La travesía de los Emberá hacia su territorio ancestral
Este contenido es el testimonio visual del último retorno Emberá como una prueba de supervivencia, donde las historias de esperanza conviven con el dolor, y donde la tierra, una vez más, cobra lo que cuesta vivir en ella.
Fecha: 2024-10-10
Por: Jorge Luis Rocha
Fecha: 2024-10-10
La travesía de los Emberá hacia su territorio ancestral
Este contenido es el testimonio visual del último retorno Emberá como una prueba de supervivencia, donde las historias de esperanza conviven con el dolor, y donde la tierra, una vez más, cobra lo que cuesta vivir en ella.
Por: JORGE LUIS ROCHA
El retorno al Alto Andágueda es un regreso a la tierra que atraviesa la vida y la muerte. Un acto de resistencia para los emberá, obligados a recorrer un camino que el Estado ha prometido hacer digno, pero que sigue siendo incierto.
Desde el Parque Nacional de Bogotá, donde las familias se asentaron durante casi un año (en esta última vez, y como ya lo habían hecho en al menos tres momentos más), hasta las montañas de un territorio ancestral, rico en oro y agua, marcado por la historia del despojo y la violencia, cada paso es un recordatorio de las promesas no cumplidas y de una larga espera.
Agua, oro y desplazamiento
Los indígenas Emberá Chamí y Katío siempre han vivido en el Alto Andágueda. En este corredor montañoso, los ríos dibujan las rutas que atraviesan los departamentos de Risaralda, Chocó y Antioquia. Allí, 34 comunidades se albergan, divididas en seis zonas que se extienden a lo largo de más de 50 mil hectáreas.
Hasta hace poco tiempo, la vida en el Andágueda era más dispersa; las familias vivían separadas unas de otras. Fueron la iglesia, el Estado y otras organizaciones, quienes forzaron la concentración. Los juntaron, facilitando no solo la evangelización, sino también el control y la implantación de políticas de desarrollo.
Río Colorado, una de las comunidades más antiguas, se formó en los años cuarenta cuando mineros de Antioquia llegaron en busca de oro. Aguasal nació en 1953, impulsada por la construcción de un internado dirigido por el misionero José Antonio Betancur. En las décadas posteriores, el territorio fue moldeado tanto por el agua como por el metal. El primero ha dado la vida, el segundo atrajo la violencia.
A pesar de todo, los emberá vuelven, siempre vuelven. El Alto Andágueda ha sido testigo de diez intentos de retorno fallidos. Este es el décimo primero. La promesa del Estado ha sido la misma: un retorno que pueda ofrecerle dignidad al pueblo indígena. Pero en un territorio en conflicto y pobreza extrema, regresar no es sinónimo de paz, ni tampoco de la certeza de poder permanecer.
Un parque de vidas compartidas
El 8 de septiembre de 2024, entidades nacionales concretaron el retorno de las comunidades emberá asentadas en el Parque Nacional. Tras casi un año de ocupación, cerca de 700 personas, en su mayoría niños, dejaron el parque con acuerdos estatales que prometen mejoras en vivienda, salud, educación y vías de acceso en el Andágueda.
La noche anterior al traslado, las familias empacaron sus pertenencias: juguetes, ropa, utensilios y otros objetos que simbolizaban la esperanza de llegar a un lugar en la selva donde acomodarlas. Los recuerdos de nacimientos, muertes, amistades y romances ocurridos en los últimos 11 meses también viajaban.
Los emberá no solo decían adiós a Bogotá, sino también a momentos de vida compartidos en ese espacio temporal construido con plásticos, troncos y afectos. El regreso no solo es una vuelta al hogar, sino a una herida abierta: a un lugar que los espera con rastros de la violencia y la codicia, y que, sin embargo, deben abrazar porque ese lugar les pertenece.
A la mañana siguiente, en Pueblo Rico, Risaralda, las familias fueron recibidas en el coliseo, un espacio improvisado para descansar antes de seguir su camino. El Gobierno Nacional distribuyó alimentos, botas y colchonetas. Los vehículos camperos estaban listos para llevarlos hasta Conondo, el último punto accesible por carretera.
La bendición de Belisario y María
Entre el agotamiento y la espera, la vida continuó. Belisario Arias y su pareja, María, dieron la bienvenida a su hijo en Pueblo Rico. El niño llegó al mundo en medio del camino, como si su destino estuviera ligado a la tierra de la que sus padres habían sido arrancados y a la que ahora regresaban. Un nacimiento entre la incertidumbre, en ese tránsito suspendido entre la ciudad y la selva.
“Todavía no le hemos puesto nombre”, confesó Belisario con una sonrisa tímida. Porque en este contexto, no tener nombre es más que una decisión pospuesta: es un reflejo de la espera, de una vida suspendida en un lugar donde pocas cosas son seguras. Este hijo no es solo una bendición para Belisario y María: es la promesa de que la vida se afirma, a veces en silencio y entre ruinas.
Es la memoria de lo que se reclama: un futuro, una identidad, un lugar al que pertenecer. Es la metáfora de un retorno que todavía no les pertenece del todo, entre la promesa de un nuevo comienzo y la deuda histórica de abandono estatal con la que carga el Andágueda.
Entrar al Andágueda
Desde Conondo, algunas familias tuvieron que esperar varios días para continuar su viaje. No había tantas mulas para tantas lonas. El cansancio, la espera y el hambre se volvieron constantes mientras se preparaban para enfrentar el último y más difícil tramo. Las familias cargaban lo que podían en mulas alquiladas, mientras los niños y ancianos ayudaban a transportar lo que sus cuerpos aguantaban.
“Desde niña, siempre quise tener un conejo blanco”, contó Beatriz quien partió dos días después de haber llegado a Conondo. Con su esposo, sus hijas y su conejo blanco —comprado por 60 mil pesos en Choachí, cerca a Bogotá—, inició el camino hacia Cascajero.
El modo en que los emberá cargan sus pertenencias es parte de su sabiduría ancestral. Sostienen los canastos desde la cima de la cabeza, como repartiendo el peso entre el cuerpo y el aire. Son hijos de la montaña y del agua, caminantes naturales.
Entre ellos estaba Misamores, un niño de 7 años que avanzaba junto a su perro Negro. Caminaba con la energía de quien desconoce las dimensiones de lo que está ocurriendo. Era la fortaleza de la infancia, la que no advierte distancias ni promesas, solo el presente. A niños como Misamores los sostiene un sentido de la vida, del territorio y de emociones que todavía no pueden nombrar, pero que ya encarnan.
Las mulas, en cambio, avanzan forzando cada músculo mientras suben entre rocas y barro, con la carga sobre sus lomos como si fuera su propio destino. Cada paso es un pequeño infierno, pero siguen. No pueden parar. Las mulas no se quejan, no protestan; solo cargan y avanzan, sabiendo que este camino no perdona. Y cuando caen, lo hacen en silencio, como si hasta en eso estuvieran obligadas a ser invisibles. Así cayó una de las mulas de Santiago Querágama, uno de los arrieros de Conondo que fueron contratados para transportar las lonas que llegaron desde Bogotá. “La compré hace cuatro años por cuatro millones de pesos. Ella está agonizando por falta de fuerzas, pero no la puedo matar; los emberá no matamos a los animales”.
La tragedia de Belisario
Belisario fue uno de los últimos en salir de Conondo. Al llegar en la noche a la comunidad de La Y una serpiente lo mordió. La Guardia Indígena lo trasladó desde un punto donde aún faltaban al menos tres horas para llegar a Cascajero. Lo hicieron hacia las dos de la mañana, con un Belisario apoyando en el hombro de su madre un dolor insoportable. Pasó la noche tendido sobre las tablas de uno de los salones de la escuela de la comunidad, junto a su madre que permaneció recostada en una silla.
Son la imagen misma de lo que significa no tener nada. En Bogotá no tenían casa; en su tierra ancestral, tampoco. Todo lo que tienen son promesas.
Aurelio Vitucay, curandero y primo de Belisario, recorrió las montañas en busca de una planta medicinal para salvarlo, pero el costo de encontrarla ascendía a cinco millones de pesos, una suma alta para la familia. En un solo día, Aurelio recorrió el trayecto de Cascajero a Conondo (5 horas) y luego regresó (6 horas), un viaje que recuerda el conocimiento que el emberá tiene de su territorio y de las peripecias que hay que hacer para salvar una vida en la selva.
“Me tocó pedir prestado, pero creo que vale más la vida”, comentó después un Belisario recuperado.
“Aquí tampoco tengo casa, pero no hace tanto frío”
“A mí me dejaron dormir aquí mientras llegan las viviendas que el Gobierno prometió”, dijo María Elena desde la casa de una familia amiga. Casas descompuestas, un tambo en ruinas, un colegio sin agua, sin baños. Cascajero es más que una espera. Fabio Sintúa, líder de la comunidad, lo sabe: “Si en dos meses el Gobierno no cumple, 400 familias volveremos a Bogotá”. Pero en sus palabras no hay furia, solo certeza. Porque los emberá han aprendido a caminar por senderos difíciles, con la paciencia que solo tienen aquellos que han recorrido la tierra.
Seis días tardó el último emberá en llegar desde el Parque Nacional hasta aquí. La serpiente, la mula, el camino y el hijo de Belisario. Todos son parte de esta travesía. La serpiente muerde, el veneno recorre el cuerpo, pero la vida continúa con el nacimiento de un ser. La mula cae, pero lo hace en silencio, con dignidad. Carga lo que puede, como los emberá cargan con su historia y su cultura, sin dejarse vencer por la espera.
Es la vida que se abre paso, incluso cuando el futuro no está claro. La tierra, como siempre, exige, pero también ofrece. Y en su caminar, los indígenas reclaman lo que es suyo: territorio e identidad. La vida y la muerte son incontrolables, pero el suspenso y la espera son la imposición de un sistema que no responde. Y así, los emberá siguen esperando.
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