¿Dónde hallar el antídoto para el malestar que sentimos?
Una entrevista con Marta Carmona, psiquiatra española y coautora del libro Malestamos.
Fecha: 2022-10-17
Por: Karen Parrado Beltrán
Fecha: 2022-10-17
¿Dónde hallar el antídoto para el malestar que sentimos?
Una entrevista con Marta Carmona, psiquiatra española y coautora del libro Malestamos.
Por: KAREN PARRADO BELTRÁN
El consenso más mainstream enuncia que estamos mal, rotos. Singularmente mal y, en los últimos casi tres años, a raíz de la pandemia, también aisladamente mal. Las personas le ponen las palabras que pueden a ese malestar que perdura a medida que se acumulan los lunes en el calendario. Tristeza, agotamiento, desesperanza, malparidez, ¡ansiedad!
Vivimos en un mundo que descuida la salud mental y que tiene a millones de personas sufriendo en silencio, como advierte la directora del Departamento de Salud Mental y Consumo de Sustancias de la Organización Mundial de Salud (OMS), Dévora Kestel, en el último Informe Mundial sobre Salud Mental presentado por esa organización en junio de este año.
A finales de 2020, la misma OMS llamó “fatiga pandémica” a ese malestar innombrable que nos oprime. Una sensación referida al “agotamiento, el cansancio, la sensación de estar desgastado” debido a las medidas restrictivas adoptadas por los Estados para hacerle frente a las olas más letales del covid-19. The New York Times lo nombró como “languidez”, la emoción dominante del 2021. Una sensación de “estar mirando la vida a través de un parabrisas empañado” y sentir que hay un mundo que continúa funcionando como si nada, mientras nuestro cuerpo se convierte en una bomba de cortisol (conocida como la hormona del estrés).
Lo cierto es que hay un sufrimiento psíquico generalizado que, por insólito que parezca, a veces simplemente no podemos nombrar. Para algunas personas en el mundo, ese malestar acaba en un diagnóstico clínico —muchas veces un trastorno de ansiedad—, y en un alivio que conlleva psicoterapia y tal vez medicación. Pero para muchas otras se cristaliza en sobrevivir con aguante a cada día, a empleos indignos y a proyectos de vida pulverizados por la angustia de llegar a fin de mes.
En septiembre de este año, Marta Carmona, una psiquiatra española feminista, y Javier Padilla, un médico de familia y comunidad de Madrid, propusieron un nombre: lo que nos pasa es que Malestamos, que es también el nombre del libro que escribieron juntos (Capitán Swing, 2022). Se trata de un ensayo que cuestiona el individualismo extremo al que ha llegado nuestra mirada sobre el padecimiento psíquico y que invita a formular preguntas en la primera persona del plural para llegar a abordajes más políticos sobre lo que nos pasa.
“El malestar es la huella que deja sobre los sujetos individuales y colectivos la forma de interacción económica y política. El malestar no sería, por tanto, una disfunción del capitalismo tardío, sino una consecuencia lógica de su normal —y socialmente disfuncional— desempeño”, escriben en Malestamos.
Carmona y Padilla ofrecen algunas pistas para interpretar ese malestar desde una perspectiva más amplia: no solo tratar traumas familiares o problemas relacionales en terapia, sino escudriñar sus raíces sociales en un sistema que lo alimenta y luego nos echa encima la responsabilidad de lidiarlo individualmente sin tener en cuenta la dimensión colectiva. Quizá llevemos demasiado tiempo preguntándonos qué me pasa y qué debo hacer, en lugar de qué nos pasa y cómo podemos hacer algo juntos.
Karen: Hemos querido preguntarnos por la ansiedad porque parece, más que nunca, una preocupación omnipresente, pero que no sabemos muy bien cómo abordarla. ¿Qué estamos dejando de ver?
Marta: De repente se ha puesto en el centro el sufrimiento psíquico, pero no ha sido la totalidad del sufrimiento psíquico. Es decir, de las personas con diagnósticos de esquizofrenia o de trastorno bipolar no se está hablando más. De lo que sí se ha hablado mucho es del sufrimiento psíquico más reactivo a las cosas del día a día, que la inmensa mayoría de las veces, clínicamente, lo catalogamos de ansiedad. La ansiedad es un síntoma y, en tanto que síntoma, lo puedes colocar en todo el espectro. Desde la cosa más cotidiana, ni siquiera patológica, de describir un momento desagradable con unas connotaciones físicas, a hablar de la ansiedad que puede tener una persona en pleno delirio psicótico y en pleno momento de estar escuchando alucinaciones. Y cuando hemos estado hablando tanto de ansiedad y de malestar recientemente es precisamente hacia la parte más visualizable, la que menos estigma se expone a tener.
Muchos famosos han hablado de su sufrimiento psíquico, pero ha habido poca gente que expusiera sus brotes de esquizofrenia o sus delirios, o ese tipo de situaciones. La visibilización, dentro de lo que es todo el espectro de sufrimiento psíquico, ha tenido un sesgo de cierto privilegio. Lo digo con muchas pinzas porque, evidentemente, tampoco se trata de degradar el sufrimiento. Todo el sufrimiento psíquico tiene su relevancia, pero es verdad que ha podido visibilizar su malestar la gente que menos tenía que perder en ese sentido. La ansiedad, como todo el tipo de sufrimiento psíquico, es un sentimiento subjetivo, pero muy relacionado con el contexto. Tiene que ver con a quién le pasa y por qué le pasa lo que le pasa.
K: ¿Qué cercanías –o tal vez distancias– hay entre ese discurso generalista de padecimiento (ansiedad y depresión, especialmente) y el verdadero sentido del malestar social que vivimos?
M: El marco clínico, tanto el biomédico como la psicopatología —sobre todo la actual, la que tiene que ver con el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, por sus siglas en inglés) y el CIE-11 (Clasificación Internacional de Enfermedades)— es un marco muy pobre para entender la subjetividad humana en su totalidad. Entonces, cuando aparecen cosas desagradables en el día a día, en vez de recurrir a la literatura, a toda la parte de la subjetividad que está descrita en las humanidades, en las artes, en la sociología o en los movimientos políticos, a lo que recurrimos es al marco clínico, a entender las cosas entre estoy enfermo y estoy sano.
Si el día a día se me hace cuesta arriba, si tengo una sensación respecto al futuro que cada vez me aterroriza más, si cada vez me siento más vulnerable y cada vez siento que esta supuesta cultura de la meritocracia se derrumba, y si el marco hegemónico es el biomédico, pues al final lo tiendo a entender como una enfermedad, lo tiendo a entender como que hay algo que no va bien, que está roto y que tiene que ser una cosa dentro de mí, una cosa desde este marco médico. No tanto médico en el sentido de que tenga que venir un médico a resolvérmelo con una prescripción, sino en el sentido de un problema de una cosa concreta dentro de mí que se ha roto y que un profesional con una sabiduría técnica concreta me tiene que resolver.
K: Ese abordaje excesivamente clínico ante una ausencia de futuro, ¿puede ser parte del problema mismo o cómo interpreta la relación de la gente con la búsqueda de terapia hoy?
M: Si analizas la ficción de los últimos 20 o 30 años, hay un bombardeo de distopías continua y poquísima posibilidad de imaginar futuros, incluso futuros lejanísimos. Es que nos cuesta imaginar futuros mejores y eso es un síntoma de la época, al final. Pero, más allá, cuando tú intentas entender algo tan complejo como el malestar social desde un marco tan simplista como el clínico, lo que acaba pasando es que dices: vale, psicoterapia para todos. ¿Y con esto qué? Reivindicamos que el acceso a la psicoterapia tiene que ser mejor, pero la historia es que incluso aunque todos pudiéramos acceder a la psicoterapia y que aumentaremos fantásticamente los recursos de las redes públicas, incluso aunque formáramos a muchísimos más terapeutas y al final todas las personas tuviéramos nuestro terapeuta asignado en grandes cadenas de pacientes y terapeutas, las desigualdades sociales seguirían existiendo, la falta de horizonte seguiría existiendo, la falta de cuidados colectivos seguiría existiendo.
¿Qué pasa con las personas con las que su sufrimiento psíquico tiene fundamentalmente que ver con una cuestión de condicionantes sociales? Sí que tienen accesibilidad a una psicoterapia y sí que ponen un trabajo personal e importante en adaptarse mejor a las circunstancias que tiene, pero las circunstancias a las que se tienen que adaptar son tremendamente injustas e invivibles. Eso resulta en culpa y en una presión enorme, tanto en el terapeuta como en la persona en cuestión. ¿Por qué me tengo que adaptar a esto o qué tengo roto que ni con toda esta terapia soy capaz de adaptarme?
K: Una idea recurrente en el libro es que ante el malestar que sentimos hay la opción de buscar terapia con algún profesional, pero también hay que pensar en temas más colectivos, y mencionan la idea del sindicato, en referencia a los derechos laborales. Insisten en que “la terapia no es un formato de reparación desde el que se pueda legislar”. ¿Cómo podríamos entender mejor esta idea?
M: Esta cosa de: ‘no necesitas a un psicoterapeuta, necesitas un sindicato’ o lo que en realidad pasa en el día a día de muchísima gente, pensando que el nivel de violencia laboral al que se enfrentan es una cosa de ellos, que ellos no lo saben manejar. Hay mucha gente que lo que siente es que todo ese sufrimiento se lo tiene que llevar a terapia y que hay algo de ellos que no funciona porque no son capaces de tolerar todo eso bien. Contra eso surge el meme: ‘no, tú no necesitas tal (la terapia), necesitas el sindicato para reivindicar tus condiciones laborales. Y lo primero es que a lo mejor necesito las dos cosas. Lo que sí es muy importante es que son figuras que no son comparables y que cuando las estamos comparando es precisamente porque tenemos el marco individualista metido hasta el corvejón (profundamente).
Tú puedes acudir a un terapeuta para que te acompañen en un proceso de reparación de una experiencia traumática. Y puedes acudir a un sindicato para que te ayude a litigar un despido improcedente. La cuestión es que los sindicatos no sirven solo para eso. De hecho, eso es lo mínimo de lo hacen. Lo importante del sindicato es que tenga la capacidad de sentarse a negociar la legislación laboral, de frenar que las empresas se pasen por el forro la legislación y los marcos garantistas para los trabajadores. Más útiles son los sindicatos cuanto más potentes son y cuando directamente no hace falta que actúen, porque ya su mera presencia ha hecho que no se vulneren sistemáticamente los derechos de los trabajadores. Eso no es un beneficio individual que tú saques del sindicato, es un beneficio que está ahí y tú muy probablemente no eres consciente a lo largo de tu vida de todas las cosas de las que te han protegido.
K: ¿Hemos caído en privilegiar la necesidad privada de tratar el malestar con terapia sin pensar en otras dimensiones?
M: La psicoterapia no tiene la capacidad de prevenir, de generar un marco garantista. La psicoterapia y los psicoterapeutas siempre vamos a posteriori, aparecemos cuando el daño ya se ha producido. Sí que tenemos algo muy valioso y es que podemos levantar acta de cómo está siendo el sufrimiento de un momento social, pero no tenemos la capacidad de solucionarlo o de legislar a ese respecto. No tenemos la capacidad de proteger, los sindicatos sí. Está esa potencia colectiva de los sindicatos, pero no es solo de ellos. Todos aquellos movimientos colectivos, todos aquellos organismos, aquellas formas de participación ciudadana, la verdadera potencia que tienen es la colectiva: la de aquellos males que no dejan que pasen y la de aquellos avances que obligan a hacer a la sociedad. Lo que pasa es que llevamos tantas décadas de pensamiento ultra individualista que lo que tiendes a pensar es: ‘voy a ver qué colectivos tengo en mi entorno a ver cuál me puede servir’. Entendemos la participación colectiva y la participación ciudadana como ir a una máquina de vending (dispensadoras) a ver qué producto saco, a ver qué cosita me llevo yo de acercarme a esta asociación de vecinos o esta asociación de padres de críos en coles.
K: Pienso aquí en los lugares donde creamos afectos: “las infraestructuras sociales”, como llaman en el libro al barrio, las guarderías, los colegios, las iglesias. ¿Cuál es la potencia de estos espacios para convertirse en parte del alivio hacia nuestras ansiedades y malestares?
M: Aquí decidimos apostar por cuatro grandes ejes. Uno: reducir la desigualdad. Todas las infraestructuras sociales que podamos crear tienen que ir encaminadas a disminuir la desigualdad y a que todo el mundo esté incluido. Por otra parte, tiene que haber un horizonte de redistribución, una de las cosas que entendemos que proporciona salud mental —y de la que además hay evidencia sobrada al respecto— puede ser una renta básica universal, todo aquello que permita una redistribución de recursos no solamente para que quienes están más castigados socioeconómicamente puedan recuperarse de eso, sino para que todos tengamos de alguna manera una red de seguridad y así, si de repente todo me va mal, no me voy a descolgar y no voy a tener que seguir trabajando contra viento y marea por mi subsistencia, sino que hay unos mínimos; recuperar esa solidaridad social un poco.
Otra de las características imprescindibles tiene que ser la capacidad de arraigo. No puede ser que la gente joven cada dos o tres años tenga que estar cambiando de barrio, de ciudad o de país, o porque suben los precios o porque no hay trabajo. ¿Cómo se va a imaginar alguien su proyecto vital y cómo va a poner energía, cariño e ilusión en él si no sabe dónde va a estar dentro de tres meses o dentro de tres años? Para poder participar en la comunidad, de entrada hay que estar en alguna. Esto no quita que, por supuesto, la gente tenga todo el derecho del mundo a moverse, pero una cosa es moverte y otra cosa es no tener capacidad de arraigar cuando quieres.
Y el último de los cuatro grandes ejes es que hay que acabar con esa división sexual del trabajo que genera un sesgo brutal en la distribución del cuidado. Toda sociedad que tenga una división sexual del trabajo tan marcada como la de las sociedades de las que venimos es imposible que no genere una carga de sufrimiento psíquico relacionada con esto, tanto en mujeres como en hombres.
K: En la forma de describir a las generaciones frente a cómo afrontan el futuro hay una a la que llamamos “generación de cristal”, para referirnos a quienes nacieron en los noventa. ¿Es la que está llevando la peor parte en este malestar social?
M: A mí me encanta el nombre de generación de cristal. Inicialmente se pronuncia como muy despectivo, como esa generación que no sabe apreciar nada, que es tan fragilita que se rompe con nada, y a mí me gusta porque me parece muy reapropiable. Quedarte con esta cosa transparente del cristal, en vez de lo frágil. Me gusta mucho el matiz de generación de cristal porque es una generación muy consciente de lo frágil que era todo lo que le rodeaba. Yo creo que es la primera generación en mucho tiempo que no compra el relato de las generaciones anteriores: esta historia de la meritocracia, del ‘si tú te esfuerzas suficiente tienes garantizado que te va a ir bien’, del ‘es pobre porque no se lo ha currado (trabajado) suficiente y el rico es rico porque ha trabajado un montón’.
En un lapso corto de tiempo se ha producido una aceleración brutal de un par de generaciones esquilmando el planeta. Creo que los boomers (los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial) y la generación X (los nacidos entre mediados de los sesenta y los ochenta) todavía no terminan de ser conscientes del daño que han hecho. Después de décadas escuchando que lo importante era el crecimiento económico, que lo importante era seguir produciendo, pues ahí hay una brecha generacional en el feminismo y en el movimiento ecologista, ambos muy presentes en gente joven que dicen: ‘no, hay que volver a pensar en el futuro, hay que volver a pensar en el colectivo. Y esta no es la vida que queremos vivir’.
K: Habla de optimismo, ¿cómo visualizarlo entre tanto malestar?
M: Yo creo que ya hay un cambio de discurso. Hace diez años era impensable pensar en la potencia que ha tenido el movimiento feminista en estos años. Por supuesto, ya había feministas antes y, por supuesto, había mucha gente del movimiento ecologista dejándose la vida literalmente por esto. Pero de alguna manera esto está empezando a llegar más lejos y a estar en las conciencias y las prioridades no solo del perfil más activista de la población. Tenemos muchísimo por hacer y esto es una cosa que me ha llegado desde el activismo respecto al cambio climático: el pesimismo es un lujo que no nos podemos permitir.
Igual que es un absurdo fiarlo todo a un optimismo vacío de que las cosas ya se resolverán solas, qué era lo que nos decían los boomers: ‘si os esforzáis mucho, se va a resolver todo’. Tampoco hay que caer ni en el colapsismo ni en el derrotismo de ya está todo perdido, qué más da. Lo que toca es un optimismo responsable, es un buscarnos unos a otros, es poder entablar diálogos. El simple hecho de que tanta gente tenga ese pálpito, esa necesidad de buscarnos unos a otros para establecer ese diálogo, ya es una gran señal. Yo en esto soy una absoluta optimista, lo que pasa es que es un optimismo que implica muchas asambleas, muchas horas de reunión, mucho leer, mucho buscarse y mucho salir del marco individualista. No de acercarte a los colectivos por qué te pueden aportar a ti, sino vengo aquí con todas mis ganas a ver en qué soy útil.