Una casa para envejecer: el desvelo de una sociedad que se hace mayor

Fecha: 2024-04-06

Por: Karen Parrado Beltrán

Una casa para envejecer: el desvelo de una sociedad que se hace mayor

Por: KAREN PARRADO BELTRÁN

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¿Dónde voy a apoyarme para sobrepasar un escalón? 

¿Dónde voy a sentarme para no resbalar en la ducha? 

¿Quién me acompañará a los controles médicos?

¿Quién me recordará que debo tomarme la pastilla?

La vejez empieza con preguntas. A veces se resuelven con un sencillo ajuste (basta instalar una baranda en la escalera o introducir una silla plástica en la ducha), a veces se convierten en un gran factor de angustia (no hay dinero para pagar una enfermera). 

Son interrogantes cotidianos, pero no por ello menos importantes, en América Latina, una región que envejece aceleradamente, como lo señala la CEPAL en un informe publicado a mediados de 2023. La que antes era una pirámide demográfica, ahora es más una campana. Desde 1960, la base de la población menor de 19 años se ha reducido y el centro y la cúspide se han abultado. En Colombia, había aproximadamente siete millones y medio de personas mayores de 60 años en 2023, un 14.4 % de la población. Se proyecta que para el año 2031 serán diez millones. 

Ante esa nueva realidad demográfica, surgen preguntas más estructurales, tanto para la sociedad como para el Estado: ¿Dónde y cómo van a vivir los mayores? ¿Quiénes van a cuidarlos? ¿Cómo se van a financiar estos cuidados?

Un tercio de los adultos mayores en Colombia no tiene vivienda propia. Y para quienes sí lograron tener una casa en la adultez, esta ya no es garantía suficiente en sus últimos años, pues muchos ancianos necesitan una casa cuidadora o  una vivienda externa con distintos nombres y reputaciones: asilos, hogares geriátricos o refugios de ancianos donde hay cupos y capacidades limitadas. Están surgiendo otras opciones inmobiliarias para la tercera edad, pero solo una minoría puede pagar sus altos costos: en la vejez también se refleja la gran desigualdad social que hay en el país.

Según la Encuesta Longitudinal de Protección Social del DANE, cerca del 30 % de las personas de alta edad (60 años y más) no tienen vivienda propia.

La casa de ‘Geno’

—Con mi abuela sí lo discutimos —dice Laura Salomón, sentada en un bordillo del parque del barrio popular que ayudó a construir su abuela, en la frontera entre Medellín y Bello.

—¿Llevarla a algún lado? 

—A un geriátrico.

—¿Crees que tu abuela hubiera accedido a ir?

—Nooooo. Mi abuela fue muy autosuficiente toda su vida. Yo digo, metiéndome en su cabeza, ella demás que pensó: yo por qué hijueputas me tengo que ir para un lugar, sabiendo que toda mi vida trabajé para tener mi propia casa.

Así es como Laura recuerda a María Genoveva, o ‘Geno’ como le decía a su abuela, a quien cuidó los últimos años de su vida, antes de que ella falleciera en 2021. No fue nada fácil. Cuando estaba por cumplir los 80, Geno dejó de reconocer, incluso a su nieta, y se fue tornando cada vez más agresiva. A veces la golpeaba porque la confundía con una hermana en la infancia. “Cuando ella me tiraba una piedra, yo la esquivaba y ¡pum!, quebraba una escala”, cuenta Laura. “Es que mi abuela, cuando tuvo esos episodios de agresividad, también estaba acabando con la casa”.

La abuela de Laura fue de las fundadoras del barrio Playón de los Comuneros. Cuando ella llegó eran solo lotes vacíos. El de Geno era de los más grandes; lo cuidaba en las noches para que no se lo quitaran y lo retuvo poniendo ladrillos encima. Con los años, Geno levantó una casa propia, piso a piso. Sus últimos días los vivió en el segundo, donde siempre conservó los cuadros de Gardel, del abuelo y los de ella, con fotos de sus hijos y nietos. 

Aunque Geno era afortunada porque tenía vivienda propia y a su familia cerca, para ellos era cada vez más difícil cuidar de la abuela. No era su culpa, pero la vejez estaba rompiendo las relaciones de la familia y los ladrillos de la casa. Era como si, a medida que el cuerpo de Geno se deterioraba, la casa también. Por eso, en un momento, el padre de Laura pensó que quizás era mejor buscar un geriátrico. Visitó algunas opciones en el Oriente antioqueño, pero regresó llorando. Dijo que jamás llevaría a su madre a un lugar de esos. Así que Geno se quedó en su casa, al cuidado de su familia, hasta el final. 

Laura la cuidó especialmente en los últimos años del alzhéimer. Cuando llegó la pandemia, se dedicó casi que exclusivamente a ella, y a su abuelo: estaba pendiente de sus medicinas, de la seguridad de la casa y de las comidas diarias. Eso le hizo difícil encontrar trabajo e, incluso, intentar buscar oportunidades fuera del país. En un punto, no pudo evitar deprimirse. Fue una labor que nunca tuvo ningún tipo de remuneración.

Envejecer es una etapa que impacta el cuerpo y las emociones de la gente.

El caso de Geno y su nieta Laura es el común denominador: el cuidado remunerado representa únicamente el 5,6 % del total nacional y la principal fuente de cuidado de las personas mayores en Colombia son sus familias. Recae, sobre todo, en las hijas, nietas, hermanas menores o sobrinas. Un informe de Misión Colombia Envejece publicado en 2023 asegura que el 85 % de las personas que cuidan a los adultos mayores son mujeres. 

Aunque ha pasado por crisis, Laura asegura que no se arrepiente de cuidar a su abuelo y a ‘Geno’ hasta su muerte. “Desde que supe que mi abuela necesitaba alguien que la cuidara, yo le di lo mejor de mí. Sé que si hubiera vivido sus últimos años en otra casa o en un ancianato, no hubiera estado tranquila ni feliz”, dice.

Vivir en otro universo

Mónica Mejía dice que está colapsada. Es una mujer de 35 años, madre de una niña de cinco e hija de Consuelo, una mujer con alzhéimer de 77 años. Las tres viven en un apartamento en Bogotá, del que Mónica debe varios meses de arriendo. 

Dedicada exclusivamente al cuidado, dejó su empleo formal hace un par de años y se sostiene con algunos trabajos esporádicos para complementar la pensión de su madre, que tampoco es mucho. Consuelo fue una empleada pública que vio afectada significativamente su jubilación al pasar de un fondo público a uno privado a inicios de los 2000, según cuenta Mónica. Buena parte de la pensión se va en cubrir su sostenimiento básico, pero además Consuelo necesita atención especializada. Asiste a una institución algunos días a la semana. “Por mi mamá se paga casi la misma pensión del jardín de mi hija. Y mi hija va todos los días al jardín, mi mamá solo dos veces a la semana”, explica Mónica. “Más un arriendo en Bogotá, más servicios, más la comida, ¡que está carísima!”, lamenta. 

Mery Torres, una psicóloga colombiana especializada en gerontología y representante del campo de Psicología y Familias del Colegio Colombiano de Psicólogos, dice que en el momento de hacerse viejo se cosecha lo que se siembra. Envejecer es una etapa que impacta el cuerpo y las emociones de la gente. Y aunque existan desigualdades, lo común es que todas las personas experimentan desafíos al envejecer. “Asociados a los cambios orgánicos, pero también psicosociales”, apunta la especialista. Es ahí que menciona una variable importante: determinantes sociales de la salud. “Dentro de ellos está la vivienda”, dice.

Según la Encuesta Longitudinal de Protección Social del DANE, cerca del 30 % de las personas de alta edad (60 años y más) no tienen vivienda propia.

“Y es que quién se hace cargo de un adulto cuando no hay un doliente, cuando no hay familia… porque el Estado, pues, tampoco”, Mónica Mejía.

Cuando una persona mayor no tiene una vivienda, debe desplazarse constantemente, pagar arriendo o, incluso, no puede pagarlo porque no es pensionada o no tiene un trabajo, vive bajo un estrés permanente. Y ese estrés pasa una factura diferencial. “Es un determinante de la salud mental que puede indicar mayor riesgo de desarrollar ciertos problemas, incluso trastornos, como la ansiedad y depresión, que son muy frecuentes en las personas mayores”, explica Torres.

Ese estrés también puede trasladarse entonces a los familiares. En el caso de Mónica, además de la angustia económica, también se siente sola. Ya no habla con sus hermanas. “Están muy metidas en su mundo, en sus problemas y no hay cabida para nada más”, dice. 

A pesar de la carga que siente, para Mónica es claro que la casa de su madre debe ser la suya. “Mi mamá le tiene pánico a los asilos, pánico a los ancianatos”. De alguna manera, ha tratado de acomodar su apartamento lo mejor que ha podido, para volverlo seguro y confortable. También lo ha llenado de revistas de sopas de letras. 

“Yo siento que vivo en otro universo”, dice. Cuando otras personas pasan algún tiempo en su casa y ven su dinámica, le preguntan cómo hace. Lo cierto es que cuando intenta explicarlo, a Mónica se le quiebra la voz. “Y es que quién se hace cargo de un adulto cuando no hay un doliente, cuando no hay familia… porque el Estado, pues, tampoco”. afirma, con un nudo de emociones en la garganta. 

Es una situación que preocupa a los expertos en vejez como Hernando Torres, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. “Se nos agotó el bono demográfico y vivimos una transición demográfica retadora”, dice. El profesor cree que hay una respuesta “bastante deficiente” del Estado y una escasa cultura de la seguridad social: “no prevemos lo que nos va a pasar hacia adelante”. 

Los programas sociales del Estado colombiano para las personas mayores se han concentrado principalmente en subsidios mensuales. Colombia Mayor es el más conocido y el de mayor cobertura en el país —cerca de un millón setecientos mil beneficiarios—. “El problema es que solamente les permite un ingreso de 80.000 pesos mensuales”, anota el profesor Torres. “Que es obviamente una dimensión muy corta para poder subsistir en un medio como el nuestro”, agrega.

A finales de febrero, el presidente Petro anunció un aumento en el pago de este subsidio para los beneficiarios mayores de 80 años, cerca de 500.000 adultos mayores del país sin pensión. La medida contempla un alza de 80.000 a 225.000 pesos mensuales, a partir de junio. En el país siete de cada diez adultos mayores no tienen una pensión, lo que lleva a muchos de ellos a vivir en la pobreza y la informalidad laboral durante su vejez.

La diferencia en la brecha de cuidado entre los viejos pobres y los viejos ricos es más del doble en Colombia.

A todo esto se suma que el país y la región se dirigen hacia lo que se considera un hito demográfico: el año 2035. En un reciente informe sobre el envejecimiento en América Latina y el Caribe, la CEPAL asegura que ese será el año en el que la población de personas mayores (60 años y más) pasará a ser más numerosa que la de los jóvenes (menores de 15 años). Y en menos de treinta años, en 2050, las personas de 80 años y más serán el grupo más grande entre los adultos mayores de 60.

Gráfica (pag 38 Cepal)

“Los cuidados de largo plazo se encuentran en crisis”, dijo la Cepal a finales del año pasado, “y requieren, también, una urgente reorganización, redistribución y revalorización social”. Mónica dice lo mismo, aunque en términos menos técnicos: extraña una comunidad que respalde sus esfuerzos de cuidado. “Aquí todos viven o vivimos como si nunca fuéramos a ser viejos”, dice.

Un cuarto compartido

“Como pobre tenía todo lo que necesitaba”, recuerda Yolanda, o María Yolanda Henao Puerta, como dice el papel impreso junto a su cama de metal. La mujer, de 68 años, vive en el Refugio de Ancianos San Cristóbal, una casona en el centro oriente de Medellín, administrada por una fundación sin ánimo de lucro. El municipio es el que cubre la estancia de la mayoría – 60 de los 67– de los ancianos que alberga. 

Yolanda, que llegó hace cuatro meses, pero lleva nueve años viviendo en hogares pagados por el municipio, antes tuvo una casa. “Cuando a mí me aporrió un carro, hice las vueltas de la indemnización y me dieron una limosna”, cuenta moviendo su rostro cubierto por unas gafas oscuras. “Con esa limosnita me fui pal barrio y compré un terrenito”. Eran tres millones de pesos. Se los dio al combo que dominaba el barrio y luego levantó una casa sencilla. Meses después ellos mismos la obligaron a salir porque se negó a guardarles insumos. “Perdí el dinero, perdí la casita.”

Ahora que Yolanda vive en el refugio, comparte cuarto con otras dos mujeres. Siete de sus compañeros en el refugio pagan por estar ahí. La mensualidad oscila entre dos y tres millones y medio de pesos (US 500 – 900), según la capacidad económica de las familias.

En el refugio se duerme en grupos de a tres. Cada cuarto tiene tres camas sencillas y tres llaves para un closet común, con tres pilas de ropa y productos de aseo que cada residente administra con su pequeña llave. Comparten el baño reformado y acondicionado para personas de la tercera edad: las puertas son más anchas, los pisos tienen parches circulares antideslizantes y el inodoro una base gruesa que lo eleva varios centímetros por encima de lo habitual.

“La población adulta son personas que, por lo regular, trabajaron toda la vida para poder tener su propia vivienda, y quienes no la consiguieron invadieron las laderas”, apunta Fabiana Valencia, quien coordina el refugio y también el programa social de la institución, que atiende a 80 adultos mayores externos en condición de discapacidad. “Eso los lleva a ser personas tan vulnerables”, subraya. 

No han sido pocos los ancianos que el refugio ha rescatado de sus casas en elevado estado de desnutrición o con quemaduras por accidentes con el gas, cuenta Germán Gutiérrez, el gerontólogo a cargo. En algunos casos, han sido sus propios vecinos quienes han alertado de la situación en la línea 123 del municipio. “Entonces, el techo, la casa donde la persona vive, en vez de ser un factor positivo es uno negativo, porque es la soledad más el abandono”, anota Gutiérrez.

“Muchas personas quieren ayudar a las nuevas generaciones para un mejor futuro. ¿Qué pasa con quienes nos dieron el futuro que tenemos ahora?”

Los hogares unipersonales habitados por una persona mayor de 60 años son cada vez más frecuentes en el país. Entre 2013 y 2020, pasaron de ser el 13 al 15, 6 %. Algo “especialmente preocupante” para los viejos pobres que rozan los 70 años, indica el informe Misión Colombia Envejece. “A medida que disminuye el nivel socioeconómico”, continúa el informe, “aumenta a su vez la proporción de personas mayores que requieren cuidado, pero no lo reciben”. 

La diferencia en la brecha de cuidado entre los viejos pobres y los viejos ricos es más del doble en Colombia. Mientras que en niveles socioeconómicos altos es del 9,3 % (2020), en el nivel bajo es del 18,8 %. “Somos un país muy desigual y ese país muy desigual, sobre todo, le llega a las personas envejecidas”, afirma el profesor Hernando Torres. 

Los cuerpos envejecen y se deterioran por el paso natural del tiempo, los lugares para acoger esos cuerpos envejecidos también se agotan.  Es difícil llevar la cuenta, el país no sabe cuántos viejos pasan su vejez en residencias o lugares de larga estancia para adultos mayores, ni la cantidad de cupos en estos lugares que los acogen.

Según el Ministerio de Salud, en el país no existe un registro nacional de las instituciones públicas y privadas dedicadas a la atención de personas mayores, ni de los servicios que prestan. En su lugar, existe un proyecto en curso para crear un Registro de Entidades Prestadoras de Servicios Sociosanitarios, en las modalidades de atención a personas mayores. Una tarea en la que está involucrado el joven Ministerio de la Igualdad y Equidad.

Los cupos del Refugio San Cristobal son limitados, pues recibir más adultos mayores implicaría también sobrecargar los costos. Algunas veces, Fabiana Valencia, la coordinadora, quisiera tener más aliados privados para sostener donativos a largo plazo, o para garantizar los mantenimientos periódicos de la casa o la red eléctrica. “Porque ahí hay una falla”, dice. “Muchas personas quieren ayudar a las nuevas generaciones para un mejor futuro. ¿Qué pasa con quienes nos dieron el futuro que tenemos ahora?”.

El sueño plateado

“Yo soy de mente muy abierta. Sabía que esto algún día, pues, lo iba a hacer”, cuenta Hortencia Grajales, de 65 años. Vive desde hace dos años en el Senior’s Club El Vergel, en Envigado, un municipio vecino de Medellín hacia el sur. El lugar es privilegiado. Tiene una vista preciosa hacia el Oriente antioqueño, el clima es más fresco que en Medellín y se puede apreciar el sonido constante de los pájaros.

Hortencia tomó uno de los módulos habitacionales en arriendo para probar la experiencia, luego de que robaran su apartamento un fin de semana en el que ella estaba de paseo en la finca, a finales de 2021. “Aquí tenemos música, hay gimnasio, está la piscina, que es muy buena”, describe entusiasmada. “Hay chorritos, turco, tenemos Mente Activa, mandalas también, los rosarios y misas los sábados cada ocho días. ¿Ya la invitaron a cafecito?”, agrega.

La vida en un clubhouse después de los 50 es el sueño que Hortencia y otras 210 personas mayores de 50 años pueden disfrutar solas, en matrimonio o en parejas de hermanas. Los arrendatarios o copropietarios viven en apartamentos que van desde los 49 hasta los 107 metros cuadrados —y que cuestan entre 558 y 1200 millones de pesos (USD 142.000 – 300.000)—. Cuando quieren compañía, pueden participar de las actividades y espacios en común del club. 

“Se está transformando ese concepto del asilo”, dice Katerine Morales, coordinadora comercial del Senior´s Club El Vergel y añade: “Ha cambiado mucho la mentalidad de las personas. Ahora todos van diciendo: qué rico un lugar donde esté en mi espacio, pero que alrededor me estén cuidando y tenga una comunidad afín”.

Proyectos como éste hacen parte de la economía plateada Silver Economy, que ve en la vejez una gran oportunidad de mercado. Las personas mayores también son consumidores activos con una enorme cantidad de necesidades insatisfechas a explotar.

Los promotores inmobiliarios en Colombia —influenciados por el comportamiento de otros mercados, como Estados Unidos y Canadá— han sido de los primeros en percatarse de esta oportunidad de negocio. En ciudades como Medellín y Bogotá florecen proyectos que ofrecen vejeces enmarcadas entre el lujo y la seguridad de gozar los mejores años de la vida

“En Colombia más del 10 % de la población es adulto mayor y menos del 1 % está siendo atendida”, dice uno de los videos promocionales de Casa Nua, un proyecto que ofrece una vida modo crucero, para mayores de 55 años en Medellín. Es un edificio luminoso de diez pisos con un cine/teatro, peluquería, biblioteca, salón de juegos, huerto, salón de arte y manualidades, restaurante, terraza y Bbq. Allí los planes de alojamiento —del Standard al Premiun— cuestan entre nueve y quince millones de pesos al mes (USD 2.200 – 3.800). El lugar abrió las puertas a finales de 2019, con 30 residentes, y en 2020, el año de la pandemia, llegó casi a su ocupación total. 

“Salimos de lo que tenemos considerado como una vivienda asistida —hospitalaria—, a un ambiente de lujo”, explica Francisco Vélez, diseñador y comunicador de marca del proyecto, y el encargado de ofrecer un recorrido guiado esa mañana. “Esto funciona como un hotel”, apunta, más tarde señala la terraza, donde una fisioterapeuta dirige una clase de acondicionamiento físico. 

En el edificio hay ascensores, también piso antideslizante. En el restaurante, además del chef internacional, hay sillas con diminutos rodachines que facilitan sentarse y levantarse. También hay atención las 24 horas por parte de personal uniformado y especializado que recorre los pasillos que dan a las habitaciones de 23 y 46 metros cuadrados. 

A un lado la peluquería, señala el brazo de Fernando;  por aquí, el oratorio, al que una residente llevó una virgen y una orquídea. Más abajo, un salón de juegos donde un grupo recibe una clase de canto:  “Yo también tuve veinte años, y un corazón vagabundo. Yo también tuve alegrías[…]”.