La buena muerte de mi papá
A Ligia, Alberto, y a las 692 familias que acompañan la eutanasia.
Fecha: 2025-01-17
Por: Nathalia Monroy Veloza
Ilustración de:
LAURA OSPINA (@Lauraospinamontoya)
Fecha: 2025-01-17
La buena muerte de mi papá
A Ligia, Alberto, y a las 692 familias que acompañan la eutanasia.
Por: NATHALIA MONROY VELOZA
Ilustración de:
LAURA OSPINA (@Lauraospinamontoya)
Mi papá escogió el jueves 20 de junio de 2024 para morir.
Esta fecha le daba tiempo para dejar sus cosas en orden: traspasos de propiedades, despedidas de sus seres queridos, escoger el día y el lugar de su funeral, el sitio para que depositáramos sus cenizas e incluso darme tiempo para un viaje a Chile que ya tenía programado con mi esposo.
Cuando regresé del viaje, me quedé con él y con mi mamá en su apartamento para disfrutar de bromas como “noviembre ya no va a existir” (me lo decía porque yo cumplo años en ese mes); jugar 4 en línea nuestro juego favorito; escuchar sus últimos consejos sobre qué carro comprar porque ahorra más gasolina o tiene mejor rendimiento; y aprovechar el poco tiempo que me quedaba con él para decirle lo mucho que lo amaba, abrazarlo y llorar sobre su pecho.
La noche antes de la fecha final, la niña que fui le dijo a la adulta que soy que durmiera con él. Nos arrunchamos como solíamos hacerlo cuando era chiquita. Cerré los ojos, pero me costó dormir porque sabía que al despertar sería el último día que vería a mi papá con vida.
La mañana siguiente fue rara. La enfermera de mi papá llegó a las siete. Lo pasamos a la ducha para darle su último baño con agua muy caliente, como le gustaba, y luego lo vestimos con una camisa y un saco azul y un pantalón de sudadera gris. Desayunó café con un trozo de ponqué remojado. Mi mamá, mi esposo y yo desayunamos lo mismo, aunque amargados por una nostalgia profunda.
Antes de que llegara la ambulancia, hubo tiempo para una última despedida de su enfermera, que además de cuidarlo se había vuelto su confidente. Luego tomé a Renata, mi perra, que saltaba a su cama para darle un lametazo que lo hacía reír cuando llegaba a visitarlo. La acerqué a su cara, ella lo miró sin saber qué pasaba y él le dio un último beso antes de salir del apartamento en su silla de ruedas, empujada por el enfermero de la ambulancia.
En las películas y en la vida real
Mi papá era químico, tenía 54 años y trabajaba desde hacía 10 años en el acueducto de Funza, Cundinamarca, en el área de potabilización de agua. Era una persona que gozaba de buena salud, con un peso acorde a su estatura (1.60 m). Si bien tuvo uno que otro hueso partidos por juegos en su infancia, en general era fuerte.
Para ese fin de año de 2011, habíamos acordado pasar la Navidad con un hermano de mi mamá en Mosquera, Cundinamarca, allí se reuniría toda la familia. El 22 de diciembre, estábamos almorzando con una hermana de mi mamá y su esposo en el apartamento en el que vivíamos entonces. Mi papá terminó de almorzar y entró en el baño. Al ver que no salía después de un rato, mi mamá abrió la puerta y lo encontró sujetándose del lavamanos para no perder el equilibrio. Lo ayudamos a salir del baño y notamos que no podía hablar, solo nos miraba con mucho miedo. Mis tíos nos llevaron en su carro hasta la clínica Shaio, pero el trayecto nos tomó una hora. En la clínica le hicieron exámenes, lo dejaron en observación esa noche y todo salió “bien”. El 24 de diciembre le dieron el alta y celebramos la Navidad en familia.
Dos días después, vi la película La escafandra y la mariposa, que cuenta la historia de un hombre que, después de una embolia, pierde sus capacidades motoras y queda sin habla. En ese momento no podría saberlo, pero veinticuatro horas después mi papá se encontraría en la misma situación. La alerta fue un grito de mi mamá a las ocho de la noche diciéndome que a mi papá le estaba repitiendo el ataque. Salté de la cama para ir a auxiliarlo. Al no conseguir ningún cambio, llamamos a mi abuelo, que también vivía en Funza y tenía carro para llevarlo de nuevo a la Shaio. Al llegar a la clínica, él ya no podía caminar ni hablar.
Cuando volví a verlo, mi papá estaba entubado y en camino a la Unidad de Cuidados Intensivos. Mi mamá me explicó que había convulsionado y que por eso lo tenían que trasladar. Al día siguiente, en el horario de visita de una hora por la mañana y otra por la tarde, pudimos verlo. Tenía sus manos amarradas con una sábana a la cama, aún tenía un tubo que le atravesaba la garganta, y los ojos permanecían muy abiertos, como tratando de buscar una explicación que yo no tenía.
Ese fue el 31 de diciembre más triste y lleno de incertidumbre que vivimos. El 1 y el 2 aún no sabíamos qué estaba pasando. El 3 de enero de 2012, los dos neurólogos que lo trataban finalmente nos abordaron a mi mamá y a mí. Como si fuéramos niñas de primaria, dibujaron el cerebro y la columna vertebral en una hoja blanca. Nos explicaron que, después de varios exámenes, habían determinado que mi papá había sufrido un accidente cerebrovascular (ACV) en la arteria basilar, un tubito pequeño pero importante que conecta el cerebro con la columna y el resto del cuerpo. No había nada que hacer, solo esperar su evolución y esperar que con terapia pudiera recuperar algo de sus capacidades motoras.
Al terminar esta explicación, bajamos de la UCI y, en la sala de espera, estaban mi esposo, que por entonces era mi novio, y unos hermanos de mi mamá. Nos abrazamos y lloramos con un programa del chef Anthony Bourdain de fondo, que pasaban todos los días a la hora de visitas en el televisor de esa sala.
Lo primero que pensé fue en cómo le íbamos a decir a mi papá que ya no podría caminar ni valerse por sí mismo, que en su cuerpo se había producido un corto circuito. Esa fue la metáfora que usaron los neurólogos para que pudiéramos entender la situación. En la siguiente visita, tuve el impulso de decírselo, ya que estaba despierto. Le conté sobre su ACV y él solo cerró los ojos en señal de entendimiento. Cuando lo pasaron a la habitación, unos 15 días después, el sí se convirtió en un parpadeo y el no, en dos. Al preguntarle si entendía lo qué estaba pasando, cerró los ojos una sola vez.
Un nuevo sol
Durante los dos meses que estuvo interno en la clínica, nuestra rutina diaria consistía en viajar todos los días de Funza a Bogotá con un paquete de seis pañales. Al salir de la UCI, donde lo veíamos muy poco, fue trasladado a diferentes habitaciones, en el primer y segundo piso. Mi mamá y yo hicimos turnos de 36 horas cada una para cuidarlo, lidiar con infecciones, sondas, el bip de la máquina que monitoreaba su pulso, distintas enfermeras y médicos, discusiones familiares…
Cuando por fin le dieron salida, no fue para irse al apartamento, sino a una clínica de cuidados especiales, mientras adaptábamos una casa nueva que mi papá y mi mamá había comprado el año anterior y que él se había dedicado a dejarla habitable, pero que no era apta para una persona en silla de ruedas. Allí estuvo un mes más, y aunque lo cuidaron bien, no pudieron evitar que sus músculos se atrofiaran y que sus piernas y manos terminaran dobladas. Lo mejor de aquel lugar fue el tablero de abecedario que nos presentaron para poder comunicarnos. Mi papá aprendió a señalar las letras con sus ojos y nosotras aprendimos a descifrar lo que intentaba decir. Al principio era muy errático, nos demorábamos en entender lo que nos quería decir y él se frustraba, pero con la práctica la comunicación mejoró.
Cuando finalmente volvimos a casa, él tenía hospitalización domiciliaria, una modalidad de las Empresas Promotoras de Salud (EPS) para brindar los servicios que el paciente necesita en casa. Contaba con médico, terapias física, fonoaudiológica, respiratoria y ocupacional, pero la rutina de cuidados igual era difícil para mi mamá y para mí. Cuando mi papá se enfermó, yo acababa de renunciar a un trabajo. Eso me permitió dedicarme a su cuidado durante un año. Desde ese momento, mi papá fue nuestro sol y era inevitable girar en torno a él. Hubo días en los que seguro hasta se olvidaba de su cuadriplejia y de su falta de habla, tal vez cuando fuimos de paseo a Villeta y se metió en la piscina con un flotador y gafas negras. Pero creo que nunca volvió a ser muy feliz.
Nosotras tampoco lo fuimos. Mi mamá entró en depresión, lloraba sola en su habitación, y nadie se dio cuenta, ni siquiera yo. Tal vez porque estaba lidiando con mi propia ansiedad. Comencé a imaginarme todos los peores escenarios posibles mientras asumíamos un rol de cuidadoras, que a menudo resultaba pesado: toda la atención se destina a la persona enferma y la rutina se va llevando todo por delante. Asumir ese papel fue automático, no sé si por ser mujeres a las que, desde pequeñas, nos enseñaron a cuidar: a mi papá había que aplicarle crema todos los días para hidratar su piel; cambiarle el pañal, aunque tocara darle varias vueltas y él terminara mareado; insertarle la sonda de alimentación en su gastrostomía, es decir, un tubo de alimentación en el estómago a través de una incisión en el abdomen para que un líquido con todas las vitaminas que necesitaba entraran directamente en su estómago.
Dormíamos con él a los pies de una cama sencilla por miedo a que le pasara algo, mientras podíamos comprarle una cama hospitalaria con barandales a los lados, pensando en que se podía caer. Verlo tan vulnerable, especialmente al momento del baño, hizo que le costara aceptar su desnudez frente a mí. Alzarlo, yo por debajo de los hombros y mi mamá de las piernas para bajarlo de su habitación, situada en el segundo piso, y poder salir a la calle fueron cosas que tuvimos que aprender sobre la marcha.
Volví a trabajar un año después de su ACV. Entré a una agencia de prensa, lo que me permitió viajar y sumergirme en un mundo que desconocía. Incluso pude olvidar por momentos la realidad que estaba viviendo y tener diferentes temas de conversación a los de mi casa. Tenía 24 años y tenía que seguir con mi vida. Después de haber pausado las ganas de estudiar durante cinco años, hice una especialización en Comunicación Digital y me casé. Aunque debo confesar que el día que salí de la casa de mis papás lo hice con dolor y tristeza, más que con emoción y ganas de empezar una nueva vida junto a mi esposo.
Otra fue la historia de mi mamá. Fue su cuidadora permanente hasta el último día. Fue esa mujer que, más allá de los votos matrimoniales, logró encontrar en su corazón la fuerza para seguir adelante y no derrotarse en cada momento de frustración y desesperanza, ante la realidad de que mi papá no iba a volver a ser el mismo de antes. Hubo momentos en que quiso mandar todo a la mierda, pero el amor la hizo quedarse a pesar de su deterioro físico y emocional.
Apto para morir
Una década después de su accidente, en 2022, mi papá comenzó a ver en la televisión noticias sobre personas que se practicaban la eutanasia; palabra que en griego significa: buena muerte. Me preguntó cómo se hacía, quién se la podía aplicar y a quién se le solicitaba. Yo le expliqué lo que sabía y entendí lo que me quería decir, así que le dije que, cuando él decidiera someterse a este procedimiento, yo lo ayudaría.
Dos años después, en febrero de 2024, estábamos en mi apartamento y él estaba muy serio. Desde 2023 se había vuelto más huraño y su sonrisa era cada vez más escasa, pues las desviaciones en sus caderas y piernas, causadas por la postura que mantenía desde hacía 12 años, le dolían cada día más. Mientras estábamos en la sala hablando, me preguntó: “¿Si me va a ayudar con la eutanasia?” Solo respiré, asimilé lo que me estaba diciendo, y le dije que sí.
Mi papá decidió que ya no quería sufrir más y que no quería que nosotras nos deterioráramos con él, pues las hernias y los discos pegados de la columna de ambas, el burn out de mi mamá y la depresión que sufría ya habían llegado a su límite. Fue difícil ver sus ojos señalar cada letra en el tablero del abecedario y decirme: “Estoy cansado”, pero su mal genio, la frustración y la tristeza constante me hicieron entender que su vida no era mía. Cuando le conté a mi mamá sobre su petición, me dijo que ella ya lo sabía, que mi papá hacía días que le había expresado lo mismo, pero era él quien me lo tenía que decir.
Activé mi lado periodístico y comencé a buscar todo lo relacionado con el tema. Hablé con un tío que es médico y me envió toda la información posible, archivos que siguen guardados en mi correo y que nunca abrí. Mi mamá y yo hablamos con el Instituto Prestador de Salud (IPS) que atendía a mi papá. Le hicieron una valoración psiquiátrica y él le expresó a la doctora que nos atendió que ya quería morir. Remitieron su caso a la Empresa Promotora de Salud (EPS) y al día siguiente nos llamaron para informarnos que ya tenían el caso y necesitaban alguna documentación.
Nunca pensamos que este tema administrativo fuera a resultar tan rápido, ni que mi papá se iría antes de terminar el semestre, pero ver su sonrisa en cada paso que dábamos para acercarnos a ese momento nos impulsaba a seguir adelante y a entender que era su vida y no la nuestra.
Días después, nos llamaron de otra IPS para informarnos que habían sido asignados para aprobar o denegar el procedimiento para mi papá. Les enviamos el documento de voluntad anticipada, en el que se expresa la solicitud de morir dignamente, su historia clínica y el certificado del médico tratante.Tres días después, recibimos un correo que decía: APTO. Recuerdo la carcajada de mi papá y sus ojos iluminados de emoción.
Ahora era el turno de contarle a la familia de mi papá, de mi mamá y a sus amigos más cercanos. Para la mayoría, mi papá era muy valiente; esa fue la palabra que más se repitió. Otros se asombraron mucho y llegaron a decirnos que “solo Dios nos puede quitar la vida”. A nosotros nos tenía sin cuidado la opinión de los demás. Con cada despedida, se activaba un conteo regresivo en mi cabeza. Sabía que cada día que pasaba era uno menos con mi papá, pero también uno más para disfrutar de su compañía.
Un viaje sin regreso
Ese 20 de junio llegamos a las diez de la mañana a la clínica especializada en cuidados paliativos y procedimientos de muerte digna o asistida, que se despenalizó en Colombia en 1997 y se reguló en 2017, ampliando desde entonces el grupo de personas que pueden acceder a ella. Entre ellas se encontraba mi papá, que no tenía una enfermedad terminal, pero sí una incurable que le causaba sufrimiento.
Como él iba en ambulancia, lo ingresaron primero para ubicarlo en una habitación. Cuando lo pudimos ver, estaba en una cama hospitalaria mirando por la ventana y con la mano izquierda canalizada, con una bolsa de suero colgada en la cabecera y un monitor que registraba los signos vitales que pronto se convertirían en una línea continua.
Entramos seis personas que él escogió: dos hermanos de mi mamá, la hermana de él, mi esposo, mi mamá y yo. Todas llevábamos batas desechables de color azul y tapabocas. Aún no entiendo este protocolo en el final de la vida, cuando ya nada ni nadie puede contagiarse. Sin embargo, teníamos que cumplir con las reglas de ese lugar que no estaba hecho para salvar la vida, sino para facilitar la muerte y el descanso.
El médico, un hombre blanco, alto y de unos 55 años, con uniforme azul, llegó y nos explicó el procedimiento: “En este suero le pondremos un sedante, él se va a quedar dormido y sus signos irán bajando. Luego le aplicaremos otro medicamento y con ese se va a ir. No va a sentir nada”. Fácil, sencillo, como dictar una receta. Luego vino un psicólogo, un hombre de mediana estatura, blanco, joven, con gafas. Habló con nosotros y le preguntó si quería tener una última comida. Mi papá dijo que quería una ensalada de frutas. Todos participamos de esta “última cena” de frutas picadas con crema de leche envasada en un tarro de icopor con tenedor de plástico blanco. Yo le di sus últimos bocados y su cara de felicidad al comerlos nunca la olvidaré.
Quien quiso tuvo un tiempo a solas para despedirse; yo ya le había dicho todo lo que sentía, todo lo que lo amaba y todo lo que daría para que nada de esto hubiera pasado, e incluso le había leído el discurso que daría en su funeral para que lo aprobara. Me recosté a su lado, le tomé la mano, lo besé, lo abracé, y hablé con mi papito hermoso por última vez. En esa charla me dijo que si me acordaba de cuando jugábamos con piquis y trompo o del día que me enseñó a montar en mi bicicleta morada, que me regalaron en una Navidad. O cuando jugábamos a la médica y él era mi paciente, o cuando hacía fila en mi banco imaginario para que le diera dinero de mentira. Él fue el mejor compañero de juegos que pude tener. No necesité a nadie más para tener una infancia feliz.
Cuando cada uno habló con él, llamamos al médico y le dijimos que estábamos listos, bueno, mi papá estaba listo. El médico le dijo que se imaginara que llegaba a un aeropuerto, que iba a tomar un avión que lo llevaría al mejor destino, que ese sería el mejor vuelo de su vida. Rodeado de los que pudimos estar, mientras yo le cantaba algunas de sus canciones preferidas, como Pueblito Viejo y Los Guaduales —entre otras que habían sido repertorio de una serenata que le di el último día del padre—, mi papá se fue en ese avión sin pasaje de regreso al destino más pleno y dichoso para él: un lugar sin dolor, donde volvería a caminar y a hablar.
Quince minutos después, me acerqué a su pecho y noté que su corazón había dejado de latir. Sus piernas y brazos se estiraron como si su cuerpo entrara en completa relajación. Mi mamá, abrazada por sus hermanos, estaba frente a él, acariciándole los pies, y yo seguía junto a su cabeza tratando de grabar su olor en mi memoria. El médico y una enfermera entraron en la habitación para que el monitor no hiciera el típico bip de cuando alguien muere, y nos dijo: “Doce y veintisiete de la tarde”. Lo besé en la frente, lo abracé y me despedí de su cuerpo inerte. Solo recuerdo mucho llanto y sentir cómo se apagaba un pedazo de mi corazón junto con el suyo.
Cuando mi mamá y yo salimos de la clínica, nuestros familiares que estaban afuera esperándonos se enteraron de que mi papá ya se había ido. Nos abrazamos y lloramos juntos. En medio de la confusión y del modo zombie en el que entramos, alguien mencionó que debíamos llamar a la funeraria y activar el protocolo para la recogida del cuerpo. Ya era mediodía y, para apaciguar la tristeza, fuimos a una cafetería. A mí no me apetecía nada, pero tomé una Pony Malta para complacer a los demás.
Dos horas después, tras hablar con el asesor de la funeraria, que nos explicó los trámites burocráticos que debíamos realizar, llegó una camioneta blanca y le tuve que entregar la ropa que mi papá había escogido al conductor: una camisa azul, un pantalón de sudadera azul y su saco favorito, también de color azul. A pesar de que todos éramos familia y el procedimiento se había llevado a cabo en un lugar acreditado, teníamos que reconocer el cadáver ante el funcionario. Yo no fui capaz, así que mi esposo asumió esa responsabilidad. Cuando sacaron su cuerpo de la clínica, en la típica bolsa negra, no quise verlo. Allí ya no estaba mi papá.
Fuimos a la funeraria a escoger un ataúd de color café mate, muy sobrio, y la caja para las cenizas que luego reposarían en la iglesia principal de Funza, su pueblo natal. También dimos los datos para los avisos que pondríamos en diferentes lugares para informar sobre la muerte de mi papá. Mi mamá, mi abuelo, los hermanos de mi papá, mi esposo y yo invitábamos a sus exequias. Después, fuimos a una notaría a firmar un poder. Todo esto, y durante otros dos días, lo hicimos con el dolor en pausa y en modo zombie para atender a quienes asistieron a su funeral. La iglesia se llenó, tal y como él quería. Había insistido en que su funeral fuera un sábado, para que todos y todas las que lo conocieron pudieran ir a despedirlo.
Los primeros días después de su cremación fueron raros. Sabíamos que él ya no estaba, pero no lo asimilábamos. Recibimos llamadas y mensajes, nos regalaron plantas y hasta una crisálida de mariposa que extendió sus alas el día que nos entregaron las cenizas del cuerpo de mi papá.
Aprender a vivir sin él ha sido todo un desafío, sobre todo para mi mamá, que dedicaba el 100 % de su tiempo a él y a su cuidado. Ella vivió unos días en mi apartamento para no sentirse sola, pero un día dijo que ya quería irse a su espacio, así que volvió al apartamento en el que vivía con mi papá. Fue doloroso, pero necesario para entender que merecía seguir adelante y que él estaba bien.
Ambas hemos recibido asistencia psicológica particular desde antes de que mi papá se fuera, porque ni la EPS ni la IPS nos la dieron. Dijeron que no les correspondía.
Han pasado seis meses y, aunque fui el vehículo para que mi papá pudiera poner fin a una vida encerrada en una jaula de oro, como él se lo describió a su enfermera, aún llevo un duelo que cuesta asimilar y en el que lo extraño cada día. Pasé un primer cumpleaños sin él, en el que llevé a mi mamá al mar para que ella descansara y como una forma de homenaje a él. La nostalgia hizo su aparición con cada ola.
El 27 de diciembre que pasó soñé con él. Estaba de pié en un balcón y lucía como era antes de su ACV. Tenía los cachetes redondos y su sonrisa pícara y característica. Le pregunté si se encontraba bien y me dijo que sí. Le pregunté si había viajado mucho y me dijo que sí. Lo abracé. Al despertar, sonreí.
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