La amenaza empresarial

Tras la primera vuelta, la campaña derivó en una reafirmación del discurso empresarista como una de las narrativas más eficaces para establecer diferencias entre los dos candidatos. Pero ¿qué tan deseable es reducir la comprensión de la democracia a principios de eficacia empresarial?

Fecha: 2022-06-08

Por: Richard Tamayo // Asesor en comunicación política y estratégica. Investigador y analista en comunicaciones de instituciones públicas y empresas privadas.

La amenaza empresarial

Tras la primera vuelta, la campaña derivó en una reafirmación del discurso empresarista como una de las narrativas más eficaces para establecer diferencias entre los dos candidatos. Pero ¿qué tan deseable es reducir la comprensión de la democracia a principios de eficacia empresarial?

Por: RICHARD TAMAYO // ASESOR EN COMUNICACIÓN POLÍTICA Y ESTRATÉGICA. INVESTIGADOR Y ANALISTA EN COMUNICACIONES DE INSTITUCIONES PÚBLICAS Y EMPRESAS PRIVADAS.

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La actual carrera presidencial en Colombia comenzó desde el triunfo mismo de un Iván Duque que hasta sus copartidarios valoran como un presidente mediocre. Su victoria se construyó en gran medida sobre la promesa de “salvar” a Colombia de una supuesta amenaza “bolivariana”, “guerrillera”, “comunista” y “castro-chavista” que destruiría la “confianza inversionista” y hasta la democracia misma. Venezuela se configuró en un terreno fértil para dotar de realidad esta amenaza de una manera lo suficientemente cercana para temerla, pero también lejana como para exorcizarla y quien se erigió como adalid del conjuro obtuvo cómodamente la victoria electoral.

Duque, pese a sus más bien risibles esfuerzos por parecer un líder continental, no pasó de ser una enclenque figura política más pendiente de ensalzarse a sí mismo de manera delirante que de llevar con liderazgo a Colombia a atravesar las duras aguas de una pandemia global, una crisis económica planetaria y un estallido social nacional. El fantasma venezolano que hace 4 años le dio a Duque la victoria, es casi una profecía autocumplida gracias a su pésimo gobierno: con una inflación en máximos históricos, una devaluación vulgar del peso, una preocupante desinstitucionalización en todas las ramas del poder público y la consecuente exacerbación de las demandas sociales que todo ello trajo.

En un escenario de este tipo, no es extraño que las amenazas sean, de nuevo, el centro de la campaña presidencial. El candidato Gustavo Petro vuelve a encarnar una amenaza que solo la ultraderecha sigue calificando delirantemente de “comunista”, pero que gran parte del establecimiento político, económico y mediático no duda en presentar como una “deriva autoritaria”, “anti-empresa” y “peligrosa para la democracia”. Dado el evidente fracaso de la retórica uribista que bajo la doctrina del enemigo interno construyó un poderoso tejido de lenguaje dirigido a socavar la voluntad de sus adversarios políticos y convertirlos en objetivo legítimo de la represión del Estado, el discurso oficialista se ha renovado retóricamente con cierto dejo economicista en el que la democracia se entiende bajo la forma de una empresa-país que habría que defender de quienes atentan contra los valores del libre mercado.

El caso más emblemático de este nuevo marco discursivo fue un conjunto de avisos publicados a página completa en la prensa dominical nacional pagados por “ciudadanos preocupados por el futuro del país” que pagaron cientos de millones de pesos para enviar este mensaje en mayúsculas sostenidas: “SIN EMPRESAS NO HAY PAÍS. No hay empresa más importante que Colombia. Este 29 de mayo, vote bien, vote por Colombia”. Estos avisos —y el entorno político y deseante que los produce— merecen un profundo análisis que no podemos hacer en este espacio, pero basta con señalar aquí dos elementos retóricos muy interesantes. Primero, el deslizamiento metonímico por el que una parte de Colombia —las empresas— termina por convertirse en el todo que define al país —Colombia es la empresa—, de manera que la existencia misma del país pase por defender a las empresas. Y segundo, la invitación a votar “bien” en la que la calidad moral del voto queda conminada a ser un gesto de apoyo a aquellos candidatos que el mismo establecimiento se encargó de promover como afines al empresariado y, dentro del mismo universo narrativo, como los “demócratas”. Mientras que votar por un “candidato anti-empresa” pone a otros del lado del “mal” y del “autoritarismo” …

Por redes sociales circularon —y aún circulan— videos producidos para ser espontáneos con llamados de empresarios de todo tipo que de manera sistemática llamaron a sus empleados y familiares a “votar bien”, pensando en “proteger la industria” y “no echar por la borda” la economía nacional. Los mensajes más radicales surgieron del lado de ciertos empresarios que se atrevieron a sugerir que los empleados que no votasen “bien” perderían sus empleos por cuenta de sus malas decisiones. Una curiosa amenaza real que, para validarse, produce ficcionalmente una amenaza probable.

Una vez surtida la primera vuelta en la carrera presidencial, la campaña derivó en una poderosa reafirmación del discurso empresarista como una de las fórmulas narrativas más eficaces para establecer diferencias entre los dos candidatos que se juegan la posibilidad de ser presidentes.

Rodolfo Hernández, él mismo empresario, se ha encargado de construir una mítica sobre su propio éxito que le ha permitido conectar con gran parte de la población que encuentra en el mito del hombre “hecho a pulso” a un hombre digno de emular. Su riqueza, más allá de la moralidad de sus métodos para alcanzarla, le sirve como soporte de un discurso anti-corrupción bajo la cómoda fantasía de un hombre tan rico que no tendría necesidad alguna de robar…

Es difícil no creerle a un hombre multimillonario que promete enriquecer a quien le siga, pero la campaña ha obligado a Hernández a detallar un horizonte político que ha demostrado no tener tan claro y cuyas promesas más concretas se mueven al vaivén de los likes y hasta de las amenazas explícitas.

Sin claridad sobre lo que pueda pasar en los días siguientes, queda en el aire la sensación de que el “empresariado” —esa curiosa categoría que se pretende no ideológica y que busca magnificar su propio poder— será fundamental en la elección y en el modo en el que se articulen sus efectos inmediatos y futuros. En cualquier caso, no se puede descartar un efecto Pigmalión en el que la misma parte de la sociedad que se consuela en conjurar fantasmas, termine por materializarlos de tanto desearlos.

Pero más allá de las narrativas y contra-narrativas que hacen parte de cualquier juego político, sí vale la pena preguntarse qué tan deseable es reducir la comprensión de la democracia a principios de eficacia empresarial. Por mi parte, encuentro la Constitución un poco más compleja que un manual de emprendimiento, pero quizá estoy siendo demasiado romántico.

 

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