Los árboles que borran la sabana: la colonización ‘verde’ del Vichada

En los Llanos Orientales ocurre una de las transformaciones ecológicas más grandes de Colombia: miles de hectáreas de sabana han sido convertidas en monocultivos de eucalipto y acacia. Este negocio “verde” está sembrado sobre la acumulación de tierras y el despojo a comunidades indígenas.
Fecha: 2025-06-09
Por: Juan Manuel Flórez Arias
Fotografías:
Jorge Luis Rocha
Fecha: 2025-06-09
Los árboles que borran la sabana: la colonización ‘verde’ del Vichada
En los Llanos Orientales ocurre una de las transformaciones ecológicas más grandes de Colombia: miles de hectáreas de sabana han sido convertidas en monocultivos de eucalipto y acacia. Este negocio “verde” está sembrado sobre la acumulación de tierras y el despojo a comunidades indígenas.
Por: JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS
Fotografías:
Jorge Luis Rocha
*Este contenido integra el especial No es bosque, es despojo: La colonización ‘verde’ de los Llanos Orientales, de Mutante, La Liga Contra el Silencio y Runrun.es.
Graciliano Fonseca vivió 40 años en los Llanos Orientales sin ver jamás un eucalipto. Hasta que, en 2020, una empresa privada plantó miles de esos árboles de origen australiano en la tierra en la que vive su comunidad. En dos años, los eucaliptos ya medían más de cinco metros, mientras los pequeños árboles de mango que él había sembrado seguían sin crecer. “Esas son matas científicas, me sorprendieron”, dice. No se equivoca. Son eucaliptos modificados genéticamente para desarrollarse más rápido que cualquier árbol nativo del Vichada.
La llanura con árboles diversos como congrios y chaparros fue sustituida por una pared de árboles idénticos que tapó el horizonte. Los niños más pequeños de la comunidad indígena de Wasapana Dagua, a la que pertenece Graciliano, a tres horas por tierra de la capital Puerto Carreño, apenas tienen recuerdos de cómo se veía la sabana antes de los eucaliptos. “Crecieron delante de nosotros”, dice Cristian, de once años.
Cristian tenía siete cuando los ingenieros llegaron a tomar medidas para la plantación, en febrero de 2020. En sus chalecos estaba grabado con letras verdes el nombre de una empresa de Medellín: Inverbosques. Es una de las protagonistas del auge de la industria forestal en Vichada. En pocos años, los eucaliptos y las acacias de origen australiano han redefinido el paisaje del segundo departamento más extenso de Colombia.
Las plantaciones de estos árboles en las sabanas del Vichada abarcan 115.000 hectáreas, más de dos veces el área urbana de Bogotá. “Es una de las transformaciones ecológicas más grandes de Colombia, solo comparable tal vez a la pérdida de selva húmeda tropical en la Amazonía”, explica Sergio Estrada Villegas, ecólogo y profesor de la Universidad del Rosario.
No solo ha cambiado el ecosistema, también la propiedad de la tierra. Durante los últimos 30 años, los discursos oficiales han presentado al Vichada como un espacio vacío, a la espera de ser llenado por el capital. “Una tierra plana, sin piedra, con agua y sin montaña”, dijo el expresidente Álvaro Uribe en un discurso en 2003. Una tierra —agregó justo después— que podía colonizarse “sin el obstáculo ecológico de llegar con un hacha” porque no había siquiera árboles para cortar.
Esa visión, impulsada por los bajos precios de la tierra, fue la que atrajo a los inversionistas de las plantaciones de eucaliptos y acacias. Su idea original era cortar los árboles y exportar la madera. El camino más rápido es a través del río Orinoco, que separa a Vichada de Venezuela y continúa su curso por ese país hasta el mar. Esa fue la ruta que propuso en 1999 el Consejo Regional de Planificación de la Orinoquía. El plan, sin embargo, dependía de la relación entre los dos países. Las tensiones políticas con Venezuela en las últimas décadas dejaron a los empresarios con las plantaciones sembradas, sin saber qué hacer con ellas.
“En 2015 estábamos en un momento crítico en el que nos preguntamos qué íbamos a hacer con esa madera”, dijo Natalia Quevedo, la gerente de Inverbosques, en una entrevista con Mutante.
Los negocios ambientales fueron la respuesta. En medio del interés mundial por opciones para contener la crisis climática, los hasta entonces inversionistas de la madera descubrieron en esas plantaciones un tesoro verde. Varias empresas se volcaron a la generación de energía con la madera de los árboles, como una forma de reemplazar los combustibles fósiles como el petróleo.
En 2021, el Grupo Santo Domingo, uno de los cinco más ricos de Colombia, inauguró en Puerto Carreño, capital del Vichada, una planta de energía a partir de la madera de las plantaciones. El principal proveedor de la planta es Forest First, una empresa estadounidense con 14.000 hectáreas de eucaliptos sembradas en Vichada (para profundizar en este tema, puedes leer el artículo “El negocio ‘verde’ de los Santo Domingo dejó a oscuras a la capital del Vichada”).
Al principio, Inverbosques consideró entrar también al campo de la generación de energía. Pero, según la gerente Quevedo, encontró una opción más rentable. Desde 2017, la empresa antioqueña se dedica a vender bonos de carbono: un mercado en el que empresas contaminantes, como grandes compañías petroleras, pagan para compensar sus emisiones de CO2. La ganancia de Inverbosques comenzó a depender de dejar los árboles plantados, sin cortarlos, y recibir recursos de estas empresas extranjeras.
“Salimos al mundo a ofrecer que el Vichada podía convertirse en la segunda Amazonía”, dijo Natalia Quevedo.
“Salimos al mundo a ofrecer que el Vichada podía convertirse en la segunda Amazonía”
Pero esa Amazonía artificial está sembrada sobre predios de origen baldío: tierras que el Estado debe adjudicar a sus ocupantes históricos o a personas sin tierra. En Vichada, son sitios habitados desde hace siglos por comunidades indígenas como la de Wasapana, que quedaron excluidas y despojadas en medio de la fiebre de compra de tierras de las últimas dos décadas.
La ley en Colombia establece límites a la adquisición de tierras de origen baldío para evitar su acaparamiento. A este límite se le llama Unidad Agrícola Familiar (UAF). En la zona del Vichada en la que Inverbosques tiene sus plantaciones, el tope es de 1.293 hectáreas. El proyecto de esta empresa, sin embargo, ocupa 104.000 hectáreas, según reportó en un informe público de 2024.
La explicación de la gerente Natalia Quevedo es que solo se dedican a gerenciar la siembra y el mantenimiento de las plantaciones, y que las tierras donde están plantados los árboles les pertenecen a personas de la región o a inversionistas extranjeros. “Inverbosques solo es dueño de un porcentaje en dos fincas: El Paraíso y La Fortaleza”, dijo Quevedo al principio de la entrevista.
Su primera versión omitió que los accionistas de Inverbosques y sus familiares han comprado a título personal, o a través de segundas empresas creadas por ellos, muchas de las tierras en las que hoy están las plantaciones.
Mutante rastreó los 106 predios que conforman el proyecto de Inverbosques, según la información de su página web. A partir de la información pública de la Superintendencia de Notariado y Registro, encontró que al menos 31 predios fueron comprados por accionistas de la empresa, familiares de estos o accionistas de su empresa filial Apiarios Inverbosques. En tres ocasiones los predios fueron vendidos luego, de acuerdo con los certificados de tradición de los terrenos, mientras que 28 siguen bajo posesión de los accionistas o personas vinculadas a la empresa.
Red de relaciones de inverbosques con 28 predios de origen baldío en los LLanos Orientales. Entra aquí para verla en pantalla completa.
“En ningún caso un accionista tiene más de 1.293 hectáreas”, respondió Natalia Quevedo al ser consultada por este patrón de compra de tierras. Agregó que adquirieron porcentajes de las fincas, no los predios completos, y que está permitido mientras ninguno de los accionistas o sus familiares supere el límite de la Unidad Agrícola Familiar. “Ahí no hay acumulación. Son personas jurídicas y naturales diferentes. Sí compartimos algo en común, que es tener un proyecto forestal que produce bonos de carbono”.
Ese proyecto en común suma 22.261 hectáreas: el área total que ocupan los 28 predios de origen baldío en posesión —en algún porcentaje— de familiares o accionistas de Inverbosques y su filial Apiarios Inverbosques. La tierra acumulada por todas las compras particulares equivale a 17 veces el límite de la Unidad Agrícola Familiar.
“En este caso hay claramente un control de la tierra de origen baldío a través de figuras jurídicas sofisticadas”, señala Mónica Parada, investigadora del Observatorio de Tierras, una red de expertos que estudia asuntos agrarios.
La concentración de la tierra para plantar árboles ha sido una ruptura con la propia geografía e historia de los Llanos Orientales. “Un espacio demasiado grande para la experiencia individual”, como lo describió el antropólogo Francisco Ortiz, donde los indígenas resistieron a las colonizaciones, a las misiones religiosas y muchos vivieron como nómadas hasta la década de 1960. El paisaje de los eucaliptos y las acacias está plantado sobre la conquista de ese mundo.
La tierra conquistada
María Elena Barbosa llegó hace cincuenta años al Vichada con la promesa de un nuevo mundo. Durante su infancia en Paz de Ariporo, Casanare, había escuchado historias de esa tierra tan al oriente que pocos conocían: “El Vichada, eso era una fama, otra cosa”. Cuando se casó, ella y su esposo vendieron lo que tenían en Casanare y viajaron para comprobar qué había en ese lugar.
Se encontraron con la vista: con un horizonte casi ininterrumpido. “Esto era un solo banco de sabana. No había casi árboles. Solo indígenas. Era muy rara la finca de blancos que había”, recuerda María Elena. Ellos fueron unos de los primeros en llegar, en la década de los setenta.
Compraban fincas a otros colonos, vivían un tiempo en ellas y luego las vendían. Se movían por ese espacio inmenso a partir de pequeñas transacciones de propiedad. Pero mientras para ella y los colonos se abría un mundo nuevo, otro desaparecía para los indígenas del Vichada.
“Esta tierra es de nosotros”, solía decirle su padre a Pedro Nel Asunción, habitante de la comunidad indígena de Wasapana. No era una posesión estática. Se poseía el suelo que se pisaba y el horizonte que alcanzaba a verse. En su juventud, Pedro Nel fue testigo de cómo las cercas de los colonos empezaron a imponer fronteras sobre la llanura.
El propio nombre del terreno en el que vive su comunidad, y en el que ahora está la plantación de eucaliptos de Inverbosques, es un vestigio de esa primera colonización. El predio se llama “Mientras me acomodo”. Antes de ser el nombre legal con el que aparece en los registros de propiedad, fue la excusa que puso un colono para ocupar las tierras indígenas de Wasapana.
“Así llegaban los blancos antes. Decían: ‘déjenos hacer a un ladito, mientras yo crío unas gallinas. Mientras me acomodo’. Hasta que se acomodaban del todo”, cuenta Pedro Nel.
“Así llegaban los blancos antes. Decían: ‘déjenos hacer a un ladito, mientras yo crío unas gallinas. Mientras me acomodo’. Hasta que se acomodaban del todo”
Junto a él, caminamos por la comunidad de Wasapana: una veintena de casas sobre la sabana cerca del río Orinoco, al noreste del Vichada, conformada por familias de los pueblos Amorúa y Sikuani. Al fondo, los eucaliptos se imponen en el horizonte como una muralla verde. Detrás de la plantación, oculta por los árboles, hay una roca de 70 metros de alto. La piedra hace parte del escudo guayanés —una formación rocosa propia de la Orinoquía colombovenezolana— y tiene grabada en ella petroglifos y pinturas rupestres elaboradas por indígenas hace unos 1000 años.
Están tallados los venados, que siempre vuelven a la tierra en la que han comido. También el hombre sanguinario al que los chamanes antiguos convirtieron en un murciélago, cautivo para siempre como una pintura sobre la roca, que recibe su nombre por ese dibujo: Piedra Murciélago. En esas formas, Pedro Nel ve las huellas de su pasado. La prueba de que los indígenas estaban en esa tierra antes de la llegada de las cercas de los colonos y mucho antes de los monocultivos de árboles.
“Esos dibujos cuentan el futuro”, explica. “Ahí están pintados los gigantes. Son esos árboles. Los antiguos anticiparon que nos íbamos a enfrentar a ellos. Y nosotros somos los venaditos que siempre regresan”.
La vida de Pedro Nel, de 65 años, ha transcurrido bajo los presagios de esa roca milenaria. Desde su juventud vive en ese terreno, nombrado por los indígenas como Wacimal. Es uno de los tres asentamientos en la orilla del río Orinoco que conforman la comunidad de Wasapana.
La historia de Pedro Nel puede contarse paralela a la historia de esa tierra, a través de la lista de los nombres de las personas que han ocupado el territorio de Wasapana antes de la llegada de la plantación de Inverbosques en 2020. Ana María Mocho en los años setenta, Carlos Mancera en los ochenta, Juan José Niño en los noventa.
Pedro Nel convivía con ellos. A veces trabajaba en sus fincas o les dejaba pasar su ganado por las tierras indígenas. Establecieron fronteras solo con palabras. Mientras Pedro Nel confiaba en esos acuerdos, los colonos se dedicaron a legalizar en papel su propiedad sobre la tierra.
En 1998, el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), encargado de otorgar títulos de tierras baldías, le adjudicó el predio “Mientras me acomodo” a Juan José Niño Gómez. Pedro Nel no lo supo inmediatamente, pero desde ese momento la tierra en la que había vivido con su familia casi toda su vida pasó a ser propiedad privada.
“Ellos se movían más rápido. Nosotros no podíamos viajar a Villavicencio —en aquel entonces, la ciudad más cercana que tenía oficinas del Incora, a más de 1.000 kilómetros de distancia por caminos sin pavimentar—. Ellos cogían un carro o llamaban por teléfono”, cuenta Pedro Nel.
El reclamo por la tierra de los indígenas del Vichada estuvo limitado, desde un inicio, por la dificultad de atravesar físicamente el espacio inmenso de los llanos. También por la prioridad que el Estado le dio a los colonos sobre los indígenas.
En 1998, poco después de que adjudicaran el predio “Mientras me acomodo”, la comunidad de Wasapana hizo la primera solicitud al Incora para constituir allí un resguardo indígena. La petición la envió Elías Malpica, el líder de uno de los asentamientos en los que estaba dividido el territorio de Wasapana. Mientras Pedro Nel tenía su caserío en Wacimal, la familia de Chipiaje vivía río abajo, en las sabanas cerca del caño Dagua.
Durante 20 años el Estado ignoró la petición de constitución de resguardo en Wasapana. En ese tiempo, muchas de las tierras reclamadas por los indígenas fueron tituladas a personas ajenas al Vichada. Fue el caso de los predios “Jean Pool”, “Gran Lucerito” y “La Esmeralda”, adjudicados en 2010 a colonos provenientes de Ibagué. La tierra de Wasapana se llenó de cercas de las nuevas propiedades, mientras las peticiones de los indígenas acumulaban polvo en las oficinas de tierras.
“Lo que ocurrió en ese caso, como en muchos otros en Vichada, fue la legalización de lentos y diversos procesos de despojo a los pueblos indígenas”, señala Julio Arias Vanegas, profesor del Instituto Pensar de la Universidad Javeriana.
Entre 2006 y 2016, el Estado adjudicó 2.454 predios de origen baldío en Vichada. Esas miles de hectáreas tituladas a particulares son las que luego han sido concentradas por las empresas forestales: el nuevo mundo de los títulos de propiedad sobre el que creció el negocio de los eucaliptos y las acacias.
La tierra plantada
María Elena Barbosa recuerda cuando comenzaron a llegar las plantaciones de árboles al Vichada. En 1979, la empresa Pinoquia estableció en el norte del departamento uno de los primeros experimentos forestales: plantó 500 hectáreas con pinos traídos de Centroamérica. María Elena fue la encargada de cuidar esos árboles: durante 19 años, trabajó en la finca de Pinoquia, ubicada en La Venturosa, un caserío en el norte del Vichada a orillas del río Meta.
Su trabajo consistía en vigilar que nadie cortara los pinos. “Ahí fue cuando vine a conocer por primera vez esos árboles, nunca había visto algo así”, recuerda. Lo que más la sorprendió fueron sus hojas: el aroma mentolado distinto al de cualquier otro árbol de las sabanas del Vichada.
El pino fue el primer paso en un camino de experimentación. “Durante años, los centros de investigación en Colombia buscaron una forma de ‘conquistar’ las sabanas de la Orinoquía que eran vistas como ácidas y poco productivas”, explica Juan Felipe Riaño, investigador de la Universidad de California que estudia la transformación geográfica del Vichada.
Los árboles de origen australiano aparecieron como una respuesta a esa búsqueda por “corregir” la tierra. En la década de los ochenta, Naciones Unidas apoyó el envío de semillas de acacia y eucalipto desde Australia hacia 149 países. Su objetivo era promover la producción de madera en países en desarrollo. Los árboles extranjeros llegaron primero a Centroamérica, plantados en Costa Rica, y poco después fueron introducidos en Colombia.
Los experimentos de la Corporación Colombiana de Investigación Agropecuaria (Corpoica), en los noventa, confirmaron que los eucaliptos y las acacias podían crecer más rápido que los pinos, y que era rentable establecer plantaciones en la Orinoquía. La ciencia forestal había cumplido su objetivo de recrear un lugar del planeta en otro: la sabana del Vichada podía convertirse en un paisaje australiano.
Las plantaciones de árboles fueron presentadas en Colombia como el nuevo petróleo. En 1999, el Consejo Regional de Planificación de la Orinoquía elaboró un documento que prometía convertir al Vichada en un centro de exportación de madera. El corazón del proyecto estaba en La Venturosa, el pequeño caserío a orillas del río Meta en el que vivía María Elena Barbosa. Según el documento oficial, el sitio sería rebautizado como “Ciudad Ventura” y se construiría allí un gran puerto fluvial. “El nuevo Caño Limón” de la madera, según señalaba el documento, en referencia a uno de los campos de producción petrolera en Colombia.
María Elena se reía del entusiasmo de los funcionarios estatales. Escuchaba con incredulidad las promesas de las calles pavimentadas, el museo de la madera que atraería a los turistas, y los vuelos comerciales diarios desde Bogotá. “Para que La Venturosa se vuelva una ciudad, tenemos que morir y volver a resucitar”, decía. En algún grado, tenía razón: el Vichada que ella conocía estaba cerca de dejar de existir.

La tierra acumulada
Juan Camilo Fernández Isaza, fundador y primer gerente de Inverbosques, nunca había trabajado en el negocio de los árboles cuando creó la empresa en febrero de 2007. Había estudiado administración de empresas en la Universidad Eafit, en Medellín, y luego había trabajado como gerente de ventas en el sector del tabaco. Su interés en Vichada, igual que el de sus socios, era comprar tierras.
“Era un grupo de ocho personas que quería hacer una inversión. Cada uno de ellos compró una finca diferente”, dijo Natalia Quevedo, gerente de la empresa desde 2016 y quien no estuvo en ese grupo inicial de socios.
Las personas a las que Juan Camilo Fernández y sus socios les compraban las tierras eran colonos y campesinos del Vichada a los que el Estado les había adjudicado los terrenos, pero que no tenían la capacidad de dedicarse a producirlos, y preferían venderlos.
Los accionistas de Inverbosques se encontraron con un departamento lleno de tierras a la venta. Pero tenían la limitación de que ninguno podía adquirir más de 1.293 hectáreas. La solución que encontraron fue compartida por el propio Juan Camilo Fernández en una entrevista con el periódico El Tiempo en 2011: crear empresas que compraran las tierras por ellos. “El área máxima permitida en la Unidad Agrícola Familiar (UAF) de esta zona es de 1.300 hectáreas, por lo que fue necesario constituir 25 sociedades diferentes”, le dijo Fernández al diario.
La creación de varias empresas para adquirir predios es una estrategia conocida en casos de acumulación de tierras. En 2013, un informe de la ONG internacional Oxfam denunció que la empresa estadounidense Cargill adquirió 52.500 hectáreas en Vichada a través de 36 sociedades con el fin de dividir sus compras de tierras. “De esta forma habría logrado evadir la restricción legal mediante una operación de compra fraccionada”, dice el informe.
En el caso de Inverbosques, Mutante encontró varias de las empresas que sus accionistas crearon con el único fin de adquirir tierras, en ocasiones a través de operaciones complejas que hacían difícil de rastrear la propiedad. En 2010, Juan Camilo Fernández y Andrés Ceballos Arango, dos accionistas de Inverbosques, constituyeron las empresas Sansima SAS y Socaniva SAS. Ambas empresas luego constituyeron la empresa Samasi SAS, que finalmente compró un predio de 1.236 hectáreas en Vichada llamado “León”.
La red de compras de Inverbosques no solo recurrió a segundas empresas, también se amplió a los familiares de los accionistas. La empresa antioqueña ha plantado árboles en predios que en el papel pertenecen al papá, la mamá, dos tías y una prima de Andrés Isaza Pérez, accionista y miembro de la junta directiva de Inverbosques.
“Los primeros clientes de Inverbosques eran los familiares de los accionistas. Tíos, primos, parientes. Era el mercado natural. Pero eso está permitido. En Vichada, el Incoder adjudicaba predios a distintas personas de una familia. No hay una acumulación”, respondió Natalia Quevedo, gerente de Inverbosques.
La propia Quevedo compró junto a sus padres un terreno llamado “San Jorge”. La gerente le dijo a Mutante que posee el 33 % de esa finca. Sin embargo, no aparece como dueña en el Índice de Propietarios de la Superintendencia de Notariado. La razón es que en 2023 le cedieron la finca en usufructo a una fiducia creada para poseer los predios a la que llamaron Proyecto Brújula.
Como explica Bryan Triana, abogado e investigador del Observatorio de Tierras, los patrimonios autónomos como el Proyecto Brújula son una figura mediante la cual una persona le entrega una propiedad a un administrador y de ese modo la tierra deja de estar a su nombre.
En la región de los Montes de María, entre los departamentos de Sucre y Bolívar, empresas como Cementos Argos usaron la figura de fiducia en la primera década de los 2000 para acumular predios que no aparecían a su nombre. Fue una maniobra que la Comisión de la Verdad describió como una “contrarreforma agraria”.
Natalia Quevedo dijo que, en el caso de Inverbosques, los patrimonios autónomos hacen parte de su modelo de venta de bonos de carbono para la empresa petrolera Trafigura, con sede en Singapur. Desde 2022, Trafigura tiene un proyecto con Inverbosques para compensar sus emisiones de CO2 con plantaciones forestales en Vichada.
El esquema es un triángulo con la fiducia en el centro. Las tierras quedan a nombre del Proyecto Brújula, y esa fiducia es la que se encarga de garantizar a cada actor su parte: firma un contrato de usufructo con los dueños de la tierra, le paga a Inverbosques por gerenciar las plantaciones y le entrega los créditos de carbono a Trafigura.
Pero los accionistas de Inverbosques juegan un doble rol: son dueños de la empresa que gerencia las plantaciones y a la vez son propietarios de muchas de las tierras en las que están los árboles. Y, como varios predios están en la fiducia, estos no aparecen a nombre de los accionistas.
“Todos estamos cerca de las 1.293 hectáreas, pero ninguno se pasa. Hemos investigado, nos gusta mucho mantenernos dentro de la ley”, dijo Natalia Quevedo, la gerente de Inverbosques.
Para evitar pasarse de las 1.293 hectáreas, los accionistas han recurrido a tácticas como convertir en “clientes” de Inverbosques a algunos de sus hijos menores de edad. Los dos hijos de Andrés Isaza son propietarios de un porcentaje del predio “La Fortaleza”, que tiene 1.287 hectáreas. Los niños son accionistas de la empresa Grupo de Inversiones Estratégicas, con la que su familia compró el terreno en 2011. Si la empresa fuera solo propiedad de Andrés Isaza, accionista de Inverbosques, él no podría comprar ningún otro terreno de origen baldío. Pero como la propiedad está compartida con sus hijos, eso le abre un “cupo” para seguir comprando tierras en Vichada.
“Es un mercado, un comercio con tierras de origen baldío”, señala Mónica Parada, investigadora del Observatorio de Tierras. Una concentración de miles de hectáreas en manos de un par de familias a partir de transacciones personales entre sus miembros. Así se han vuelto dueños de una tierra que muchos de ellos ni siquiera han llegado a ver.
La tierra borrada
A Graciliano Fonseca, habitante de Wasapana, le da miedo vivir al frente de la plantación de Inverbosques. “Es como si usted tuviera una montaña al frente, no sabe qué puede salir de entre esos árboles”, dice. Graciliano creció acostumbrado a divisar de lejos aquello que se acercaba por la sabana. Las buenas y las malas noticias eran visibles con anticipación.
En 2014, su mamá, Francisca, estaba rallando yuca cuando vio de lejos unas camionetas blancas en dirección a su comunidad. Vivían en Bocas del Dagua, uno de los tres asentamientos que conformaban el territorio de Wasapana, rodeado por varias fincas de colonos. Francisca creyó que en las camionetas venían funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Pero cuando se acercaron notó que no tenían logos. Se bajaron unos 20 hombres y les dijeron que estaban en propiedad privada y que tenían que irse.
Después de unos minutos de discusión, uno de los hombres de las camionetas gritó: “Acá no vinimos a hacer reunión” y sacó la motosierra. Primero derribaron las casas y luego las quemaron. Graciliano y su familia huyeron. Pasaron dos semanas refugiados en cambuches improvisados con bolsas de basura en la ribera de uno de los caños cercanos al río Orinoco. La hija de ocho meses de Graciliano murió de desnutrición mientras estaban allí. Se llamaba Maritza.
Después del desplazamiento de 2014, la comunidad de Wasapana se unificó en Wacimal, el asentamiento de Pedro Nel Asunción en el predio “Mientras me acomodo”. Allí, Graciliano levantó una segunda casa que también terminó hecha cenizas. Ocurrió en febrero de 2020, al mismo tiempo que Inverbosques comenzaba a preparar su plantación de eucalipto en ese lugar.
El 1 de febrero, seis empleados con uniformes de la empresa se acercaron a la comunidad de Wasapana y les dijeron que estaban invadiendo propiedad privada. “Inverbosques explica y resalta que los predios son propiedad legal de la empresa, ya que cuenta con los títulos y toda la documentación correspondiente”, se lee en un comunicado oficial enviado el 6 de febrero por Inverbosques a la Agencia Nacional de Tierras.
Durante las siguientes semanas, según recuerda Graciliano, enviados de Inverbosques regresaron a Wasapana varias veces para insistir en que la comunidad debía irse. Un mes después, el 3 de marzo de 2020, unas camionetas blancas aparecieron por la sabana. Magdalena Asunción, una habitante de la comunidad, vio a hombres vestidos de negro bajar de las camionetas, encender mechas y arrojarlas a las casas de Graciliano Fonseca y otros tres habitantes de la comunidad. Graciliano estaba en el río. Cuando regresó, todo estaba quemado. Por segunda vez, tuvo que esculcar entre los restos chamuscados de tela y zinc para intentar salvar algo.
“La verdad no estamos enterados. Si hubo una quema, no sé quién fue el responsable”, respondió Natalia Quevedo, gerente de Inverbosques, ante la pregunta por lo sucedido en 2020. “Eso era una propiedad privada. No se podía invadir ni se podían asentar casas ni comunidades allí, como no se puede hacer en ninguna propiedad privada en Colombia”, agregó.
En este caso, los hilos de la propiedad también conducen a Antioquia. El predio “Mientras me acomodo” fue comprado el 12 de febrero de 2018 por Anaconda Ventures SAS, una empresa constituida en Medellín cinco días antes de hacer la compra. La dueña es Ana María Estrada Sánchez, una ingeniera administrativa. Se graduó en septiembre de 2017 de la Universidad Nacional, sede Medellín. Unos meses después, invertía en el Vichada.
No llegó allí espontáneamente. Como puede comprobarse en las redes sociales de ambos, Ana María Estrada es pareja de Felipe Gutiérrez Arbeláez, el representante legal de Gutiérrez Group, una empresa socia de Inverbosques. Gutiérrez Group se dedica a conseguir inversionistas, sobre todo extranjeros, para que compren predios en Vichada que luego son plantados por Inverbosques.
Parte del proceso de ofrecer los predios ha implicado comprarlos primero. Entre 2015 y 2020, Gutiérrez Group adquirió nueve terrenos en Vichada a través de empresas constituidas para comprar tierras, según lo reconoce la propia compañía en un documento de 2020 publicado en internet para atraer inversionistas. Todas las empresas fueron creadas por accionistas de Gutiérrez Group o por personas cercanas a ellos, como sus parejas.
Así fue como el territorio de Wasapana, la sabana habitada por indígenas desde hace siglos, terminó como propiedad de una joven de Medellín. En el documento público para atraer inversionistas extranjeros, Gutiérrez Group anuncia que en ese terreno establecerá un puerto para exportar madera por el río Orinoco. La presentación, redactada en inglés, tiene el cuidado de no nombrar el predio como “Mientras me acomodo”. En su lugar, lo rebautizan como “Las Brisas”.
El texto concluye con un resumen de los beneficios que ofrece Gutiérrez Group para sus clientes. Entre ellos, incluyen la promesa del anonimato: “No existe registro público que pueda consultarse para conocer la identidad de los accionistas de la sociedad”. El fuego no es la única forma de borrar las huellas que quedan en la tierra. Para desaparecer el pasado, también hay que ocultar los nombres.
La tierra transformada
Lo primero, antes de sembrar los eucaliptos en Wasapana, fue vaciar la tierra. Arrancar con tractores y motosierras todos los árboles, arbustos y pastos de la sabana. “Se procedió a erradicar sin intencionalidad de cometer una infracción ambiental, 47 individuos de la especie chaparro censados con diámetros superiores a 10 cm”, señala un documento de Inverbosques, enviado en diciembre de 2021 a la Corporación Autónoma Regional de la Orinoquía (Corporinoquia).
La autoridad ambiental del Vichada formuló cargos contra Inverbosques porque asegura que la empresa hizo quemas no permitidas en la sabana y no tramitó los permisos requeridos para cortar árboles nativos en el predio “Mientras me acomodo”. Los abogados de la empresa negaron las quemas, pero reconocieron haber cortado los chaparros y propusieron sembrar 188 especies nativas como compensación ambiental.
“Eran chaparros súper bajitos. No eran árboles, eran arbustivos. Sí se hizo una limpia de chaparros, pero no estamos diciendo que cometimos una infracción”, respondió la gerente de Inverbosques, Natalia Quevedo, al ser consultada por este caso.
No es el único proceso. Corporinoquia también encontró rastros de contaminación del agua por pesticidas alrededor de la plantación de Inverbosques. Las muestras fueron tomadas en junio de 2022 en tres sitios: el nacedero de agua del que se abastece la comunidad indígena, y en dos puntos del Caño Dagua, el arroyo en el que suelen pescar. Los resultados de laboratorio arrojaron “presencia de pesticidas organoclorados y organofosforados” por encima de las concentraciones permitidas.
Isabel Cristina Garcés, profesora de la facultad de Salud Pública de la Universidad de Antioquia, explica que los organoclorados y organofosforados son compuestos “muy exitosos en el control de plagas porque son biocidas: son capaces de acabar con cualquier forma de vida”. Su mayor riesgo es su persistencia. Pueden permanecer durante años acumulados en el agua, el suelo, los tejidos de las plantas y los cuerpos humanos.
Por esa razón, los pesticidas organoclorados están prohibidos. Los organofosforados, en cambio, están limitados y son un compuesto presente en productos como el glifosato, clasificado como probablemente cancerígeno por la Organización Mundial de la Salud.
En la respuesta enviada a Corporinoquia, Inverbosques negó haber usado organoclorados y organofosforados. Para desmentirlo, la empresa dio dos argumentos. El primero, que el control de plagas en la plantación solo utilizó un compuesto: Dipel, un producto a base de una bacteria de origen natural.
Sin embargo, esa primera justificación omitió que Inverbosques sí utiliza glifosato en sus plantaciones en etapas como la preparación del terreno antes de las siembras. Así lo confirmó un técnico de la empresa contactado a través de la gerente Natalia Quevedo. “Las dosis que usamos son muy bajas, entre 0,8 y 1 litro por hectárea, diluidos en una cantidad muy grande de agua”, agregó el técnico.
La segunda defensa de Inverbosques es que es físicamente imposible que los pesticidas llegaran a las fuentes de agua, por la distancia entre estas y la plantación. Este argumento está siendo evaluado por la autoridad ambiental, que ordenó realizar nuevas muestras en el terreno.
Para Natalia Quevedo, los procesos por posibles infracciones ambientales no le hacen justicia al trabajo de Inverbosques en Vichada. En la entrevista con Mutante, destacó que la empresa hizo procesos de consulta previa con 20 comunidades indígenas y llegaron a acuerdos sobre instalar cocinas ecosostenibles y malocas. En estos procesos, sin embargo, solo entraron las comunidades del Vichada con resguardos legalmente constituídos por la Agencia Nacional de Tierras. No se incluyeron comunidades como la de Wasapana, cuyo caso sigue en trámite.
“Nosotros construímos país en una zona donde ni siquiera los políticos han puesto el ojo. Hacemos más de 600 vías al año que debería hacer el Gobierno. Hemos sembrado 35.000 hectáreas de árboles (plantaciones de eucalipto y acacia). Eso suma más que 40 chaparros de 15 o 20 centímetros”, dijo la gerente.
Es una visión según la cual, antes de su llegada al Vichada, allí no había mucho por proteger. “Son sabanas degradadas, con suelos muy pobres. Una vez alguien me dijo: el Vichada es una matera divina, pero sin tierra”, dijo Natalia Quevedo en una conferencia este año.
Parte del éxito del negocio forestal está en presentarse como una causa tanto económica como ambiental. Pero ese discurso no convence a algunos científicos. “Inverbosques dice que le está haciendo un favor al mundo sembrando eucalipto en la Altillanura. Yo como ecólogo creo que eso es una falacia”, opina Sergio Estrada, profesor de la Universidad del Rosario que dirige un proyecto de investigación en las sabanas del Vichada.
Para Estrada, detrás de las plantaciones forestales en ecosistemas de sabana hay una lógica que entiende los árboles como lo único relevante en la naturaleza: “Es la tiranía del árbol. Creemos que es lo único que hay que conservar. Es un adefesio. Lo del Vichada no es reforestación porque allí no había un bosque. La Altillanura ha sido una sabana por millones de años”.
Una investigación del Instituto Smithsonian de Estados Unidos estima que el actual llano colombovenezolano cambió de bosque a sabana en algún punto entre 18.000 y 5 millones de años atrás. Antes del poblamiento de los primeros humanos en Suramérica. Mucho antes de las promesas de un nuevo mundo con las plantaciones forestales. La tierra siempre es más antigua que los intentos de conquistarla.
Un nuevo mundo
La Venturosa, el caserío a orillas del río Meta en el norte del Vichada en el que vive María Elena Barbosa, no se convirtió en la ciudad que imaginaron los funcionarios estatales en los noventa. No llegaron las calles pavimentadas, ni los aviones, ni el gran puerto para exportar madera a Venezuela. Solo llegaron los árboles plantados. En ese pueblo se concentra la operación de Forest First, otra de las empresas forestales más importantes del departamento, con 14.000 hectáreas de plantaciones de eucalipto. A diferencia de Inverbosques, que deja los árboles plantados, Forest First los corta para vender la madera a la planta de biomasa de Puerto Carreño, propiedad del Grupo Santo Domingo.
En 2015, un informe de la Contraloría incluyó a Forest First en un posible caso de acumulación de baldíos, por la adquisición de 13 predios que suman 17.000 hectáreas. En 2018, la Contraloría trasladó la información recopilada a la Agencia Nacional de Tierras y a la Fiscalía para que determinen si abrir una investigación o culminar el proceso. Las entidades no se han pronunciado desde entonces.
Sin embargo, investigaciones del senador Wilson Arias encontraron que, para establecer sus plantaciones, Forest First ha recurrido a una alianza con la empresa Fiduciaria de Occidente, parte del Grupo Aval, del millonario Luis Carlos Sarmiento Angulo. El mecanismo, según Arias, consiste en que los dueños de los predios ponen la tierra a nombre de la Fiduciaria de Occidente y luego esta le cede las tierras en usufructo a Forest First, lo que le da en la práctica un control sobre grandes extensiones de tierra.
María Elena ha sido testigo de cómo la sabana se ha transformado en un tablero con bloques de árboles que se ponen, se cortan y se vuelven a sembrar. “Cautivaron la sabana con ese poco de palos. Nos dañaron la vista”, dice.
El impacto no está solo en el horizonte, también en lo profundo de la tierra. Las plantaciones forestales en Brasil redujeron un 30 % el agua que llega a ríos y arroyos de la ecorregión del cerrado, un ecosistema muy similar a las sabanas del Vichada. En Uruguay, la reducción en el ciclo del agua tras la siembra masiva de eucaliptos ha sido de hasta el 50 %.
Normalmente, el agua de la lluvia penetra en el subsuelo y alimenta las fuentes de agua. Cuando se siembra una plantación, mucha de esa lluvia queda en las copas de los eucaliptos y las acacias, y regresa a la atmósfera por el proceso de transpiración de los árboles.
Están por estudiarse todos los efectos que el monocultivo de acacias y eucaliptos tiene sobre el ecosistema de la sabana en Colombia. Uno de los efectos que más preocupa al profesor Sergio Estrada es la reducción de la biodiversidad. “En 200 metros cuadrados de sabana en Santa Rosalía, en Vichada, hay 64 especies de hierbas y pastos. Si le sumo los arbustos y las especies leñosas, son otras 30. Lo que hacen las plantaciones es sustituir esa diversidad por solo cinco especies: los eucaliptos y las pocas que puedan crecer debajo”.
Es un cambio ecológico difícil de revertir. En Brasil, los esfuerzos para restaurar el cerrado se han enfrentado con la dificultad de que las especies introducidas, como las acacias, se vuelven invasoras. Después de establecidas las plantaciones, incluso si estas son abandonadas, la vegetación nativa es incapaz de recuperar terreno por sí misma sin intervención humana, y es colonizada por especies exóticas.
Con cada hectárea nueva de estos árboles aumenta el riesgo de que el cambio en el ecosistema del Vichada sea definitivo. Pero después de los desplazamientos y el despojo, muchos habitantes nativos no esperan recuperar el mundo anterior. A Juana Gaitán, habitante de la comunidad indígena de Morichalito, en el norte del Vichada, le basta con conservar un pequeño fragmento de su tierra.
Varias comunidades organizadas en la Asociación Regional de Pueblos Indígenas del Bajo Orinoco (Orpibo) han tramitado solicitudes para constituir resguardos que les garanticen la titulación de sus tierras. Es el caso de Morichalito, comunidad indígena vecina del pueblo de La Venturosa, que está a la espera de una respuesta de la Agencia Nacional de Tierras. La expectativa de Juana Gaitán es que el Estado le ponga límites a los campesinos y a las empresas forestales: “Si yo no puedo pisar la tierra de un blanco, ellos tampoco pueden pisar la tierra mía”.
El nuevo mundo de plantaciones obligó a los indígenas de tradición nómada a intentar fijar sus propias fronteras. Aunque no siempre tienen la garantía de que esos límites serán respetados.
La comunidad indígena de Wasapana, en el otro extremo del Vichada, frente al río Orinoco, tiene miedo de regresar a la zona de Bocas del Dagua, de la que fueron desplazados en 2014 Graciliano Fonseca y su familia. En 2023, la Agencia Nacional de Tierras reconoció parte de ese terreno como resguardo indígena. La comunidad, sin embargo, no ha querido trasladarse allí. “Allá siguen los colonos. A uno le da miedo. Serían los vecinos de uno”, dice Graciliano.
El reclamo de Wasapana sigue siendo que se reconozca la propiedad indígena del predio “Mientras me acomodo”, en la orilla del río Orinoco. La tierra en la que está la plantación de Inverbosques y en la que se erige la Piedra Murciélago con sus pinturas milenarias.
Pedro Nel Asunción sube por el borde de la roca con la habilidad de un experto, como si tuviera 30 años menos. Cada vez que parece que va a caerse, mantiene el equilibrio en el último segundo. Entre las formas irregulares de la piedra, hay un camino que solo él y su comunidad conocen. Después de una hora de ascenso, llegamos a la cima. Desde esa altura, la plantación de eucaliptos Inverbosques se ve como una mancha verde en medio de la sabana: una cuadrícula de árboles, tan grande que contiene la sombra de una nube completa.
Pedro Nel mira la plantación y habla en un susurro que enfatiza las palabras: “A veces uno tiene que ser duro en su corazón, persistir, como esta piedra”. Ocupar el espacio con la dureza de la roca. Solo lo duro permanece sobre la tierra cuando todo lo demás ha sido borrado.
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Nota de la editora: Todos los nombres de las personas de las comunidades del Vichada con las que hablamos para este texto fueron cambiados por precaución, para protegerlas ante posibles riesgos.
Para la escritura de este reportaje fue fundamental la consulta de estas referencias bibliográficas:
- Arias Vanegas, J. (2007). En los márgenes de la nación: “indios errantes”, colonización y colonialismo en los llanos orientales de Colombia. Segunda mitad del siglo XIX. En Sociedades en movimiento: los pueblos indígenas de América Latina en el siglo XIX (pp. 41–70). Instituto de Estudios Histórico-Sociales, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.
- Calle Alzate, L. (2024). Desafíos en el reconocimiento de los territorios ancestrales Sikuani en la Orinoquía colombiana[Ponencia]. Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales (CLACSO), Bogotá, Colombia.
- CORPES Orinoquia (1999). El Corredor forestal del Vichada. Villavicencio: Corpes Orinoquía.
- Díaz Moreno, I. (2016). Colonización sin hacha: narrativas estatales sobre región, naturaleza y desarrollo de la Altillanura colombiana. En M. Jimeno, I. C. Pabón, D. Varela & I. Díaz (Eds.), Etnografías contemporáneas III: las narrativas en la investigación antropológica (pp. 167–190). Universidad Nacional de Colombia, Centro de Estudios Sociales.
- Fundación Etnollano. (s.f.). Río Meta: Genocidio de buena fe [Manuscrito no publicado].
- Oliver, J. R. (2020). Informe técnico preliminar: Prospección arqueológica del Orinoco colombiano en el noreste de Vichada. Institute of Archaeology, University College London.
- Panario, D., Mazzeo, N., Eguren, G., & Rodríguez, C. (2006). Síntesis de los efectos ambientales de las plantas de celulosa y del modelo forestal en Uruguay. Facultad de Ciencias, Universidad de la República. Informe solicitado por el Consejo de la Facultad de Ciencias (Resolución Nº 78 del 13/03/06). Disponible en https://www.guayubira.org.uy/celulosa/informeCiencias.pdf
- Triana Ancinez, B. (2024). Desarrollo, apropiación y distribución de la tierra: análisis de incentivos nacionales para la apropiación de tierras afectadas por el conflicto armado. En P. A. Villamil Castellanos & L. D. Castillo Rojas (Eds.), Economía política agraria del conflicto colombiano (pp. 227–272). Editorial Universidad del Rosario. https://doi.org/10.12804/urosario9789585003088
*Este contenido integra el especial No es bosque, es despojo: La colonización ‘verde’ de los Llanos Orientales, de Mutante, La Liga Contra el Silencio y Runrun.es.
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