ella fue a la casa de él y él la llevó a la mía. Conversamos un rato hasta que él se despidió para dejarnos solos. Ella se quedó esperándome en la terraza, y yo acompañé a Garzón a la puerta para avisarle algo. Habíamos acordado en secreto que yo escondería una cámara en la habitación donde iba a estar con ella, y que después le pasaría a él el video (veíamos porno todo el tiempo, ¿por qué no hacerlo?). Pero no iba a funcionar: la cámara estaba mala. Entonces, se me ocurrió algo. “¿Qué tal si en vez de grabar nos mirás en vivo?”, le dije. “Escondete en el clóset y nos ves desde las rendijas”. Y eso hizo. Cuando ya estaba escondido, llevé a Johana a ese cuarto, me acosté con ella en la cama y empezó la función.

Fue igual de espantoso a la noche de las hamacas, pero con una variación. Yo sabía que me estaban observando y pretendí que no me importaba. Empecé a hacer todo lo que se suponía que debía hacer: le quité la camisa, le toqué las tetas, le besé el cuello. Pero pasaba algo: no se me paraba. ¿Qué será?, pensé. Entonces metí mi mano debajo de su falda, le corrí los calzones y empecé a tocarla. Pero no se me paraba. Empecé a exagerar más todo, a lamer más, a tocar con más fuerza. Y nada. Ella no parecía excitada, estaba boca arriba con los ojos cerrados y la respiración tranquila. Me empecé a desesperar. Estaba encartado: yo no lo estaba disfrutando, la cosa no iba para ningún lado, y Garzón ahí atrás observando el fracaso. Si tener sexo era la manera de probarnos hombres, yo definitivamente no lo era. Llegó un punto en que me angustié tanto que rogué en silencio para que me sacaran de ahí. Y ocurrió. A Garzón –que llevaba diez o quince minutos en posición fetal en el clóset– le dio un calambre en la pierna, y cuando trató de reacomodarse se le vino toda la ropa encima. Johana se asustó con el ruido, abrió los ojos y supo de inmediato. Se levantó, abrió la puerta del armario y encontró a mi amigo –a su amigo– enterrado en pantalones y correas, pálido y con una mueca nerviosa. Salió del cuarto sin decir nada, cogió su morral y se fue de la casa. Él y yo nos miramos, más avergonzados por haber sido descubiertos que por haber hecho lo que hicimos. Johana, por supuesto, no me volvió a hablar, pero Garzón y ella siguieron siendo amigos. Esas vacaciones, a Johana le quitaron los brackets, se puso prótesis en las tetas, y él terminó teniendo sexo con ella en un matorral de la cuadra donde antes nos escondíamos a fumar. Él sí pudo, yo no.

He vuelto a esta escena una y otra vez en terapia. Me interesaba principalmente por las consecuencias directas que tuvo. Desde ese día mi obsesión por tener sexo se ligó a un pensamiento tormentoso: no se me para. Mi mente adolescente excluyó todas las demás variables de lo que había ocurrido y se quedó solo con ese fantasma: no se me para. Terrible. Cada vez que me imaginaba a punto de tener sexo, aparecía esa imagen vergonzosa de no tener una erección. La reacción física a esos pensamientos era que se me encogía el pene y quedaba chiquito chiquito, como cuando me sorprendió el cazador. Entonces, me masturbaba cada vez que podía para probar que sí, que sí se me paraba. Obsesión y compulsión para dummies. Como era un pensamiento recurrente, sobre todo si estaba cerca de mujeres que deseaba, vivía asustado y con el pipí encogido. 

Un día en el colegio unas amigas estaban hablando de quiénes de nosotros lo tenían grande: ellas sabían porque se nos forraba en la sudadera de educación física. Cuando llegaron al veredicto sobre el mío me dijeron: usted lo tiene muy chiquito. “Pipichito”, dijeron cagadas de la risa, haciendo referencia al tamaño de los chitos, un snack de maíz más corto que el dedo corto del pie. Yo no lloré cuando dijeron eso, pero mi pene sí. Inconsolable.

*

Todos esos eventos –y otros que no vale la pena contar– condicionaron mi vida sexual. Después, con mi primera novia, tuvieron que pasar casi tres meses antes de que se me parara y pudiéramos tener sexo. Fue un suplicio. Yo juraba que me iba a echar por mi impotencia. Pero ella se lo tomaba con humor –tenía una vida sexual activa desde hacía años– y disfrutaba genuinamente estar conmigo de otras maneras. Una noche, desnudos en su apartamento, con mi pipichito encogido, ella hizo magia. Me miró a los ojos y me dijo: olvídate de Jorge, hoy eres otro. No recuerdo si me asignó el rol de un celador o de un pirata, pero nos metimos en los personajes y terminamos teniendo sexo delicioso. Me sacó de mí para encontrarme. 

Desde ese día tuvimos sexo sin problema, sexo en todas partes, a toda hora. Por fin estaba viviendo lo que había deseado por años. Hasta que unos meses más tarde quedó en embarazo, y con el aborto se enfrió la relación. Cuando terminamos –a mis 18 años–, el fantasma seguía ahí, y cada vez que iba a estar con una mujer por primera vez sufría por no tener una buena erección. Así pasaron un par de años de mi vida, triste porque no podía acostarme con las que me quería acostar y, por supuesto, como buen macho, fingiendo públicamente que tenía una sexualidad pirotécnica. Ya había pasado la metamorfosis adolescente, era bonito (a mi manera), inteligente, con buen sentido del humor. Estaba en la universidad, me sentía deseable y deseado, pero se me arrugaban las bolas cuando una mujer quería estar conmigo porque en el fondo temía que la fuera a decepcionar. Podíamos tener sexo, pero no era el sexo rico que tenía con mi primera novia: no me podía relajar, tenía que disimular mi vergüenza porque no se me paraba, o si se me paraba me venía rápido por miedo a perder la erección.

Solo cuando me enamoré por primera vez –tenía 20 años– decidí ir a terapia. Ya no podía solo con tanta ansiedad. Y sobre todo, ya no quería más mal sexo. Ahí empezó una montaña rusa. Periodos donde la sexualidad era intensa y expansiva, seguidos por otros en los que me moría del susto por abrirme tanto. Como no podía predecir ni controlar el resultado de los encuentros sexuales, muchas veces preferí evitarlos.

Tuvieron que pasar muchos años de terapia y relación en pareja para darme cuenta de que mi sentido del ser, mi amor propio, había estado en función de si tenía buen sexo o no. Y que lo que yo consideraba “buen sexo” estaba definido por lo que aprendí en mi adolescencia: erección, penetración, duración y eyaculación. Puro performance. Puro yo yo yo. El problema, me di cuenta, no era quedarme corto ante esa expectativa, sino reducirme a ella: asociar el sexo con una evaluación y no con una oportunidad de rendirse al momento, jugar, conectar. Yo juraba que mi caso era una excepción, que si tenía disfunciones sexuales tan joven era por las particularidades de mi historia. Pero después supe que no me pasaba solo a mí, que somos muchos los hombres que no tenemos sexo satisfactorio por estar atrapados en miedos, rabias y expectativas sistémicas. Los síntomas varían, hay quienes jamás han tenido un problema con su erección, pero son incapaces de conectar emocionalmente con sus parejas, o que apenas conectan se cagan del susto y escapan, o quienes solo pueden tener sexo sin intimidad, o son porno dependientes, etc., etc. 

Separar mi valor y mi identidad del desempeño sexual ha sido el trabajo espiritual de los últimos años. Y no basta con ser consciente del conflicto psicológico: el macho vive tanto en las ideas como en el cuerpo. Uno de mis sueños recurrentes ha sido que entra alguien a la habitación donde estoy teniendo sexo. A veces para regañarme, otras veces para hacer algo tan trivial como ponerse medias. Pero el resultado siempre es el mismo: interrumpe el placer y me deja vacío y molesto. El significado es claro: los momentos en que he sufrido la sexualidad es porque la he puesto en función de una mirada externa: ¿será que lo estoy haciendo bien? ¿Qué van a decir de mí si descubren mi miedo, mi impotencia? ¿De dónde saldrá el peligro esta vez? Y mientras esa voz evalúa el momento a gritos, todo en mí se retrae como una tortuga cuando viene el aguacero. 

Digo que es un trabajo espiritual porque después de ensayar varios tipos de terapia —desde la típica cognitiva conductual, ensueños dirigidos junguianos o retiros psicodélicos— entendí que lo que está en la raíz del trauma es una ignorancia profunda de mí mismo. El machismo es una ideología que bloquea el autoconocimiento, que disocia, y creo que no se puede desenredar con más mente. Me ha servido mucho entender las expresiones psicológicas del macho en mí, pero ha sido aún más sanador buscar maneras de volver a conectar con el cuerpo, de explorar con curiosidad el rango amplio de sensaciones y experiencias más allá de mis condicionamientos. El macho quiere entender para controlar, para evitar ser presa, pero así es imposible relajarse, quitarse del camino y permitir que uno sea lo que es. Mientras actúo desde ahí, el placer es comprimido, limitado, con sordina. 

Amo y soy amado por una mujer que vive la sexualidad como el origen de lo sagrado. Ha sido mi aliada para sanar y descubrir otras formas de ser hombre. A través de su amor he reconocido mi belleza, esa que cuesta tanto ver cuando uno se identifica desde niño con un sistema que le repite y le repite que nunca es suficiente, que siempre está en falta. Ella me ha ido introduciendo al tantra, y desde hace un tiempo tratamos de evitar cualquier guion durante nuestros encuentros, de no imponer expectativas, de no dar menos de lo que somos. El sexo se ha vuelto un juego, una celebración, un templo. Somos principiantes en este camino, y ahí vamos, asombrándonos con esa energía y dándonos cuenta de que el deseo y el gozo también piden disciplina y devoción. La sexualidad es la fuente principal de la energía creativa, y así como es generosa dando universos, también necesita cuidado y atención. 

Estos aprendizajes recientes no significan que me haya “resuelto”: muchas veces después de experiencias de expansión sexual vuelve a aparecer la voz del macho a reclamarme lealtad. Y cuando pienso en cómo desmarcarme definitivamente de la mirada externa, en cómo desmontar del todo esas ideas machistas en las que lo educan a uno desde que nace hombre, llego a un límite de mis competencias. Ahí es donde siento que el trabajo terapéutico de los hombres se tiene que volver colectivo. Si no fuera por eso, tal vez nunca habría escrito esto.

Una posible solución es que haya más intimidad entre nosotros. Que entre hombres nos desnudemos y mostremos las heridas, que entendamos juntos cómo nos ha lastimado individualmente este sistema. Sabemos bien cómo hemos lastimado a la mujer, y parte de la responsabilidad de cada uno es reparar lo que pueda reparar. Pero si de verdad queremos sanar y empezar a sacudirnos el patriarcado, me parece necesario observar juntos cómo nos ha fallado ese sistema a nosotros mismos y preguntarnos si de verdad estamos dispuestos a seguir pagando la ilusión de poder con soledad, dolor y sexo superficial.

Con esa invitación quiero terminar esto. El mal sexo ha sido mi medicina. Si no fuera por lo frustrante que ha sido, tal vez me habría conformado con la sexualidad comprimida que ofrece el machismo. Pero un pene triste es imposible de ignorar. Me avergonzaba hablar de esto porque pensaba que era un sufrimiento individual, pero ahora creo que expresarlo abiertamente puede servir para empezar una conversación donde nos sintamos vistos, acompañados, presentes. 

Necesito hablar con más hombres sobre esto. Me encantaría si algunos se animan a hacerlo. Pueden contarme, a través de las redes sociales de Mutante o de mi newsletter, cómo resuena en ustedes lo que conté, compartir este texto con amigos que tengan preguntas similares, o recomendándome lo que sea que les haya ayudado a explorar mejor estas aguas. Quizás, si hay suficiente interés, podemos organizar un Zoom entre varios para volverlo conversación y ver a dónde nos lleva. Soy consciente de que gestos como publicar esto, o reunirse a hablar del patriarcado, podrían quedarse en un performance, es un simulacro de honestidad para que todo siga igual. Es un riesgo, sí, pero espero que entre todos nos cuidemos de que no sea así.

Y, por supuesto, también quiero saber cómo aterriza esto en las mujeres, las víctimas principales de este sistema. Espero que historias como la mía, aunque quizás revivan el dolor que han sufrido, ayuden a entender mejor el círculo vicioso en el que estamos atrapados y encontremos formas de desarmarlo juntos. 

Gracias por leer hasta acá.

Jorge

*Periodista. Trabajó varios años en Radio Ambulante, y ahora se dedica a afueradentro, su newsletter y podcast personal. Este artículo fue publicado originalmente en ese boletín.

**Por supuesto cambié los nombres de los personajes. 

Gracias al querido Jorge Villalonga por leer y regalarme el título.