Contener el mar con un árbol milenario
El árbol de mangle protege a 15 millones de personas en el mundo de huracanes, tsunamis y de la erosión costera: la pérdida de tierra por el avance del mar. En la región del Sinú, en Córdoba, aquellos que durante años cortaron ese árbol ahora lo siembran.
Fecha: 2024-06-19
Por: Juan Manuel Flórez Arias
Ilustración: Wil Huertas Casallas (@uuily)
Fecha: 2024-06-19
Contener el mar con un árbol milenario
El árbol de mangle protege a 15 millones de personas en el mundo de huracanes, tsunamis y de la erosión costera: la pérdida de tierra por el avance del mar. En la región del Sinú, en Córdoba, aquellos que durante años cortaron ese árbol ahora lo siembran.
Por: JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS
Ilustración: Wil Huertas Casallas (@uuily)
Un grupo de canoas navega por un arroyo hacia el mar. Sus pasajeros más importantes no miden más de setenta centímetros, tienen tallos endebles y unas cuatro hojas cada uno. Son pequeños árboles de mangle. Los hombres que reman los cuidan como si llevaran unos niños. Protegen su fragilidad con la esperanza de que, al crecer, esos árboles se conviertan en una barrera que contenga el avance implacable del mar.
Los mangles van acunados en canastillas y sus raíces aún están ocultas, pero una vez sembradas pueden crecer como zancos que sostienen árboles de más de 40 metros y forman una maraña en la que apenas entra la luz: una red gigante de nervios de madera capaz de mitigar la fuerza de las olas.
Por eso, Justo Morales, de 42 años, rema despacio para que los árboles no se aplasten entre sí. Deben llegar intactos a la costa de Punta Mestizos, una espiga de tierra cerca de San Antero cuya orilla nunca se queda quieta. A veces el mar se adelanta y se come parte de la playa, a veces retrocede como si les diera una tregua, pero siempre vuelve para devorar un poco más. Los mangles, explica Morales, son los únicos que les pueden ayudar a detener ese vaivén de la costa.
Así podría describirse al mangle: un protector milenario en la frontera entre el mar y la tierra. Crece en las desembocaduras de los ríos, entre el agua dulce y salada. Sus semillas se expandieron hace millones de años, viajaron con las placas continentales que se dividían —como a bordo de canoas gigantes de piedra— hasta abarcar las costas de 123 países en América, África, Asia y Australia. Hoy el árbol resguarda a 15,4 millones de personas de huracanes, tsunamis y de la erosión costera: la pérdida de tierra por el avance del nivel del mar.
“Sin el mangle, el mar entraría a la tierra como si tuviera la boca abierta”, explica Dalila Caicedo, bióloga marina y directora ejecutiva de la fundación Omacha, que apoya el proyecto de siembra en Punta Mestizos. “Pocos árboles pueden aguantar el agua salada. Los mangles cuidan las especies que viven en ellos y se cuidan entre sí. Si el de adelante empieza a morir por las olas, los de atrás se fortalecen para aguantar”, agrega.
Pero a veces el avance del océano, acelerado por el cambio climático, es más rápido. Punta Mestizos, en la Bahía de Cispatá, el lugar donde Justo Morales y sus compañeros llevan los mangles para sembrarlos, es un cementerio de árboles arrasados por el mar: el agua salada entró más rápido de lo que los mangles podían resistirla y secó la ciénaga, convertida en un campo anaranjado que se va resquebrajando con cada golpe de las olas.
El árbol que camina
Hace más de ochenta años, cuando el manglar se expandía por la Bahía de Cispatá, en Córdoba, los abuelos de Justo Morales veían ese árbol recién llegado como una desgracia.
Todo comenzó cuando el cauce del río cambió. En 1938 la desembocadura del río Sinú se desvió a la izquierda, unos 30 kilómetros al occidente, por lo que dejó de llegar a la Bahía de Cispatá. Sin la fuerza de la corriente del río en la bahía, el mar empezó a entrar. El agua salada mató a los arrozales sembrados en las antiguas riberas del Sinú.
Y, entre las ruinas de los campos de arroz, creció el manglar.
“La gente lo veía como el árbol que los expulsaba”, cuenta Juan José López, agricultor y líder ambiental que ha estudiado la historia del ecosistema en la zona. “Hubo una migración inmensa. Los arroceros se fueron para municipios de Córdoba y Sucre, algunos incluso hasta Cartagena. Los pocos que se quedaron, lucharon por esa nueva tierra inundada”.
Entre los que se quedaron estaban los abuelos maternos de Morales. Dejaron de trabajar en las albercas y las secadoras de los ingenios de arroz —ochenta años después siguen desperdigadas por ahí, como ruinas oxidadas y mohosas— y empezaron a cortar el mangle, sin saber mucho de ese árbol al principio.
Primero descubrieron que podían usar la corteza para teñir de rojo pieles y telas que vendían en los pueblos de la zona. Luego se pasaron al negocio de la madera, demandada para construcción en todo el Caribe por su dureza y estabilidad. El abuelo le enseñó el oficio a la madre y la madre le enseñó a Justo Morales. Desde niño, aprendió el arte de echar al suelo a esos árboles de raíces entrelazadas.
Lo primero, antes de derribarlo, es conocerlo. Calcular qué tan grueso es el tronco. Los mangleros llevan cintas métricas y, como costureros, rodean el árbol para medir su perímetro en pulgadas. Luego, dividen esa cifra por 3,14: el número PI. “Mi abuelo me enseñó esa fórmula, siempre estuvo en mi familia”, recuerda Morales.
Lo segundo es encontrar la caída del árbol: hallar, entre todas las raíces, cuáles son estructurales y hacer que el mangle ceda en la dirección deseada, sin desplomarse sobre los otros que lo rodean.
“No hay una adaptación de una cultura en el Caribe como la que hubo en el Sinú con los mangleros”, dice Juan José López.
Entre más cortaban el árbol, más aprendían de la complejidad del mundo que había dentro de esas raíces: las especies de peces marinos que nacen allí, donde sus depredadores no pueden alcanzarlos, antes de empezar su vida en el mar; las aves migratorias que cruzan parte del mundo para posarse en las puntas de los troncos; y los cangrejos y moluscos que se mueven por las raíces como por autopistas elevadas.
También conocieron el movimiento de las semillas de los mangles, que flotan como canoas y pueden germinar en lugares muy alejados de los que partieron, a veces al otro lado del océano. No en vano, al mangle le dicen “el árbol que camina”.
“Ese apodo lo recibe por sus raíces como patas alargadas y por el movimiento de sus semillas. Puede desaparecer de un lugar y años después regresar para reconquistarlo. Es lo que ha pasado en Punta Mestizos”, explica Dalila Caicedo.
Durante milenios, el manglar ha avanzado y retrocedido en una disputa con el mar por los límites de la tierra. Esos bordes, y las personas que viven en ellos, son los que están en riesgo por la alteración de la temperatura del planeta debido a la acción humana. En los próximos 50 años, según la Unión para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), el 25 % de los manglares del mundo quedarían sumergidos por el aumento de los océanos: como si la mitad de Panamá desapareciera bajo el mar en menos de un siglo.
El árbol que cuida
Cuando el mangle comienza a morir, habla a través de sus hojas. “Cambian de color, se ponen amarillas o de un verde pálido. Ahí es cuando uno se pellizca y se da cuenta de que él está avisándonos de algo”, dice Justo Morales.
Los primeros en escuchar la voz del árbol fueron aquellos que más lo conocían: los mangleros. Desde los años noventa, las asociaciones de mangleros del Sinú han trabajado con la autoridad ambiental: es la única región en Colombia con áreas definidas de conservación y uso legal del mangle. La comunidad, con permisos del Estado, hace un monitoreo constante del bosque y controlan cuánto cortar y cuánto sembrar. Desde 2006, la Bahía de Cispatá fue declarada como un área protegida.
“Esa relación entre las comunidades y las entidades ha permitido que el proyecto de restauración de la Bahía de Cispatá sea el más consolidado en Colombia”, opina Sandra Vilardy, ecóloga marina y quien fungió como viceministra de ambiente del gobierno de Gustavo Petro, hasta noviembre del año pasado.
Hace 15 años, cuando las organizaciones ambientales y el Estado llegaron a la bahía con recursos para hacer la restauración, los mangleros acompañaron a los científicos en los recorridos y les ayudaron a llegar al diagnóstico: el mangle moría porque no le llegaba el agua dulce. La forma de recuperarlo, entonces, era encontrar las rutas de los arroyos ocultas entre la maleza, muchas de ellas bloqueadas por las propias raíces de los árboles.
“Solo los mangleros sabíamos los nombres de esos caños y podíamos hacer un mapa para la restauración. Podemos ir de cualquier punto de la bahía a otro sin perdernos. No hay un GPS mejor que la memoria”, dice Morales.
Así comenzó a renacer el manglar en Cispatá, con un inventario de nombres de los cursos del agua. Lo siguiente ha sido destapar esos caminos: grupos de hombres y mujeres con botas de plástico, hundidos en el barro hasta las rodillas o hasta el cuello, que abren el monte con el sonido rítmico y metálico de sus machetes.
Mientras tanto, los pequeños mangles crecen en viveros en San Antero hasta que alcanzan la altura suficiente para emprender el viaje hacia el mar. El camino termina cuando las canoas encallan en la costa de Punta Mestizos. Justo Morales y sus compañeros bajan los mangles delicadamente en las canastillas, unos diez en cada una. Los siembran distribuidos por lo que solía ser la ciénaga, entre los restos de árboles muertos que han quedado allí. Las escasas hojas verdes de los nuevos mangles destacan entre el campo de troncos blancos e inertes.
“Ahora empieza la batalla del crecimiento”, dice Morales. “Tratamos de sembrarlos a distancias equivalentes, pero luego cada cual crece como puede. Los que lo hacen más lento se estresan. Se quedan pequeños y se hacen adultos así. Son los primeros que empiezan a parir sus semillas”.
Esa lucha silenciosa de los árboles le ayuda al bosque a expandirse. Las semillas prematuras de los mangles más pequeños caen en el agua lodosa. Avanzan flotando y germinan un poco más allá. Cada árbol nuevo es un paso del bosque hacia la costa: el manglar no solo ayuda a contener la erosión, también expande la tierra amenazada por el mar.
No es una solución infalible. El manglar por sí solo es insuficiente para contener la erosión costera. Las playas, explica Sandra Vilardy, están hechas de piedras, corales y algas repetidamente trituradas por las corrientes de los ríos y del mar. Los pequeños fragmentos dispersos en las olas quedan atrapados en las raíces del manglar. Luego, corrientes más suaves, paralelas a la tierra, llevan esas arenas hasta las playas.
Pero si el camino de los sedimentos es cortado antes de llegar —si quedan atrapados en muros de cemento como los que abundan en las playas del Caribe o si son retirados con dragados de la base de los ríos— la ola llega al manglar solo con su empuje. Y eventualmente arranca el árbol de raíz.
En los últimos 20 años, han desaparecido 89.000 hectáreas de manglar en Suramérica. El 70 % de esa pérdida ha sido por el aumento del nivel del océano y la falta de sedimentos. Si todo se mantiene igual, el árbol seguirá retrocediendo. El mar en la Bahía de Cispatá estaría 88 centímetros más arriba en 2100.
Puede que el manglar sobreviva, como lo ha hecho durante millones de años, pero que no logre detener la erosión costera. Los mangles inundados dejarían sus semillas flotando y estas podrían germinar tierra adentro, en la nueva frontera que marque el mar. Si eso pasa, los pequeños árboles de Justo Morales quedarían sumergidos antes de alcanzar a crecer.
Él trata de evitarlo. Los siembra lo más lejos que puede de la orilla, para darles tiempo de ser más grandes cuando llegue el mar. Pero, incluso con todas las precauciones, cuidar una vida es un acto incierto: “Armamos una barrera de mangle y confiamos en que funcione. Pero quién sabe qué pase. Usted sabe, con la naturaleza nadie puede”.
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