Ma-ter-nar: las distintas formas de hacerse madre

No todas las madres se acercan a la maternidad de la misma manera. Algunas quedan embarazadas sin planearlo, otras quieren adoptar pero no lo consiguen. Algunas tienen más de un hijo y aprenden a maternarles a costa de errar un poco con el primero. En este blog encontrarás 17 testimonios que dan cuenta de lo diversa que es esta experiencia y que nos acercan a su lado más humano.
Fecha: 2025-05-30
Por: Luisa Fernanda Gómez
Imagen por:
LUISA FERNANDA ARANGO (@holaahumano)
Ma-ter-nar: las distintas formas de hacerse madre
No todas las madres se acercan a la maternidad de la misma manera. Algunas quedan embarazadas sin planearlo, otras quieren adoptar pero no lo consiguen. Algunas tienen más de un hijo y aprenden a maternarles a costa de errar un poco con el primero. En este blog encontrarás 17 testimonios que dan cuenta de lo diversa que es esta experiencia y que nos acercan a su lado más humano.
Fecha: 2025-05-30
Por: LUISA FERNANDA GÓMEZ
Imagen por:
LUISA FERNANDA ARANGO (@holaahumano)
Elegí maternar desde la libertad
Llegué a la maternidad por segunda vez a través de un parto en casa, luego de una experiencia hospitalaria que me dejó marcada. En el nacimiento de mi primer hijo, sentí cómo el sistema médico me infantilizó, cómo la violencia obstétrica me arrebató la agencia sobre mi cuerpo y mi experiencia. Parir ahí fue sobrevivir, no vivir.
Por eso elegí otro camino.
En mi segundo parto, en la intimidad de mi hogar, acompañada por mi pareja y por parteras que confiaban en mí, sentí por primera vez lo que significa parir con poder. No hubo medicamentos, ni intervenciones innecesarias. Solo yo, mi cuerpo, mi instinto y mi bebé. Fue un ritual de paso, una experiencia profundamente transformadora. No solo nació mi hija: también me parí a mí misma como madre.
Parir así fue matar una parte de mí que se aferraba a quien era antes de maternar. Fue morir y volver a la vida. Sentirme la protagonista, la que decide, la que habita cada contracción con conciencia y presencia, me ayudó a entrar en la maternidad desde otro lugar. Un lugar de confianza, de fuerza, de amor.
Hoy miro atrás y entiendo que no solo elegí parir diferente: elegí maternar desde la libertad.
— María Toro
Mi tarea
Yo no soy una hija deseada, soy más bien una hija accidental, la consecuencia de que mis padres, secretamente y transgrediendo ciertas convenciones sociales, cedieran al deseo sexual.
Y sin saber por qué, desde muy niña, tenía claro que no quería ser madre, que tenía que ser lo más autónoma posible, que no me enamoraría, que nunca dependería de un hombre y que jamás lloraría por ninguno. Pero la vida tiene sus maneras y, en contra de “mis claridades”, me enamoré y me casé, pues “extrañamente” no quería una relación fuera de los cánones sociales. Así conocí la calidez del abrazo y esa increíble sensación de protección y seguridad que no tuve la oportunidad de experimentar en el abrazo de mi mamá.
Pronto, muy a mi pesar, sin que fueran suficientes mis decisiones, me descubrí embarazada. La confusión y sentimientos encontrados del momento inicial fueron sucedidos por la angustia, el miedo, la inseguridad. Mi cuerpo somatizó el rechazo inconsciente del embarazo, así que no fue una experiencia fácil. Dudé de mi habilidad para parir, para criar, para amamantar, para ser mamá, para educar. Y, efectivamente, no pude parir por vía vaginal. Con dificultad pude lactar, me costó mucho pasar la licencia de maternidad en casa con mi hija y aún sigo intentando ser una “buena mamá”. Como me hice madre sin que ese rol hiciera parte de mis propósitos ni de mis habilidades, me costo mucho maternar, sobre todo en los inicios. Así que fue mi hija mayor la que más sufrió en este proceso. Pero me fui adaptando; ellas, mis hijas, me fueron llevando, me fueron enseñando y poco a poco pude sentir ese vínculo profundo que hace que disfrutemos tan compleja y difícil función.
Y sigo buscando el valor de pedirles perdón por mis incapacidades y limitaciones, por el costo que han tenido que pagar en esta historia. Intuyo que ese momento, para el que me estoy preparando, traerá importantes avances en nuestra relación, relación también distante, aunque jamás al nivel de la mía con mi mamá. Y así lo pido al universo, que esta, mi historia, no requiera más generaciones para ser sanada. Esa es mi tarea.
— Mariela*
Solo transformándose
Una madre no se hace con el primer pañal que cambia ni con la cantidad de comidas que prepara. Una madre se forma en el silencio de sus pensamientos, en el reflejo incómodo de un espejo que la enfrenta con todo lo que es y todo lo que no quiere repetir. La maternidad, más que un evento, es una curva de aprendizaje.
Convertirse en mamá es una transformación emocional, física y mental que nadie te prepara para vivir. Es un puente que conecta lo que eres con lo que eliges pasarle a tus hijos. Es una reubicación interna, donde la mujer tiene que aprender a darse gracia, a no exigirse perfección, a sostenerse en medio de la culpa, los estigmas y los juicios sociales.
Mi maternidad empezó en Canadá, lejos de mi familia, sin imaginar lo solitaria que sería. Pero en esa soledad encontré una oportunidad para conocerme, para criar en un lugar seguro y también para acompañar a otras mujeres que sienten lo mismo.
Ser mamá no significa dejar de ser persona. Si una mujer no está bien consigo misma, difícilmente podrá ofrecer lo mejor a su familia. Por eso insisto: la maternidad no es solo tener hijos y cuidarlos, es pasar por un proceso similar al de la adolescencia —demostrado científicamente— y aun así ser juzgada por no “saber” desde el principio.
Desde mi cuenta de Instagram intento decirles a otras mamás que no están solas, no están rotas, no están mal. Solo están transformándose. Ojalá tuviéramos más espacio social para entender eso. Porque nadie sabe ser mamá hasta que lo es.
— Ilse Silye (@mommytwomom)
Una decisión
Ayer todo se me derrumbó, tal vez no todo, pero sí se sintió como todo. Se derrumbó una ilusión, un deseo, por la decisión de terceros. Hace 18 meses decidí que empezaría un proceso para materializar mi deseo de maternar. Es un deseo que se entromente mientras duermo, mientras trabajo, mientras camino y paso por parques y veo a niños y niñas, un deseo que siento en mi pecho, en mis manos, que me estremece el cuerpo. Un deseo indescriptible. Decidí que quería maternar sin que ello atraviese mi cuerpo, maternar como mujer soltera. Lo decidí porque no concibo mi futuro en primera persona singular, porque tengo exceso de amor que no sé dónde poner, porque sueño acompañar y cuidar y entregar todo lo que soy y tengo a que otro ser pueda serlo todo y decidir también. Dieciocho meses de construir esta ilusión en mi imaginario, en pedir un crédito, en comprar un apartamento con dos cuartos, de invertir muchos días en talleres, citas, visitas y capacitaciones, de hacerme preguntas, de morirme del susto, de compartirlo con mi círculo de amigas, de familia, de pensarlo y repensarlo, de leer, de estudiar, de investigar, de prepararme. Y ayer, recibí una carta de cinco páginas en el que un comité de no sé cuántas personas, decidió —decidió por mí— que no soy idónea para adoptar.
Esta negación solo reafirma mi deseo. Reafirma mi deseo de maternar y, a su vez, mi deseo, causa, trabajo y anhelo de que todas las maternidades sean deseadas, por decisiones propias, de nadie más. Porque todos, todas, merecen ser amados y cuidados y esto solo es posible si es deseado. Porque así, solo así, podemos garantizar presentes y futuras generaciones sostenidas por el amor radical del cuidado colectivo y resistir la violencia y la injusticia que el mundo nos ofrece. No hay mayor revolución que la revolución del cuidado, del deseo, del amor.
— Mariana Sanz
Maternar en comunidad
Esta sociedad no está preparada para tantas madres cabeza de hogar. No es un mundo diseñado para nosotras. Cada cosa es un desafío: desde la guardería —que abre a las 8:00 a.m., aunque tú debas empezar a trabajar antes—, hasta el “qué dirán”.
A pesar de todo, siempre quise ser madre.
No tuve un hogar estable, mi madre me dejó a los seis años y pensé que tener hijos sería la manera de construir el hogar que siempre soñé. Y así fue. Este lugar en el que vivo me pertenece, nos pertenece: es nuestro hogar.
No ha sido fácil hacerlo sola, son tres contra mí. Pero cuando el mundo se desmorona, esas personas chiquitas de mi casa recolectan flores, hacen dibujos y me hacen reír. También me hacen sentir fuerte. Tuve a mis mellizos sola. Estuve casi dos meses en un hospital, con preeclampsia y mis bebés nacieron a los siete meses. Y ahí estaba yo, sin compañía, con miedo a morir, pensando que se los robarían. Después de algo así, ya no ves el mundo como algo grande: ahora tú eres la grande.
Vivo en Tumaco, Nariño, un entorno que desafía mi maternidad por las carencias y problemáticas sociales. Pero también vivo en un Tumaco comunitario. Mis vecinos maravillosos me han facilitado ser madre. Salir a trabajar y dejar a tus hijos no es fácil… Pero ahí está la comunidad, siempre dispuesta a apoyar. Mis hijos se han criado desde la colectividad. Le dicen “tíos” a los profesores afroculturales que viven junto a mi casa. Ellos los cuidan, los entienden. Cuando dudo de mi labor como madre, confío en que este entorno comunitario, amoroso y seguro que he creado para ellos les permitirá superar las adversidades.
– Francisca Taborda.
Hacer de este mundo un lugar mejor, un hijo a la vez
A los 19 años tenía 22 semanas de embarazo. Vinieron a mí todos los juicios y predicciones sobre mi “futuro arruinado”, sobre un pregrado que quedaría en la mitad y que sería una mujer con “mucho talento desperdiciado siendo solo una mamá”. Me hice madre abrazando mis miedos y enfrentando, con las herramientas que tenía, los retos que implicaría asumir la crianza de un bebé sin un sustento económico y con la incertidumbre constante del ¿qué vamos a hacer? Mantuve con vida a un ser tan indefenso solo con mi leche y mi amor profundo.
A los 26 años decidí ser mamá por segunda vez, con un pregrado y un trabajo estable. Nació mi hija y me sentí aún más vulnerable que a mis 19 años. Mi niña, desde que nació, me ha hecho cuestionar mis certezas, ha confrontado mis heridas y me ha llevado al camino de la deconstrucción constante. Criarla a ella es gestionar mis emociones mientras la acompaño a reconocer las suyas, acompañarla a construir confianza en sí misma en un mundo que constantemente la hará dudar, al tiempo que me digo que lo estoy haciendo bien como mamá y como mujer.
He elegido el camino de desmitificar la madre que “todo lo puede”, que se sacrifica a sí misma por amor. He amado y defendido mi maternidad de los juicios que condenan mi forma de criar y hasta la decisión de tener hijos. He abrazado mi feminidad y me permito espacios para ser mujer, para ser una mamá feliz. He comprendido a lo largo de los 17 años que llevo siendo mamá, que ellos han sido mis pequeñas grandes revoluciones y que son el reflejo de mi deseo por hacer de este mundo un lugar mejor, un hijo a la vez.
— Allison Blanco Llanos
Una complejidad diferente
Me enteré de que estaba embarazada un mes después de mudarme a otro país. Pensamos en regresar, pero nos pudo más la valentía. Lo primero que me impresionó fue la pregunta en los servicios de salud: ¿quieren continuar con el embarazo? Ni siquiera me había planteado otra opción. Respondimos de una que sí, pero luego reflexioné mucho sobre las luchas y trasfondo detrás de esa pregunta.
El embarazo fue muy duro; los síntomas, la soledad, estar entendiendo un nuevo contexto por dentro y por fuera. Por fortuna tuve ayuda de mi mamá desde que mi bebé nació, pero hay realidades muy crudas a las que uno se enfrenta, fuera de lo lindo y lo romantizada que está la maternidad. El impacto en el cuerpo y la mente es inimaginable, tanto como la capacidad de recuperarse.
Sentí que perdí mi identidad, mi libertad, lo que me hacía yo. El cansancio permanente, los trasnochos, las enfermedades, los llantos inexplicables, los consejos y a veces hasta las imposiciones de todo el mundo. La sociedad te pide tener más hijos y la posibilidad llega a ser considerada, pero uno no sabe si es un deseo genuino o simplemente lo que uno tiene que hacer porque es lo que se espera por ser mujer. Todos los recursos de tiempo y dinero se van prioritariamente para el bebé y digamos que, si uno tiene la oportunidad de disfrutar algo que disfrutaba antes, la experiencia es muy diferente porque no necesariamente el bebé lo va disfrutar.
Yo hubiera deseado antes de ser mamá realmente entender que iba a pasar mucho mucho tiempo antes de volver a sentirme yo misma, y prepararme mejor. Es un proceso muy difícil, en el que estoy todavía, y pienso en lo que pasaron las mamás y las abuelas de antes —e imagino que incluso ahora—, que lo daban todo sin medida y a veces, aún con carencia, lograban contar con lo necesario. Admiro mucho eso. Ahora valoro y respeto mucho su sacrificio y en ocasiones me pregunto cómo hacían. Creo que esta experiencia también fue difícil para mí por estar lejos y no tener una tribu que me rodeara, pero pienso que es solamente una complejidad diferente.
— Silvia*
Un viaje compartido y una travesía solitaria
Nunca soñé con ser madre. Pero el día que escuché el latido de ese pequeño corazón en mi vientre, supe que mi vida había cambiado. Mi frijolito era real y, aunque fue una sorpresa, el amor que sentí por él superó cualquier cosa que hubiera imaginado. Durante el embarazo, uno de los miedos más grandes que viví fue la posibilidad de enfrentar violencia obstétrica. Escuché historias de mujeres que, como yo, se sintieron vulnerables y desprotegidas en momentos tan delicados, y ese temor me acompañó en cada control y cada cita médica. Ahora sé que la violencia obstétrica no es solo un concepto lejano: muchas mujeres la viven a través de intervenciones sin consentimiento, comentarios humillantes o un trato despersonalizado que puede dejar huellas físicas y emocionales profundas. Quería un parto vaginal y lo logré, pero no fue tal cual lo soñé.
He sido afortunada. He contado con mi mamá —que estuvo los primeros meses con nosotros aunque vive en otro municipio—, y con mi pareja, pilares fundamentales en este viaje. Sin embargo, a veces ni siquiera ese apoyo ha sido suficiente. He buscado crear nuevas redes de apoyo, he buscado a mis amigas mamás para tener más información de cómo hacer las cosas o solo para contar mis experiencias. También he logrado establecer nuevas amistades por tener espacios en conjunto para mi hijo y para mí.
Hay días en que el agotamiento mental me absorbe. Hay desafíos que no anticipé, porque el mercado laboral quiere que dejes lo más pronto posible a tu hijo en un jardín infantil y lo veas solo una hora al día. He ido aprendiendo que la maternidad es un viaje compartido, pero también una travesía solitaria en muchos momentos.
Nada ha sido instintivo. Aprender a ser madre ha sido un proceso de ensayo y error: cómo dar teta, cómo cambiar pañales, cómo bañarlo y cómo vestirlo. Llevo 26 meses amamantando, convencida de que este vínculo nos fortalece. He decidido educarlo en casa durante su etapa preescolar, porque creo firmemente en acompañar de cerca su aprendizaje y formar, desde el ejemplo, a un ser humano sensible y curioso. No niego que la maternidad me ha llevado al límite del cansancio. Pero cada día, aunque duro, reafirma mi convicción: elegí este camino y, aunque aún no logro equilibrarlo todo, avanzo convencida de que estoy dándole a mi hijo lo mejor de mí y construyendo una vida auténtica, a nuestro ritmo.
— Natalia Rueda Solarte
Esta metamorfosis
El día que nació mi hijo, sentí que algo en mí murió y, a su vez, que una nueva versión de mí renacía. Creo que no estaba preparada para los desafíos que vendrían. Tampoco te dicen que se trataría de un viaje sin retorno donde se muda de piel y es necesario reencontrarse otra vez.
En una sociedad marcada por la incertidumbre y los desafíos globales, la idea de ser madre siempre había sido abrumadora. Cuidar de otro ser en un mundo desconectado de lo esencial me llenaba de dudas, y la presión de cumplir con un ideal se sentía paralizante. Soñaba con independencia, con viajar, con reconectar a la humanidad con la naturaleza a través de la ecopsicología. Creía que ser mujer significaba mucho más que dar vida; era un llamado a explorar, a ser libre, a crecer. Aspiraciones que quizás mis ancestras no tuvieron tiempo ni de imaginar por dedicar su vida al cuidado de los demás.
Ahora, después de 14 meses de maternidad, junto con los 9 meses de gestación, estoy comprendiendo que todo tiene un sentido, que esta experiencia es esencial para mi camino y que sin ella no lograría ser todas las versiones que realmente habitan en mí. Mi cuerpo, mi alma, mis pensamientos y mi forma de ver el mundo se han ido transformando. He ido comprendiendo que esta travesía inmensamente retadora es a la vez expansiva; después de las contracciones, normalmente viene la expansión.
Este caminar y mi deseo de vivir una maternidad saludable, consciente y real, me lleva al anhelo de un mundo donde el cuidado sea un acto colectivo, donde la libertad y la maternidad puedan coexistir sin la necesidad de sacrificar sueños. Sueño con un espacio donde las mujeres podamos acompañarnos en esta metamorfosis, donde la maternidad no sea una carga, sino un viaje compartido y lleno de significado.
Inspirada por la Madre Tierra y la vida, intento abrazar hoy mi papel como madre y guardiana de Gaia. En cada encuentro, en cada relato compartido, sembramos semillas de cambio, donde cuidar no sea una obligación, sino un acto de amor y libertad, un viaje de transformación genuina.
— Ana María Castillejo Rendón.
Maternar a(Mar)
“He pensado mucho en la hija que no tengo. Y qué bueno que no ha nacido, qué diría sobre quién es su madre.
Yo puedo decir que mi madre es completa, dócil, que es luz, luz intensa. Puedo relatar sus palabras, que son tan grandes que puedo recargarme en ellas.
Pero, ¡Marina!, vale más que aún no nazcas. No he podido encontrar la palabra, la caricia que anteceda a tu llanto, a tu risa, que anule entre tantos “des”, mi des-tiempo”. Agosto, 1993.
El 4 de agosto de 1993 decidí ser madre al ver a mi sobrina tan pequeña y tan perfecta. Siete años y nueve días después, me convertí en madre de Marina, quien quitó el prefijo “des” de mi vida.
En el 2000, el verbo “maternar” no era conjugado, llegar a él era un acto de fe, tirarse sin red al vacío. Explorar juntas lo desconocido. También algo un tanto mágico, al volverme manantial de leche que no cesaba.
Aprender a ser madre.
Ese tirarse al vacío lo diagnosticaron como “una depresión postparto mal atendida” que ni yo sabía.
Las madres se hacen día a día en el acto más pleno de gratitud. Nunca se termina.
Maternar es un verbo que se conjuga en presente y en primera persona.
En el 2000, no había celulares para documentar todo, pero me di a la tarea de escribir “Amnesia infantil”, cartas diarias para contarle a Marina cosas simples. Le creé una cuenta de Hotmail a la que hoy se refiere como vintage.
Marina me enseñó a darme cuenta cómo se aprende a extrañar.
En el 2002 escribí: “Te amo Marina y desde hoy te daré la libertad de hacer lo que sientas y desees, porque sé que un día me dirás: gracias por dejarme ser”.
Gracias por tirarte al vacío conmigo.
— Emilia Cantú
Una madre “añosa”
¿Cómo se hace una madre?
Podría pensarse que es como poner dos gramos de esto, agregar dos gramos de aquello, revolver y listo. Sin embargo, cuando te enfrentas a la realidad, te estrellas con una nueva experiencia, la de ser madre. Te das cuenta que todo es diferente a lo que te han contado, a lo que te han pintado o a lo que has leído.
Fui madre a los 40 años, y en mi vida adulta llegué a considerar no serlo. Veía berrinches de niños, escuchaba sus gritos y pensaba que eso no era para mí. Ahora, puedo asegurar que era una visión bastante limitada de lo que es realmente la maternidad. Llegar a la maternidad no es casualidad, al menos no desde mi experiencia. La maternidad es algo qué pensar, que vale la pena planear y es algo por lo que sin duda volvería a pasar una y otra vez.
Cuando decidí ser madre, mi entorno social me consideraba mayor. Tampoco imaginé llegar a la clínica y descubrir que ese entorno era mucho más agresivo. Contamos con un sistema que se queda corto para lo que realmente necesita una madre. Tenemos una sociedad que dejó de lado su responsabilidad para con quienes maternan. Así que en el camino dejamos solas a todas las madres. A las que decidieron serlo, a las que pensaban no ser madres y lo fueron, a las que sufrieron violencias para ser madres, a las que pasaron por situaciones difíciles, a las que quedaron viudas y a todas esas que sin duda necesitaban compañía y un círculo fuerte que les ayudara a sostener esa maternidad.
Para el entorno social y para el sistema de salud yo era una madre añosa. Así denominan a las madres que ya pasamos de cierta edad. A partir de los 30 y tantos, las mujeres se consideran madres añosas o seniles. Apelativos discriminatorios y que te convierten en una nimiedad peligrosa, te apartan del entorno, te hacen sentir diferente, te hacen sentir que no tienes derecho a la maternidad.
— Caroguatavar
Ser mamá y vivir en medio de la ambigüedad
“Ese bebé es mío. Mírele la boca, los labios. Es igualito a mí. Es mi bebé”, fue lo que le grité a la doctora apenas vi nacer a mi hijo.
Tuvieron que pasar dos pérdidas, 37 semanas de embarazo y 36 horas de parto para que llegara este momento sublime. Un parto en el me dejaron rota y en el que, por poco, me obligaron a parir sin sentirme lista; sin sentirnos listos mi bebé y yo. Al final, supimos cuál era el momento de nacer y nacimos. Nació él y yo: una mujer que acababa de morir para darle vida a una mamá que, por fin, cumplió su anhelo de maternidad.
Así comencé a vivir la experiencia más transformadora de mi vida. He recorrido los escombros de mis heridas y experimentado un ir y venir de emociones. Sentí felicidad y culpa; emoción y miedo. Recuerdo que me miraba al espejo y no entendía lo que había pasado conmigo. No sabía quién era ni lo que había pasado con mi cuerpo. Me sentía fragmentada. Pero junto a eso sentí la felicidad por el amor de mi vida. Un amor que no puedo describir.
A veces no sabes si tener útero es un regalo o un castigo, porque te enfrentas a cuidar en medio de una sociedad que no sostiene a las madres, que las expone a situaciones de violencia y que tampoco considera su labor de cuidado. Pero no solo eso. He lidiado con los juicios de mi familia sobre mi maternidad. He decidido cuidar desde el amor y el respeto, lejos de los golpes y el castigo presentes en la cultura antioqueña. A este ser cargado de sueños, ropa diminuta y un millón de planes, quiero darle todo aquello que no recibí.
— Natali Bolívar
La esclavitud de la maternidad
Para ser una buena mujer, me convertí en madre. ¡Qué va! No me convertí en madre para ser una buena mujer ni tampoco decidí ser mujer para poder gestar, cuidar, acompañar, apañar, obligar, castrar y hasta violar. No, pa’ eso no fui mujer. Ni tampoco fui mamá. Yo soy de las malas, de las que reprobaron el discurso de la tía, a la que miran de reojo pa’ saber si invitar o no, por lo rarita que es. Soy la voz que se manifiesta en medio de tanto silencio.
La rebeldía de la maternidad se vive al mantener el amor en primera línea para sí misma y para nadie más, ser tu propia táctica y estrategia de defensa. Hemos sido testigas de cómo nos desmoronamos con las parceras, mientras en nuestro junte intentamos siempre justificar que las acciones que tenemos hacía el cuidado de nuestras hijxs son desde nuestro amor y que ese es nuestro sostén —sí, ese que incomoda pero sostiene las tetas caídas—.Las acciones más rebeldes de mis amigas, las madres más revolucionarias que conozco, son cuando somos capaces de sernos fiel a nosotras mismas, porque el sostén de nuestra vida no puede ser el abnegado y sufrido esfuerzo por ser mamás.
Nuestro sostén debe ser nuestro amor propio, pero la maternidad pareciese tener como sinónimo el perderse a sí misma, porque este rol está lleno de bordes y líneas delgadas, de cicatrices que, al traspasarse, se convierten en neblina, en puntos a favor y en contra, con la llaga abierta por negarte el placer de ser tu misma, por el nivel de perfeccionamiento y la carga “invisible” de lo que nadie quiere hacerse cargo.
Llevamos generaciones siendo la expectativa y el aguante de una sociedad que nos ha invisibilizado al punto en el que nos callan cuando parimos, nos cedan nuestro instinto. No entienden que no es un curso de señoritas el que estemos aprobando, es que nuestro cuerpo ha descolocado su huesos, sus hormonas, ha brindado todas sus células y su energía para concebir VIDA. Y la vida no llega a sentarse en un puesto de un salón calladito y en orden, la vida llega a mover la tierra en medio del asfalto y nosotras, como lobas que cuidan de sus crías, estamos para rugir tan fuerte como para que nuestro grito sobrepase las cuatro paredes y la humanidad recuerde que olvidó honrar el origen, a quien gestó, cuidó y sostuvo su cuerpo frágil.
No hablar de una maternidad digna, que se construye comprendiendo que toda la comunidad debe aprender a cuidar y sostener, es perpetuar el silencio de madres que están indignadas y calladas porque se perdieron entre tantas responsabilidades que nos han impuesto.
Hablemos de maternar. ¡Libera tu maternidad!
— La Crespa.
Maternar es un duelo
Decidí gestar respondiendo al llamado del flujo de la vida, del cambio y de la creatividad. En estos tiempos tan criticones sobre las miradas biológicas en temas sociales, se siente rechazo por expresar estos llamados animales. Los llamados a gestar, a maternar, a criar. A dedicarse a las crías. A ser alimento y ya, refugio y ya. Pero así llegó mi maternidad, como una sensación de dejar fluir la vida con sus propuestas, abrazando lo espontáneo, lo natural, lo mamífero.
Para cada una es distinto, pero la maternidad es lo que no crees que será. Aunque no todas las crías mueren, como la mía, para todas las madres sí viene un duelo. Se duela lo que creíamos que era esa historia, esa semilla. Para algunas de frente y profundo. Para otras como susurros que se cuelan entre lo que sí coincide con lo esperado.
Una sinceridad profunda nos habita y sabemos que habrá que duelar. Soltar para poder atender el presente. “Duelar” nuestras versiones más ligeras, más ingenuas. “Duelar” nuestros cuerpos de no madres. “Duelar” nuestras ilusiones. Habitar tu mundo interno y profundo. Cambiar de piel.
El duelo no como un proceso indeseable y negativo. Más como una visión renovada de la vida en su complejidad. Las madres abrazamos lo que es porque no hay más. Nos sabemos siempre en adaptación al movimiento infinito de la naturaleza. Nos rendimos ante el mundo y nos dejamos sostener. Hacerse madre nos hace sentir la complejidad de la vida, y quizás, de lo que se trata nuestro peregrinaje por ella. No porque se trate de ser madre necesariamente, sino porque la maternidad despierta el llamado del alma.
Lo reconozco en nuestras miradas, que nos hablan de lo valientes que hemos sido al dejar que nos atraviese la vida. Eso es parir, la vida a través de ti. Nos habla de lo creativas que somos al tejer la crudeza y la belleza todos los días, al quedar bañadas por la intensidad de la vida e ir resolviendo, creando y maternando.
— Emilia
Un embarazo adolescente a los 26
Mi reacción ante el retraso fue hacer lo que muchas adolescentes hacen: tomé agua de ruda. Puse toda mi energía y mi miedo en que eso que siempre había querido, pero que en muchos momentos de mi vida negué, no pasara. Tenía 26 años, un trabajo estable, una pareja comprometida, vivíamos juntos y ya habíamos firmado las escrituras de nuestro apartamento. Era lo que siempre había soñado. Lo que siempre había querido, con lo que siempre había jugado desde niña, para lo que siempre había practicado con mi hermano menor: ser mamá y tener una familia.
Y vinieron los anuncios:
A mi esposo: “Qué gran noticia, amor. Vamos a amar mucho a ese bebé”. (Llora de la emoción).
A mi papá: “Felicitaciones, mi amor. Lo sospechaba”. (Sonríe tierno).
A mi mamá: “¡Qué gran noticia! ¡Voy a ser abuela!”. (Llora de la alegría).
A mis hermanos: “Siempre vamos a estar para ayudarte”. (Abrazo).
A la sociedad: “Empecemos por el inicio, ¿cuántos años tienes?, ¿y usted tan joven?, ¿y la plata sí le va a alcanzar?, ¿y por qué decidió encargar tan rápido?, ¡se dañó la vida!”.
Después de esos comentarios, llegaron mis propios prejuicios y miedos.
¡La cagué! Me adelanté cuatro años, no alcancé a hacer la maestría antes, ahora nunca voy a estar sola y me gusta mi soledad, voy a depender de un hombre, me paré encima de mis principios feministas, forjé la vida heteropatriarcal que nunca quise.
Y así mis meses como mamá gestante se volvieron una mierda gracias a los comentarios que recibí, porque fueron tan fuertes para mí que pelearon con mis propios principios y me hicieron irme en contra de lo que siempre amé y que tenía en mi alma: ser mamá de una niña; cuidarla; forjarla a mi imagen y semejanza, pero sin mis errores; enseñarle a ser fuerte, para que luego se pueda defender sola; darle libros, para que pueda debatir sin miedo; enseñarle a caminar, para que luego podamos salir juntas a marchar; decirle que su voz es fuerte y poderosa, para que luego hable con valentía y coraje.
Mil y un días después, estoy segura que estaba destinada a ser mamá, que el deseo venía conmigo, que el camino lo he trazado, como todo en la vida, y que la vía para hacerlo ya la tenía marcada en un mapa interno.
¿Que si ha sido duro? Por supuesto. Han sido noches de impotencia al verla enferma. Años de culpa al tener que dejarla para ir a trabajar. Discusiones catastróficas porque decidí maternar en pareja y conciliar dos estilos de crianza es una de las tareas más difíciles. pero aunque suene cliché, ha sido un camino lleno de amor que me enseña a saber qué es sentirse amada, ser refugio, construir en pareja, solucionar a partir del amor, volver a jugar como niños y ser una maestra de vida para ella.
— Doris Marcela Téllez
Soy mamá gracias a la adopción
El seis de agosto de 2009, a las 4:04 p.m., la vida me cambió. Después de 40 semanas en mi panza, de subir 26 kilos, de solo poder usar un par de zapatos por lo hinchados que estaban los pies, de haber hecho ocho horas de trabajo de parto para terminar en una cesárea de emergencia porque el cordón umbilical se le enredó en el cuello y no podía respirar, nació Martina.
Creo que pasaron unos diez minutos mientras la limpiaban y revisaban que estuviera sana, hasta que por fin la pusieron a mi lado en una incubadora. Era lo más cercano a la perfección que había visto en mi vida. Abrió sus ojos y nos miramos como por cinco minutos seguidos y en ese instante pensé en mi mamá biológica. Sin saber su nombre, en mi mente le di las gracias y le presenté a mi hija.
En ese momento me sentí orgullosa de aquella adolescente de 15 años que hace 42 me regaló la oportunidad de vivir y me entregó en adopción. Entendí que yo era mamá gracias a su valentía, a su amor por mí, porque sin haberla conocido sé que después de haberme tenido nueve meses en su panza, viéndome crecer y moverme —tal como yo con Martina—, no debió sero fácil despedirse de mí.
Desde ese día procuro estar a la altura de su madurez y ser la mejor mamá que puedo para Martina. Hoy ella tiene la misma edad que tenía mi mamá biológica cuando me puso a mí primero, por encima de cualquier escenario, y ratifico mi admiración y respeto por ella. Hoy aprovecho para decirle: gracias por amarme durante el tiempo que estuvimos juntas. Ahora que soy mamá, no tengo duda de que ese es el verbo que describe nuestro último momento juntas.
— Liliana Escobar Acevedo.
La red que construimos lejos de casa
Siempre se dice que la crianza es un viaje que se transita mejor en compañía, con una sólida red de apoyo. Sin embargo, para muchos, la realidad dista mucho de ese ideal. Ese fue nuestro caso.
Apenas unos meses después de enterarme que estaba embarazada, mi pareja y yo tomamos una decisión trascendental: migrar. La incertidumbre del futuro nos generaba cierto temor, pero la alternativa era aún más desalentadora. Venezuela, sumida en una profunda crisis humanitaria en 2019, ofrecía un panorama desolador, donde garantizar lo más básico para nuestro hijo se convertía en una idea irrealizable.
Por eso partimos. Elegimos Argentina, un país que nos abrió sus puertas sin demasiadas trabas y donde veíamos la posibilidad de construir nuestro nuevo proyecto familiar. Llegamos dos y, al poco tiempo, fuimos tres. Sin la presencia reconfortante de abuelos, tíos o amigos que nos ofrecieran su apoyo o compañía. Nos encontramos solos, sin esa “tribu” tan anhelada.
Pero en esa soledad descubrimos una riqueza inesperada. Nos obligó a abocarnos por completo a la crianza, entendiéndola como una tarea nuclear, compartida por la pareja. Nos convertimos en protagonistas exclusivos de esta hermosa y desafiante responsabilidad, donde cada uno es indispensable y el amor se erige como el motor que impulsa cada paso.
Migramos nuestra crianza, sí, pero también fortalecimos el lazo que nos une al ser los únicos pilares de nuestro pequeño mundo.
Hoy, la historia se repite. Esperamos a nuestro segundo bebé. Seguimos sin esa tribu familiar, pero con la certeza de que la experiencia anterior es suficiente para seguir construyendo nuestra propia red, sólida y a nuestra medida.
— Desiré Santander.
*Algunos nombres de las autoras de estos testimonios fueron cambiados a petición de ellas.
_
Únete a nuestro canal de WhatsApp para recibir fácilmente los enlaces a nuestros artículos y herramientas.