El mar es Dios: testimonios desde las costas que desaparecen

Este texto es un diálogo entre dos mares: el Pacífico y el Atlántico. Tres habitantes de costas colombianas, cuyos territorios están amenazados por la erosión, hablaron entre sí sobre sus recuerdos, sus miedos y sus vidas frente al mar.

Fecha: 2024-12-27

Por: JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS.

Fotografía: Jorge Luis Rocha.

El mar es Dios: testimonios desde las costas que desaparecen

Este texto es un diálogo entre dos mares: el Pacífico y el Atlántico. Tres habitantes de costas colombianas, cuyos territorios están amenazados por la erosión, hablaron entre sí sobre sus recuerdos, sus miedos y sus vidas frente al mar.

Por: JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS.

Fotografía: Jorge Luis Rocha.

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El mar ruge cuando golpea la costa de Tasajeras. Katherine Ariza, de 39 años, escucha desde su cama el estallido repetido de las olas. “El mar es voraz”, piensa. Entre su habitación y la línea de la costa hay tres cuadras. Cuando era niña, estaba mucho más lejos, a varios minutos de caminata. La pérdida de tierra por la erosión costera ha reducido los pasos que la separan del mar.

Cada centímetro importa en Tasajeras. El pueblo es una línea de tierra de apenas cinco calles flanqueada por dos aguas: la ciénaga Grande de Santa Marta a un lado y el mar Caribe al otro. “Vivimos en el pedacito de tierra que el mar nos dejó”, dice Katherine.  Ese pedazo es cada vez más pequeño. 

Solo en cuatro años, entre 2016 y 2020, Colombia perdió 623 hectáreas de tierra en sus dos costas: es seis veces el área del Parque Simón Bolívar en Bogotá. En 15 años, podría ser mucho más. El aumento del nivel de los océanos, acelerado por el cambio climático, amenaza con borrar 12.000 hectáreas de las costas colombianas: el suelo sobre el que viven Katherine Ariza, Breiner Obregón, Alfredo Rivera, y miles de personas que no se conocen entre sí y que, pese a eso, hablan del mar como de un vecino común.

Panorámica de Tasajeras, Magdalena. A la izquierda, el mar; a la derecha, la Ciénaga de Santa Marta. Foto: Google Maps.

“Vivimos en el pedacito de tierra que el mar nos dejó”, dice Katherine. 

“El mar es un gigante que no perdona”, dice Breiner, habitante de la isla de Punta Soldado, en el Pacífico. “El mar es un sueño”, dice Alfredo, quien hace 35 años vive en Arusí, Chocó. “El mar es un enemigo”, dice Katherine, aunque al instante se arrepiente. “No, mentiras, él solo sigue su curso”.

Después de hacer varios ciclos periodísticos en Mutante sobre la erosión costera, nos preguntamos por la experiencia común de quienes viven en esos bordes en riesgo de desaparecer. Sobre qué pasaría si estas personas conversaran entre ellas. Junto a la antropóloga Oriana Zapata, contactamos a habitantes de pueblos costeros y les propusimos un diálogo durante varias semanas que concluyó con una llamada virtual para que se conocieran: una conversación entre dos mares, el Pacífico y el Atlántico.

Hablaron sobre sus miedos, sus recuerdos y su relación particular con el mar. Alfredo Rivera, de 55 años, se sorprendió cuando Katherine describió el sonido de las olas como un rugido. Para él es lo contrario: un arrullo tranquilizador. Siente que es más fácil conciliar el sueño en las noches de marea alta.

Alfredo siempre quiso vivir en el mar. Durante su infancia, en Ibagué, se imaginaba que tendría una cabaña frente a la playa de Cartagena, en la costa Atlántica. A los 20 años, un viaje lo hizo mirar hacia la otra costa. 

Junto a un grupo de amigos, recorrió en barco los pueblos del Pacífico, desde Ecuador hasta los límites con Panamá. Pasó 46 días entre fiestas, puertos y desembarcos fugaces. El día en que llegaron a Arusí, antes de bajar del barco, Alfredo les describió a sus compañeros de forma casi exacta la playa que aún no habían visto. “Sentí como si ya la conociera. La vi en un sueño cuando era niño. Era como si siempre me hubiera estado llamando”. Al terminar el viaje, vendió lo que tenía en Ibagué y regresó a Arusí. Vive allí hace 35 años.

“Hay terquedad en la voluntad de vivir en el borde del mar”, dijo Breiner Obregón, de 32 años. Nació en Punta Soldado, una isla en el Pacífico, a cuarenta minutos de Buenaventura. Su isla es el único lugar del mundo en el que quisiera vivir. “Aquí me siento cobijado, como si viviera dentro de un corazón”.

Foto de archivo de la cancha de Arusí, Chocó, que desapareció por la erosión costera. Foto: Alfredo Rivera.

Entre la costa de Punta Soldado y la de Tasajeras, donde vive Katherine Ariza, hay 800 kilómetros y un océano de distancia. Sin embargo, cuando mira hacia el mar, Breiner siente que la imagen es la misma para ambos: el movimiento de las olas está borrando poco a poco los espacios del pasado.

La playa en la que Breiner jugaba en su infancia está sumergida. Todo ha desaparecido: la cancha de fútbol, el bosque de manglar, los palos del bejuco que crecían como una telaraña sobre la que se podía saltar. “Ya no puedo mostrarles dónde estaban esos lugares. Todo es mar”, dijo Breiner. La erosión costera no solo reduce el espacio, uniforma la variedad del paisaje. Los lugares que alguna vez estuvieron llenos de resquicios y detalles son devorados por la rotundidad del mar, y quienes viven en las costas quedan desorientados en su propio territorio.

“Hay algo que nos enlaza entre el Pacífico y el Atlántico. Al final todo es mar”, dijo Breiner al observar en la pantalla una imagen de Tasajeras. La foto muestra una calle inundada por la entrada del mar. El agua ocupa la mitad inferior del cuadro: cubre las llantas de los carros y los pies de los transeúntes capturados por la cámara. El cielo ocupa la mitad superior. No hay ningún espacio en la foto en el que se vea un fragmento de tierra firme.

Inundación en Tasajeras. Foto: Katherine Ariza.

“Hay algo que nos enlaza entre el Pacífico y el Atlántico. Al final todo es mar”, dijo Breiner al observar en la pantalla una imagen de Tasajeras.

Cuando Tasajeras se inunda, el agua brota del suelo. Basta con excavar unos pocos centímetros en la tierra del pueblo para verla aparecer. Durante años, las personas allí intentaron sembrar árboles en los patios, pero morían ahogados al poco tiempo. El agua salobre, entre dulce y salada, está en los cimientos de Tasajeras y en las paredes de las casas, mezclada con el cemento y el ladrillo. Al final, todo es mar.

“Las construcciones van, las construcciones vienen, pero es el mismo mar, es Dios, el que sabe cuándo se detiene”, dijo Breiner. En Punta Soldado, parte de la erosión fue contenida por la propia arena que el mar llevó a la playa. En Arusí, Chocó, las zonas que conservan el bosque de manglar han resistido la fuerza de las olas. El agua que erosiona la tierra es la misma que ayuda a crecer el árbol de mangle que detiene el avance del mar.

Por eso Katherine sueña con un proyecto de siembra de manglar en Tasajeras que evite que su pueblo desaparezca. Comparte con Breiner y Alfredo la terquedad de vivir junto al mar: “Aquí están nuestros papás, nuestros sobrinos, nuestros recuerdos. La vida nos puso aquí, ¿por qué pelear con ella?”. Para ellos, el mar no es solo un rugido amenazante que erosiona la tierra. También es el cobijo junto al cual han elegido vivir, como arrullados dentro de un corazón.

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