“No se arrienda a venezolanos”: ¿Podemos encontrar soluciones si nos sentamos a conversar?
Los niveles de rechazo a los migrantes venezolanos en Colombia van en aumento. La consecuencia del prejuicio generalizado es la negación sistemática de derechos a esta población, entre ellos su acceso al arriendo de inmuebles. ¿Qué pasa cuando un arrendador local y un arrendatario extranjero se encuentran para dialogar?
Fecha: 2023-10-10
Por: Juan Camilo Maldonado
Ilustración: Wil Huertas Casallas
“No se arrienda a venezolanos”: ¿Podemos encontrar soluciones si nos sentamos a conversar?
Los niveles de rechazo a los migrantes venezolanos en Colombia van en aumento. La consecuencia del prejuicio generalizado es la negación sistemática de derechos a esta población, entre ellos su acceso al arriendo de inmuebles. ¿Qué pasa cuando un arrendador local y un arrendatario extranjero se encuentran para dialogar?
Fecha: 2023-10-10
Por: JUAN CAMILO MALDONADO
Ilustración: Wil Huertas Casallas
NO SE ARRIENDA A VENEZOLANOS.
Es lo que se lee en múltiples avisos inmobiliarios en Bogotá y sus municipios contiguos.
El fenómeno no es nuevo. Desde 2019 los medios han registrado la resistencia de los arrendadores colombianos a tener inquilinos del país vecino. Y es precisamente porque no es nuevo, que el asunto es preocupante. Han pasado ocho años desde que los “caminantes” comenzaron a llegar a Colombia. Se han invertido millones de dólares en campañas publicitarias con el objetivo de reducir la animadversión y promover la integración social de los venezolanos. Pero no ha funcionado.
Durante el último año, el rechazo hacia los venezolanos aumentó un 9%, según la encuesta realizada por Invamer desde 2018. El 70% de los colombianos no quiere que se queden en el país, una cifra que contrasta con la intención de la mayoría de ellos: el 81% planea radicarse en Colombia, al menos por un año, y el 23% espera reencontrarse con familiares que aún no han salido de Venezuela, pero quieren venirse. Conclusión: una mayoría se quiere quedar, pese a que la otra mayoría los quiere fuera.
Estas actitudes de rechazo se exacerban en tiempos electorales. Una vez más, la xenofobia está siendo utilizada por algunos políticos como parte de sus estrategias de campaña. Solo en las últimas dos semanas, Jaime Andrés Beltrán, candidato a la alcaldía de Bucaramanga, afirmó en el debate de Canal Caracol que promoverá un “plan candado” para “proteger a los bumangueses” de los migrantes. Y en Bogotá, el candidato Diego Molano presentó en video un render de su “mega cárcel”, a la que ha jurado enviar a “los venezolanos criminales quienes creen que no les aplica la ley colombiana”.
El impacto de estos discursos ha sido demostrado en el pasado. En octubre de 2020, cuando Claudia López responsabilizó a los venezolanos por el crimen en la capital —un gesto que la Corte Constitucional le ordenó rectificar—, el Barómetro de Xenofobia demostró que sus palabras incrementaron en un 83% las expresiones discriminatorias en Twitter. ¿Cómo combatir entonces la discriminación?
Antes de que empezara oficialmente la temporada de campañas políticas, a mediados del semestre pasado, hablamos al respecto con Julio Daly, en su momento el director del Barómetro de Xenofobia. Daly nos invitó a indagar por los temas que más dividen a colombianos y venezolanos en el país y a crear una serie de experimentos de diálogo entre personas de ambas nacionalidades.
Aceptamos la invitación.
Lo primero que hicimos fue rastrear algunas de esas divisiones en las redes sociales. Maria Paula Murcia y Sonia Muñoz, analistas de audiencias de Mutante, se sumergieron en grupos de Facebook vinculados a Bogotá y municipios aledaños, para identificar las discusiones a las que estaba asociada la palabra “venezolano”. El resultado fue consistente: en Guasca, Facatativá, Tocancipá, el Rosal y Zipaquirá encontraron avisos de arrendamiento con el veto xenófobo y numerosos comentarios que lo respaldaban.
“Usted agarre por cualquier vereda y donde vea una casa repleta de ropa colgada, tenga la seguridad de que ahí están los venezolanos”, me dijo una vendedora de encurtidos en la plaza de Guasca, cuando viajamos a estos municipios a verificar lo que vimos en Facebook. “Ellos se meten de a diez, son bullosos, dejan las casas vueltas nada, es preferible no arrendarles”.
Entre los mensajes que nuestro equipo encontró, hay varios que explícitamente argumentan que en el municipio hay ladrones venezolanos, por lo que es mejor no arrendarle a esta población, para que se vayan del pueblo. En uno de los mensajes, una mujer llega incluso a invocar a grupos de exterminio social: “espero que llegue pronto una limpieza, para tener un municipio como el que teníamos antes (sic)”.
En medio de la pesquisa, también encontramos tres videos virales de Tik Tok en los que la venezolana Marianny Cordero, hoy con 1,7 millones de seguidores, narra el “reality show” que implicó para ella y su novia, una “costeña colombiana”, conseguir un apartamento para alquilar en Bogotá. En los tragicómicos videos la joven evidencia cómo dos arrendadores la rechazan como posible inquilina con base en prejuicios, el primero luego de preguntarle su nacionalidad y la segunda tras confirmar que Marianny planea vivir allí con su pareja.
“Venezolana, lesbiana, con una costeña, ¿se imaginan que yo fuera negra?”, concluye ella, frente a la audiencia de seguidores que la acompañaron en su búsqueda infructuosa.
Encontrar a dos opuestos dispuestos
Lo siguiente que hicimos fue buscar dos historias opuestas y facilitar su encuentro: a un venezolano al que le hubieran negado el arriendo por ser venezolano y a un colombiano que se negara a arrendarle su apartamento a personas de esta nacionalidad. Ambos debían estar en la disposición de sentarse a conversar con el otro durante una mañana en el escenario del Teatro Petra en Bogotá, siguiendo el esquema de diálogo de Opuestos Dispuestos, una metodología que busca establecer qué puntos tienen ambas partes en común y qué tan fácil puede cada quién comprender la experiencia vital de la otra persona.
Mariana White y Natalia Otero, productoras de Mutante, encontraron al migrante venezolano Eduards Aquino, de 33 años. Llegó al Teatro Petra el sábado 8 de julio acompañado de uno de sus hijos. Natalia le había pedido que trajera un objeto personal que fuera importante para él, pero al llegar me dijo que no se había sentido cómodo trayendo el balón con el que juega fútbol con sus dos hijos varones, pues estaba muy sucio. Le dije que no importaba, la vida de Eduards gira alrededor de ellos y su hija menor, y era suficientemente significativo que el chico nos acompañara ese día.
Eduards, su esposa y los tres niños salieron el 24 de septiembre de 2020 de San Juan de los Morros, capital del estado de Guárico, para recorrer a pie los 1310 kilómetros que los separaban de Bogotá. El mayor tenía 11 años; el del medio, 8, y la chiquita cumplió 3 un día después de su llegada a la capital, el 25 de octubre.
“El primer año en la ciudad fue infernal”, me dijo. Pasaron muchas noches en la calle, pues había días en que no lograban vender suficientes bolsas de basura para costear los 25 mil pesos por noche que le cobraban en el pagadiario.
Al Teatro Petra, Eduards llegó con el cuerpo templado, visiblemente tenso y con todos sus sentidos en alerta. No sonreía. Su mirada era vidriosa. Tuvimos que detener el ejercicio de diálogo durante las primeras dos preguntas, porque le costaba seguir las indicaciones propuestas. Él quería dar su testimonio sin preámbulos, contar que la pasó mal, que cuando llamaba para cotizar una habitación le colgaban porque reconocían su acento, que se alteraba cuando veía en las ventanas el letrero de NO A VENEZOLANOS y que la rabia se hacía más intensa cuando le decían que solo lo aceptaban a él y a su esposa, sin los niños, porque ellos dañaban las paredes.
“Yo tengo mi familia, me la quemo trabajando, me la sudo trabajando, no ando en la calle ni nada, ¿por qué tengo que pagar yo por ser venezolano?”, dijo ese día Eduards, durante uno de los momentos centrales del espacio de diálogo.
Su opuesto dispuesto era Víctor Alfonso Franco, director de la emisora digital Aires Cazuqueños, un proyecto personal con el que busca “ser una voz relevante y de apoyo” para los habitantes de Altos de Cazucá y Soacha. Víctor aceptó nuestra invitación, pues en 2018 le arrendó un apartamento a una mujer venezolana “que se veía muy buena gente”. Sin embargo, a los dos meses de mudarse dejó de pagar el canon y llevó a doce personas a vivir al inmueble. Siete meses transcurrieron hasta que la Casa de la Justicia de Soacha la forzó a irse por falta de pago. La mujer se llevó hasta los cables de la luz, dejó el apartamento en muy malas condiciones y a Víctor con un hueco en sus finanzas.
“No es que haya xenofobia, sino que hay desconfianza”, nos dijo Víctor a su llegada al Teatro Petra. “Han pasado muchos sucesos y noticias, por eso la mayoría de colombianos se abstiene para no tener un inconveniente con ellos”.
Esa mañana moderé el diálogo entre Eduards y Víctor, a partir de ejercicios de escucha activa y comunicación empática. Conforme transcurrió la conversación, la tensión de Eduards se fue disolviendo y al final lo vimos reír, mover los brazos, ser otra persona.
“Hablando, uno va sacando ese dolorcito que tiene”, concluyó al acabar el ejercicio.
Un par de meses después, le pregunté a Víctor qué impacto había tenido en su vida conversar con Eduards. Me contó que el experimento “le había permitido ponerse en los zapatos de ellos”, pero que le había quedado un sinsabor. “Siento un dilema. Entiendo que no todos tengan la culpa, pero qué pasa si yo nuevamente doy mi confianza y me vuelven a hacer lo mismo (con el apartamento). Queda uno con ese miedo”.
Julio Daly considera que tras el desgaste de las campañas de comunicación que promueven “ponerse en los zapatos de los migrantes”, habría que evaluar qué impacto puede tener el que se validen las preocupaciones que los colombianos tienen frente a la migración. “Necesitamos conversaciones más constructivas, complejas y largas”, me dijo.
Sin embargo, la conclusión de Víctor luego del diálogo con Eduards, revela que se necesitará más que el diálogo para restablecer la confianza entre venezolanos y colombianos.
¿Cómo se desactiva el odio si no lo nombras?
Dos meses después de este encuentro, quisimos invitar a un grupo de venezolanos y colombianos de la localidad de Kennedy, en Bogotá, para que vieran el video del diálogo entre Víctor y Eduards, conversaran sobre las raíces del desencuentro entre ambos grupos y exploraran cómo derrumbar el muro que los divide.
Fracasamos.
Yesenia Camacho, coordinadora de proyectos del Barómetro de Xenofobia, logró convocar a siete venezolanas y dos venezolanos, conocidos en su mayoría de Glaise Bolívar, una animada y cálida pedagoga originaria de Maracaibo, quien administra un pequeño spa que hace algunos años montó su difunta suegra en una vivienda del barrio Lucerna. Las habitaciones de la casa funcionan hoy como peluquería, sala de uñas, masajes, sauna, jacuzzi y un par de rincones donde enamorados de aniversario, niños cumpleañeros o familias en recreo, pueden refugiarse un rato rodeados de globos de colores y letreros brillantes que conmemoran la ocasión.
Nuestro plan era reunirnos en el garaje de la casa spa y conversar con un número equivalente de vecinos locales, líderes de juntas de acción comunal interesados en el problema de los arriendos y la discriminación. Natalia Duque, nuestra gestora de comunidad, invitó personalmente a 18 colombianos. Ocho de ellos confirmaron su asistencia, pero solo dos llegaron esa mañana.
Tras haber sido plantadas por tanta gente, Natalia y Mariana salieron a la calle a abordar a peatones desprevenidos y a tratar de convencerlos de que se unieran al espacio. Después de media hora solo habíamos convencido a Miguel Buitrago, el esposo de Glaise, que andaba merodeando por ahí sin saber muy bien en qué andábamos.
Natalia tenía la cara descompuesta, y su malestar iba mucho más allá de la falta de acogida. Me dijo que la gente le había comentado “cosas horribles”. Le pedí que anotara en mi cuaderno las frases odiosas que recogió en ese momento. Conté seis y una adicional que recogió Mariana.
Henry Murraín, antiguo subsecretario de Cultura Ciudadana de la actual Alcaldía, me dijo hace poco que la publicación de expresiones discriminatorias, incluso con la intención de denunciarlas, conlleva el riesgo de reproducir el mismo mal que se pretende erradicar. Por eso he decidido no publicar las frases, así me quede con una pregunta: ¿cómo se desactiva el odio si no lo nombras?
Todo fracaso es una oportunidad y esa mañana nos dispusimos a escuchar con atención a un coro de voces venezolanas que nos ratificó las microagresiones constantes a las que se ven sometidos los migrantes en la capital:
“A mí la dueña de la peluquería me decía que no le hablara a las clientas porque se me iban”.
“A mí me han dicho que nos peinamos mucho”.
“Decimos buenos días y los vecinos no nos contestan”.
“Mi hija le ofreció una galleta al hijo de la vecina, y la señora me tiró la galleta en la cara.”
“El esposo de la señora donde yo trabajaba solía escribirme para decirme cosas. Yo le conté a ella y me respondió que eso era mentira, que las venezolanas somos quitamaridos”.
“Un niño le estaba haciendo bullying a mi hija de cinco años en el colegio. Se le comía la merienda, la empujaba y varias veces en el comedor me le echó el jugo encima. La niña no quería ir más al colegio, así que fui a reclamarle a la maestra y ella me contestó que mi hija, por ser venezolana, no tenía ningún derecho ahí”.
El miedo y el desencuentro
Ese sábado en el garaje del spa también nos escuchamos entre colombianos, así ninguno estuviera a favor de negarle el arriendo a los migrantes y a todos nos uniera la preocupación por la estigmatización en su contra y los efectos adversos que esto puede tener en su bienestar y el de la ciudad.
“Antes de casarme hace tres años, yo sí tenía predisposición hacia los venezolanos, aunque no había tratado con ellos”, nos confesó Mario, el esposo de Glaise.
“¿Y cuál crees que era el origen de esa predisposición?”, le pregunté.
“Las noticias”, contestó, “y las redes sociales”.
Según la encuesta SOMOS, aplicada por la Secretaría de Cultura a finales de 2022 y que aún no ha sido publicada oficialmente, el 50,2% de las 4.440 personas encuestadas creen que en Bogotá hay conflictos entre colombianos y venezolanos. Sin embargo, al preguntarle a esas personas cómo se habían enterado de esos conflictos, sólo el 47% de ellos lo había presenciado. El resto lo escuchó en medios de comunicación (25%), de boca de amigos o familiares (13,2%), en redes sociales (11,5%) o todas las anteriores (2,3%).
La distancia que hay entre la realidad y la imaginación pareciera ser tan grande como el muro invisible que divide a bogotanos y a migrantes. Prueba de ello es que se sigue creyendo que los venezolanos son responsables del aumento de los delitos en la ciudad y el país, cuando diversos indicadores continúan revelando que la delincuencia es un problema principalmente de los colombianos, en cuyas dinámicas termina involucrada una fracción menor de la población venezolana (ver gráfico).
Estos prejuicios terminan justificando la discriminación (como los comentarios que nuestro equipo encontró en Facebook). Y además desincentivan que colombianos y venezolanos se encuentren, se conozcan y se valoren.
En la encuesta SOMOS, el 60% de las personas afirmó que en el último mes no había entrado en contacto con ningún venezolano. Lo sorprendente es que quienes sí entraron en contacto con un migrante de esta nacionalidad, reportaron que el trato se basó en una conversación agradable (56%) o en la prestación de un servicio, colaboración o ayuda (32%). ¡Solo el 13% dijo haber tenido un conflicto, altercado o discusión!
Henry Murraín tiene hoy la hipótesis de que la forma de avanzar en la integración es hacer visible el valor que le aportan los venezolanos a sus vecinos colombianos, cuando estos se abren a interactuar con ellos. “En Bogotá solo el 3% de las personas tocan instrumentos”, me dijo. “Y no hay suficientes profesores de música. Eso podría cambiar si se aprovechara el talento de los venezolanos. Lo mismo ocurre con la gastronomía y la tecnología”.
Para Iván Gaitán, alto consejero para Asuntos Migratorios de la Alcaldía de Bogotá y responsable de la nueva política pública de acogida a los migrantes, “la migración significa desarrollo”. Según un balance revelado la semana pasada por su despacho, en Bogotá viven 615 mil “nuevos bogotanos”, término con el que llama el Distrito a los venezolanos y demás migrantes de otras nacionalidades en la ciudad. El informe asegura que la población migrante ha fundado 9.000 empresas en la capital y ha generando 188.000 empleos. A esto se suma el rol de cuidadores que hoy asumen los venezolanos y venezolanas en la ciudad: trabajadoras domésticas, enfermeros, terapeutas, domiciliarios y tantos otros servicios que sostienen nuestra vida. (El Sistema Integrado de Transporte, por ejemplo, cuenta hoy con 260 conductores venezolanos).
¿Cómo hacer para que los colombianos valoren el trabajo y los aportes de los venezolanos? Esa mañana de agosto, los asistentes al espacio de diálogo en el garaje de Glaise hicieron una lluvia de ideas con varias sugerencias, entre ellas resalto la de crear espacios de encuentro regulares y sostenidos, especialmente alrededor de experiencias de diversión y aprendizaje. “Deberíamos organizar más de estos “Garajes Solidarios”, dijo Mario Sudano, quien por estos días busca retomar su carrera en Bogotá como actor de teatro y televisión.
Es una buena idea, la de Mario. Solo que antes hay que resolver un misterio: ¿cómo logramos que los colombianos acepten la invitación?
Mira el diálogo entre Eduards y Víctor desde el 12 de octubre en los canales de @mutanteorg.
Si quieres unirte al Garaje Solidario que nació en Kennedy y conversar en un grupo de Whatsapp alrededor de formas para aumentar la integración de venezolanos en las comunidades, haz clic acá.
Este experimento fue posible gracias al apoyo económico del Banco Mundial.