La doctora de las mujeres que buscaban abortar en Ecuador
El aborto por violación entró en vigencia hace cinco días en ese país, pero hay mujeres, como Daniela, que durante más de tres décadas vienen trabajando —a veces en silencio, a veces ocupando cargos— por este derecho reproductivo de las mujeres ecuatorianas.
Fecha: 2022-05-03
Por: Isabela Ponce Ycaza (GK, Ecuador)
Ilustración: Tania Cantor @_ccantora
Fecha: 2022-05-03
La doctora de las mujeres que buscaban abortar en Ecuador
El aborto por violación entró en vigencia hace cinco días en ese país, pero hay mujeres, como Daniela, que durante más de tres décadas vienen trabajando —a veces en silencio, a veces ocupando cargos— por este derecho reproductivo de las mujeres ecuatorianas.
Por: ISABELA PONCE YCAZA (GK, ECUADOR)
Ilustración: Tania Cantor @_ccantora
Mucho antes de que el aborto empezara a discutirse públicamente en el Ecuador, una mujer, a quien solo identificaremos como Daniela, por razones de seguridad e intimidad, ya había impulsado que el Ministerio de Salud entregara gratuitamente la Píldora Anticonceptiva de Emergencia (PAE). La misma médica que, durante casi dos décadas, tuvo en la clandestinidad un servicio de salud sexual y reproductiva donde practicaba abortos. “Nunca pensamos en las consecuencias , siempre lo vimos como un servicio necesario”, dice Daniela sin titubear. “Qué hago, doctorcita, ayúdeme. No quiero este embarazo”, recuerda que era un pedido frecuente entre las mujeres que atendía en un centro de salud público al sur de Quito, la capital ecuatoriana, a inicios de la década de 1990.
Fueron tantas, que ella y una colega decidieron abrir su propia práctica. Era casi tan ilegal como lo sería hoy: en el Ecuador, abortar sigue siendo un delito salvo en dos excepciones: la primera, si la vida o la salud de la mujer está en riesgo; la segunda, cuando el aborto es de un embarazo producto de una violación. En todos los demás casos, la mujer y quien le practique un aborto consentido pueden pasar hasta tres años en prisión. Según un reporte de la organización Surkuna (con datos de la Fiscalía) 442 personas (entre mujeres y personal médico) fueron procesadas por aborto entre agosto de 2014 y noviembre de 2021.
La causal del aborto por violación ha dominado el debate público ecuatoriano desde el 28 de abril de 2021, cuando la Corte Constitucional unificó seis demandas (una de ellas, presentada por Daniela) y decidió que era inconstitucional que la no criminalización se aplicara solo a mujeres con discapacidad mental. Desde ese día, el aborto de un embarazo por violación es legal para cualquier mujer.
Hoy (29 de marzo de 2022) Daniela está sentada en su oficina poco antes de las 8 de la mañana, contestando mensajes, tuiteando, conversando. Han pasado ya treinta años desde que empezó a hablar, promover y practicar lo impracticable. Su trabajo se ha centrado, en los últimos meses, en la discusión sobre la ley que debe regular esta interrupción del embarazo. En su sentencia, la Corte le ordenó a la Asamblea que regule con una ley el aborto por violación y le dio ciertos parámetros. Entre ellos, los plazos para practicarlo. Con retraso, la Asamblea aprobó una ley que fijó dos plazos para acceder a un aborto por violación: doce semanas para mujeres adultas y 18 para niñas, adolescentes y mujeres de la ruralidad. “Las adultas de las ciudades, las más pobres, se han sacrificado por las niñas”, dijo, entre lágrimas, la asambleísta Johanna Moreira, durante el debate, al anunciar que tuvo que reducir los plazos para conseguir los votos para aprobar la ley.
Daniela tiene los párpados marcados por líneas expresivas que, hoy, la hacen lucir cansada. Recuerda las consultas en ese centro de salud público, a inicios de los años 90, en las que puso inyecciones y dispositivos intrauterinos —ambos anticonceptivos— a mujeres que decían que no querían tener más hijos. Ellas iban a escondidas, cuidándose de que sus parejas se enteraran, pues habrían intentado detenerlas. Muchas pensaban que necesitaban la aprobación de su marido o novio. Daniela les explicaba que no era necesario.
En el centro de salud, Daniela conoció a mujeres que habían sido violadas, habían quedado embarazadas y no querían tener ese hijo. También a mujeres que no habían sufrido violencia pero que, por diferentes razones, querían abortar. “La repetición de la impotencia de no poder ayudarlas fue amasando un objetivo de aprender a ayudarlas”, dice, abriendo los ojos. El fallo de la Corte era el paso institucional más importante para concretar esa ayuda.
Pero la ley aprobada por la Asamblea puso ya en duda ese logro. Cuatro semanas después de este momento, el presidente Guillermo Lasso vetó parcialmente la ley y puso más trabas para acceder a un aborto en casos de violación. Lasso hizo 61 objeciones a la ley de 63 artículos. Entre los cambios que propuso estaba la equiparación de doce semanas para todas las mujeres, y exigir al menos uno de tres requisitos —declaración juramentada, denuncia a la Fiscalía o examen de salud— para acceder a esta interrupción.
La Asamblea Nacional tenía treinta días desde que salió el veto para aceptarlo o ratificarse en su propia versión de la ley. El jueves 14, un día antes del feriado de Semana Santa en Ecuador, la presidenta de la Asamblea Nacional, Guadalupe Llori, suspendió la sesión ignorando el pedido de moción del asambleísta Alejandro Jaramillo, quien pidió votar para que el proyecto fuera el propuesto por la Asamblea y no por el presidente.
Daniela siempre supo que la ley pasaría con el veto presidencial. “No se ve ninguna posición ni interés de conseguir 92 votos para votar en contra de la ley de Lasso [el veto]. Nadie quiere hacer ese esfuerzo. Las maniobras que hicieron para pasar otras leyes, para esta, no las hacen”, me dijo. Cuando menciona algo que la enoja, su voz se vuelve más aguda y sus ojos, sin maquillaje, se abren más. La ley con las objeciones del presidente Guillermo Lasso fue publicada en el Registro Oficial, la gaceta pública del Ecuador, hace cinco días, el viernes 29 de abril.
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Entre 1997 y 2015, Daniela y su colega Rosa recibieron a mujeres que, por diferentes razones, querían interrumpir sus embarazos. “La sensación de decirles: ‘Sí, sí te vamos a ayudar’ era increíble”, recuerda Daniela. Ellas daban su servicio en tres etapas, basadas en protocolos internacionales. En una época sin celulares, las mujeres eran referidas por alguien, llamaban a un teléfono fijo o iban al consultorio para pedir la intervención.
En la primera visita, recuerda Rosa, solo conversaban con ellas. Las escuchaban, les pedían que en la siguiente visita trajeran una ecografía para determinar su semana de gestación. En la segunda, les explicaban cómo sería el procedimiento y les entregaban trípticos detallados: qué esperar, cómo prepararse, qué hacer después.
En la tercera, les practicaban un aborto: “Luego de que ellas manifestaban su deseo del aborto, les decíamos: ‘Esto es un delito’, para que lo supieran y lo recordaran”, dice Rosa. “Daniela tenía muchas agallas, y fue cada vez más asumiendo esa lucha específica del aborto”, dice Miriam Ernest, antropóloga que trabajó con ella en la década de los 80 y 90.
Días después, algunas volvían para conversar sobre cómo se habían sentido. “La idea era darle a la mujer un entorno de complicidad, de seguridad, de confianza y de confort. Que se sintiera apoyada y querida, que pensara: ‘Aquí nadie me va a juzgar’”, dice Daniela. Hacían las intervenciones por las tardes. Era un trabajo paralelo a sus empleos: ocupaban cargos en organizaciones sociales e instituciones públicas.
Desde allí, lograron cambios que Daniela enumera tocando sus delgados dedos de la mano izquierda con su índice derecho: que el Ministerio de Salud esté obligado a tener siempre en stock y entregar gratuitamente la píldora anticonceptiva de emergencia (PAE); que los policías que reciben denuncias por violencia sexual, informen a las víctimas sobre la PAE y se las entreguen directamente; que se emita un acuerdo ministerial que declare a la violencia contra las mujeres como un problema de salud pública.
Daniela también fue parte de un programa itinerante de salud reproductiva. Un equipo que viajaba a ciudades pequeñas a hacer ligaduras a mujeres que ya le habían dicho a la doctora del centro de salud local que querían la intervención. En un mes atendían a 120. “A las mujeres se les decía: ‘Ustedes no tienen por qué pedirle permiso a su marido porque es su decisión’, y firmaban un consentimiento de la intervención”, recuerda Daniela.
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Cuando tenía quince años, Daniela supo que quería ser doctora. Desde niña estuvo cerca de la medicina: su prima, veinte años mayor, era obstetra y, con la misma dosis de curiosidad e ignorancia, Daniela hojeaba los libros de medicina de su familiar. Recuerda una vez que la acompañó a una clínica donde su prima se quedó conversando en un pasillo con un doctor. Lo que hablaban le parecía “un lenguaje tan difícil y tan inalcanzable”. Por ella sentía “una mezcla de admiración y de ‘yo sí podré hacerlo’”. Cuando le contó a su familia su deseo de ser médica, le recomendaron que mejor fuera enfermera. “Sería más fácil”, le dijeron. Su madre no quería que cursara una carrera universitaria tan larga, pero su padre le dijo que la apoyaría económicamente.
La exigencia de la lectura y del estudio que requiere la carrera de Medicina nunca fue un problema. Quizá porque desde muy pequeña, para ella, aprender fue muy entretenido. Asistió a una escuela en la que aplicaban la metodología Montessori, más lúdica, espontánea y experimental que la pedagogía convencional. Con una sonrisa de esas que solo los recuerdos felices dibujan, dice que hacían rincones para aprender las letras, los números, las emociones. Eso, sumado a las horas que pasaba en la biblioteca de sus tías, donde conoció Mujercitas, Madame Bovary y El diario de Ana Frank, hizo que disfrutara la lectura hasta la actualidad.
En la universidad tenía buenas notas. Describe la rural —en la que, para graduarse de médicos, los estudiantes deben vivir en una zona rural y atender en el centro de salud— como “una escuela de pobreza; es una escuela de frustración, donde no hay esperanza”. Ella la cursó en una comunidad de la Sierra ecuatoriana de población indígena donde, dice, la precariedad era total.
Pero fue ahí dónde, por primera vez, aprendió sobre planificación familiar porque la currículum de su universidad no incluyó el tema. Cuando se graduó, abrió un consultorio con una colega que militaba en la izquierda cristiana. Por ella llegó a trabajar en una organización de atención integral de salud con enfoque de género. Desde ahí promovió el consumo adecuado de medicamentos. Por ejemplo, buscaba que los médicos no recetaran antidepresivos si una mujer llegaba y decía que estaba triste y no podía dormir. Les enseñaba a los doctores que preguntaran por el contexto, porque seguramente esa mujer era víctima de violencia. Buscaban que el diagnóstico fuera integral y considerara la salud psicológica, física y social. “Para mí estar ahí fue otra universidad”, dice, y recuerda que aprendió escuchando, leyendo, compartiendo con las demás mujeres. Fue la primera vez que tuvo un trabajo direccionado específicamente a eso y desde entonces nunca ha dejado de trabajar por ellas.
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Uno de los momentos que más recuerda Daniela, en su trabajo para promover los derechos reproductivos, es cómo, a mediados de los 2000, un grupo que se oponía a todas las causales de aborto interpuso una demanda ante el Tribunal Constitucional (hoy Corte Constitucional) en contra del Postinor-2, la marca de una “pastilla del día después” de la farmacéutica Reprosalud. Pedían que se retirara su registro sanitario y permiso de comercialización. Su principal argumento fue que era abortiva. Ganaron.
“Esa fue la primera vez que hablé públicamente de aborto”, dice Rocío Rosero, histórica activista en Ecuador por los derechos de las mujeres. En ese entonces ella era directora del extinto Consejo Nacional de la Mujer (Conamu), que tenía rango ministerial. “Salí a defender el derecho a decidir, la anticoncepción oral de emergencia, a decir que no todas salimos corriendo a abortar”, dice con una risa ligera, mientras se toma un té de frutos rojos en una cafetería de Quito.
“El error de la acción de los antiderechos”, dice Daniela casi veinte años después, “fue demandar la marca y no el compuesto activo”. En Ecuador se dejó de vender Postinor-2, pero no otras marcas de la píldora. Pero los grupos señalados como antiderechos —autoproclamados “provida”— han crecido en estos años.
Tanto que, en 2007, cuando se escribía la nueva Constitución, bloquearon los intentos para incluir la conversación del aborto. Paulina Ponce, comunicadora que ha trabajado en varias organizaciones de mujeres, conoció a Daniela en ese año. Recuerda la presión de los grupos conservadores por incluir el derecho a la vida desde la concepción, por un lado, y la de organizaciones, como la de Daniela, por incluir los derechos sexuales y reproductivos de manera más amplia; curiosamente, ambos propósitos quedaron plasmados en el texto constitucional.
En 2021, mientras la Asamblea Nacional preparaba la ley para interrumpir el embarazo en casos de violación, los grupos conservadores hicieron un intenso lobby para intentar frenar los efectos del fallo de la Corte. Primero, para impedir que hubiera legislación. Después, para presionar que aprobaran una ley con plazos bajos (mencionaron incluso las cuatro semanas), con requisitos que expondrían a las víctimas a más revictimización, como una denuncia en la Fiscalía.
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Daniela y Rosa dejaron de hacer abortos en 2015. Pero por esa época se crearon organizaciones, como Las Comadres, que hasta hoy acompañan a otras mujeres a abortar con medicamentos. Las Comadres (que son cincuenta), dice su vocera Sarahí Maldonado, dieron acompañamiento a cuatro mil mujeres que abortaron solo en 2021. Ellas guían a quienes llaman a su número de contacto, gestionan la compra de las píldoras, y si la mujer lo necesita, están al teléfono, mientras abortan.
Cuando Maldonado recién empezaba a formarse como activista, en la Coordinadora Juvenil del Ecuador (CPJ), conoció a Daniela. “Fue una de las históricas feministas que siempre nos apoyó, incluso en estas formas más radicales”, dice. Hoy están distanciadas. Las Comadres y otras organizaciones decidieron hace cuatro años que buscarían la despenalización del aborto en todas sus causales. Daniela cree que se debe hacer paso a paso. “Por eso, en los últimos quince años he trabajado de cerca con asambleístas y políticos para explicarles por qué hay que despenalizar el aborto por violación”, dice.
La primera vez que la visité para este reportaje, Daniela me dijo que sabía que la ley aprobada por la Asamblea no era perfecta, pero que “al menos había ley”. Pocos años antes, el tema fue censurado por orden del entonces presidente Rafael Correa, quien tenía el control de todos los poderes del Estado. A su mayoría legislativa le prohibió siquiera incluir el tema en la discusión del nuevo Código Orgánico Integral Penal (COIP). A las asambleístas que se atrevieron a proponerlo las sancionó.
La campaña antiaborto oficial fue tan fuerte que el número de mujeres criminalizadas por abortar —a veces incluso por abortos espontáneos— creció exponencialmente. Daniela se enoja al recordar esa época; hoy también está enojada. No solo con el presidente Lasso y su veto que entró en vigencia, sino porque cree que la Corte Constitucional debió despenalizar el aborto por violación sin pedir una ley a la Asamblea, como ha ocurrido, por ejemplo, en Colombia. Catalina Martínez, del Centro de Derechos Reproductivos con sede en el país vecino, piensa que se podría “trabajar en la ampliación” de la causal entendiendo la salud, no solamente en su sentido físico, sino mental y emocional.
Con el celular en las manos y alternando la mirada entre mi rostro y la pantalla, esta médica se percata de que ya la esperan en otra reunión. Me acompaña por el corredor de su organización donde, por 18 años, más de mil mujeres encontraron el aborto que pedían en un país en el cual la criminalización no ha impedido que se siga practicando: el 15 % de las muertes maternas en el país se deben a abortos inseguros. Esa cifra debería ser suficiente para cambiar la realidad sobre el aborto en Ecuador.
#HablemosDelAborto es una conversación digital sobre los efectos sociales de la criminalización del aborto en algunos países de Latinoamérica, así como la urgencia de despenalizar, no solo jurídica sino en entornos cotidianos. Es organizada por Mutante, en alianza con El Espectador en Colombia; GK, en Ecuador; Alharaca, en El Salvador; y Pie de Página, en México. Encuentre en este especial los reportajes de lo que viven las mujeres