Semillas nativas: la lucha comunitaria por la soberanía alimentaria en el Atrato
En El Carmen de Atrato, campesinos y científicos han descubierto que la única manera de salvar sus semillas es poniendo a dialogar lo ancestral con lo técnico. De ese encuentro nació un protocolo intercultural que hoy protege la vida del territorio.
Fecha: 2025-12-11
Por: Karen Figueroa, integrante de Mutua*
Fecha: 2025-12-11
Semillas nativas: la lucha comunitaria por la soberanía alimentaria en el Atrato
En El Carmen de Atrato, campesinos y científicos han descubierto que la única manera de salvar sus semillas es poniendo a dialogar lo ancestral con lo técnico. De ese encuentro nació un protocolo intercultural que hoy protege la vida del territorio.
Por: KAREN FIGUEROA, INTEGRANTE DE MUTUA*
Es luna menguante y Ligia Ortega ya tiene sus semillas preparadas. A sus 68 años —que a veces le pesan en el cuerpo pero no en la memoria— dice que sus manos han aprendido a reconocer las de mejor calidad, esas que pueden resistir un clima cada vez más cambiante. Como muchos otros campesinos de El Carmen de Atrato, en el departamento de Chocó, Ligia se sabe custodia de uno de los patrimonios naturales más importantes de su pueblo: las semillas nativas. Es reconocida como una sabedora del territorio y se asume guardiana y narradora de prácticas que no deberían desaparecer. Nació en una familia de agricultores, en un hogar atravesado por la herencia antioqueña y la chocoana, donde cultivar la tierra era parte de la vida cotidiana.
“El Carmen de Atrato es un municipio frío y montañoso —explica—. Estamos en una parte bajita, pero alrededor hay muchas cimas. Incluso el río Atrato nace en una de esas montañas inmensas. Cuando llega a nuestro municipio ya viene más crecido, y cuando avanza por el Chocó se vuelve navegable”. Así describe Ligia el territorio que la vio crecer.
En su memoria hay un Carmen distinto; uno más frío, en el que vivían envueltos en neblina, y el río Atrato era “vida pura”, con peces grandes, agua cristalina y familias que se bañaban sin miedo a enfermarse. Hoy, dice con tristeza, “ese río ya no tiene color claro”, y los peces han ido desapareciendo, arrasados por la actividad minera.
Hace unos veinte años, el municipio era conocido como la despensa agrícola de Quibdó, por la riqueza de sus suelos y la abundante producción que abastecía los mercados de la capital chocoana. Desde muy pequeña, Ligia ayudaba a su papá —agricultor toda la vida— en las labores del campo y recuerda que su familia siempre tuvo una profunda vocación agrícola. “Aquí se cultiva de todo —relata—. Antes solo dábamos café, naranja y un plátano que conocíamos como el enano. Pero ahora producimos guanábana, borojó, fríjol, marañón y cebolla en rama. Sin embargo, ya no es como antes: las veredas se han ido apagando, muchas semillas antiguas se han perdido y el clima ha cambiado tanto que ahora incluso tenemos más variedades de café”. Esa preocupación colectiva abrió el camino para que campesinos, sabedores e investigadores unieran esfuerzos en la recuperación y cuidado de las semillas nativas.
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En un convite formado por 20 campesinos de la zona y dos sabedores —entre ellos, Ligia—la comunidad se reúne en una jornada de trabajo colectivo con investigadores de Agrosavia —Corporación colombiana de investigación agropecuaria— para limpiar el terreno, seleccionar las semillas y proceder a sembrarlas. Allí se entrelazan sus saberes tradicionales, transmitidos de generación en generación, con nuevas técnicas validadas científicamente que, señala Ligia, son fundamentales para que los cultivos crezcan bien y sin plagas.
Ella, así como sus compañeros de jornada, sabe que tanto la preservación de semillas criollas —aquellas que no han sido intervenidas genéticamente— como el rescate y la protección de la vocación ancestral de producción agrícola de El Carmen de Atrato es tal vez su misión más importante. Y es, al mismo tiempo, la manera que tienen de proteger esa relación profunda y simbólica que los une con el río.

Durante las últimas décadas, las semillas han sufrido una profunda transformación y vulneración debido a la expansión de la minería industrial por parte de la empresa MINNER S.A., propiedad de la canadiense Atico Mining Corporation. A partir de las cerca de 6.356 hectáreas destinadas a la explotación de cobre y otros minerales, la actividad minera ha contaminado el territorio, deteriorado los suelos y el río, y reducido drásticamente la disponibilidad de alimentos. A esto se suma que, en mayo de 2025, la licencia de operación fue renovada por 30 años más.
El municipio hoy enfrenta una crisis de seguridad alimentaria, la desaparición de semillas y cultivos tradicionales, el abandono del campo por parte de los jóvenes y la pérdida progresiva de conocimientos agrícolas ancestrales. Ramón Cartagena, miembro de los Guardianes del río Atrato, relata que hoy los jóvenes prefieren trabajar en la mina antes que cultivar la tierra y esa elección ha ido vaciando las veredas de campesinos. También, ha llevado al municipio a perder su capacidad de autoabastecimiento; hoy buena parte de los alimentos que consumen en Carmen de Atrato son traídos desde municipios como Urrao. Algunas semillas, como las de la calabaza ‘Victoria’ y dos variedades de fríjoles, ya han desaparecido.Unas cuantas más, como la del fríjol petaco, están en riesgo de extinguirse. Y a esto se suma un problema adicional: la dificultad de los caficultores para vender su producción, ya que desde el 2022, la tienda de la Cooperativa de Caficultores de Andes —que compraba la producción local— cerró, obligando a los productos a movilizarse hasta Ciudad Bolívar, en Antioquia, para vender su cosecha. Esto ha provocado que el café, que alguna vez sostuvo a muchas familias, hoy se quede embodegado en las fincas o sea vendido a intermediarios que pagan casi nada por él.
Las palabras de Ramón destilan la nostalgia de un territorio que fue fértil antes de que la minería “cambiara al pueblo” y lo volviera un lugar donde los jóvenes ya no sueñan con el campo. Recuerda árboles desaparecidos —como el comino o el cedro— como si fueran familiares que se marcharon sin despedirse. También evoca semillas que ya no se encuentran en la región y cómo su ausencia se llevó consigo una parte de la memoria campesina. Y aun así, en medio de esa tristeza, hay una ternura enorme en la forma en que recuerda la siembra: “Muy empírico todo”, dice, un aprendizaje nacido de observar a los mayores, de manos que crecieron con ellos más que de cualquier manual.
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En este paisaje de cambios y resistencias, y como parte del cumplimiento de la Sentencia T-622, que reconoce al río Atrato como sujeto de derechos y ordena la reactivación de las prácticas agrícolas tradicionales, surgió la iniciativa de fortalecer la conservación y manejo de semillas. Esta propuesta llegó al territorio a través de un convenio entre el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, la Alianza Estratégica entre Agrosavia y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En este escenario se desarrolló el piloto en la vereda El Yarumo, donde participaron veinte integrantes de la Mesa Social y Ambiental del municipio, acompañados por dos sabedores.
El propósito del proyecto fue la generación de protocolos de producción y conservación de semillas, así como el fortalecimiento de las capacidades socio empresariales de las comunidades, desarrollados en un entorno de construcción participativa entre las instituciones y los campesinos. Se seleccionaron cuatro municipios para el proyecto: Vigía del Fuerte, en Antioquia, y Lloró, El Carmen de Atrato y Riosucio, en el Chocó.
En cada municipio se seleccionaron unas semillas nativas criollas: arroz para Vigía del Fuerte, fríjol y cebolla para El Carmen de Atrato, plátano en Riosucio y maíz para Lloró. En todos los casos, se buscó articular de manera conjunta el conocimiento ancestral de la preservación de semillas de acuerdo con las formas tradicionales de subsistencia, junto con el conocimiento científico para proteger y potencializar el material genético en estos municipios.
Para Gustavo Rodríguez Yzquierdo, investigador de Agrosavia que lideró el proyecto, la clave del proceso fue la unión de mundos: “Nosotros lo llamábamos lo tuyo, lo mío y lo nuestro”. Esa era la esencia del proyecto: poner a dialogar el conocimiento ancestral con el técnico. Ni imponer lo científico ni romantizar lo tradicional. Lo que queríamos era ver cómo se encontraban, cómo se reconocían, y cómo esa unión podía mantener vivas las semillas en su propio territorio”.
Las jornadas de capacitación se llevaron a cabo desde el enfoque de “aprender haciendo”. De esta manera, en compañía de la comunidad, se delimitó el área de trabajo y se abordaron temas como la siembra, la calidad física y sanitaria de la semilla, el proceso de desinfección, la limpieza y preparación del terreno. También se realizaron encuentros para abordar los costos de producción, la selección del sistema productivo de la semilla y el manejo agronómico de los materiales.
La idea de pensar esto como un “Protocolo intercultural de producción de semillas” se convirtió entonces en una respuesta concreta a la problemática de pérdida de biodiversidad y a la disminución de la producción local. Un espacio comunitario donde se recolectan, conservan, clasifican y multiplican semillas nativas para asegurar su continuidad y disponibilidad a largo plazo y para poner a dialogar los conocimientos técnicos con los saberes ancestrales.
Su implementación en El Carmen de Atrato ha permitido recuperar variedades locales que estaban en riesgo de desaparecer, mejorar la calidad de las semillas y fortalecer la autonomía alimentaria de las familias campesinas, que ya no dependen exclusivamente de adquirir alimentos o semillas fuera del municipio. A través de ensayos en parcelas demostrativas —donde se comparan métodos tradicionales con técnicas mejoradas— la comunidad ha confirmado la eficiencia de nuevas formas de siembra, generando un aprendizaje compartido, de acuerdo con Gustavo Rodríguez Yzquierdo.
El piloto de este municipio se enfocó en tres especies seleccionadas por la comunidad y los sabedores, de acuerdo a las especies con mayor importancia en el territorio: fríjol arbustivo (Uribe rosado), fríjol voluble (Cargamanto rojo) y cebolla de rama. El piloto, de manera experimental, consideró tres parcelas, una con la aplicación exclusiva de las prácticas tradicionales, otra solo con las técnicas modernas y una tercera con un enfoque participativo mixto. Este tercer modelo fue concertado entre las dos partes del proyecto (institucionalidad y comunidad) con el fin de integrar los saberes ancestrales con procedimientos técnicos para validar modelos productivos enmarcados en este diálogo de saberes y que operaran en función de la sostenibilidad, la eficiencia agrícola y las características particulares del territorio para cada sistema.
Ligia cuenta que las lecciones aprendidas fueron muy bellas y sorpresivas tanto para la institucionalidad como para los campesinos. Por ejemplo, Agrosavia les enseñó a cultivar la cebolla a menor profundidad —para que se preserve por más tiempo luego de cosechada—, mientras tradicionalmente en El Carmen entierran el tallo más hondo —y con esto producen una cebolla “más bonita para la venta”—. La comunidad, por su parte, aportó sus estrategias para la preservación del fríjol uribe rosado y el manejo de las fases lunares para la siembra y la recolección.
Para Ramón, uno de los aportes más valiosos al proyecto desde la comunidad fueron las formas tradicionales de trabajo, como el convite o la “minga”, como él mismo las llama. Reconoce que esta fuerza comunitaria es uno de los pilares más importantes para trabajar el campo, pues en ella varios campesinos atienden al llamado del trabajo común, sosteniendo entre todos lo que, de manera individual, sería imposible mantener.
Finalmente, esta iniciativa integra de manera profunda los saberes ancestrales de la comunidad, porque se fundamenta en los cultivos que históricamente han definido su vida agrícola y la memoria colectiva de cómo se sembraba antes de la llegada devastadora de la minería. Como sabedora, Ligia explica que algunos de los saberes ancestrales están representados, por ejemplo, en la “sensibilidad” que tiene la mujer para elegir las semillas, porque el hombre suele ser un poco más “tosco”. Su padre también le enseñó a guardar siempre los mejores productos de las cosechas, a desinfectar la semilla con limones en cajones de madera y a conocer el efecto de las fases lunares: creciente los desarrolla más rápido pero con menos rendimiento, mientras que menguante produce un crecimiento más lento pero genera una cosecha más abundante y duradera.
El diálogo entre técnicos y campesinos permite que el conocimiento tradicional no se pierda, sino que se fortalezca, y el protocolo intercultural de semillas se convierte en una herramienta tanto para la defensa del territorio como para la revitalización de prácticas agrícolas que forman parte de su identidad cultural. De este modo, la recuperación de semillas locales no solo responde a una necesidad productiva, sino también a la protección de la relación ancestral que estas comunidades mantienen con su tierra y con el río Atrato.
“Uno de los resultados más importantes fue el diagnóstico inicial. Pudimos ver, con datos y con la voz de la comunidad, cuáles eran las capacidades reales para producir y conservar semillas. A partir de ahí, fortalecimos cuatro núcleos productivos y cinco sistemas de semillas nativas y criollas. Esto nos llevó a un concepto que, en el marco del proyecto, llamamos protocolos interculturales, que integran el conocimiento ancestral con el técnico o científico. Ese proceso generó una apropiación social del conocimiento, que es lo que hoy sostiene el avance del proyecto”, agrega Gustavo Rodríguez.
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Pese a los avances positivos que ha tenido el proyecto, el camino no ha sido sencillo. Por un lado, desde la institucionalidad, llegar a los territorios y poder mantener un acompañamiento y un apoyo continuo es una de las mayores dificultades. El río Atrato, junto con sus afluentes, ha representado para estos territorios su forma principal de conectividad, pero el mismo ritmo del río a veces juega en contra.
Gustavo señala algunas de estas dificultades que tuvo el equipo de Agrosavia y del PNUD: “Al principio, la confianza tuvo que sembrarse. La comunidad siempre recibe a la institucionalidad con dudas y esa construcción no es un proceso sencillo, lleva tiempo. Y luego está la dificultad propia del territorio: la logística es durísima. Uno dimensiona algo desde Bogotá y en campo es otra cosa. Horas de río, problemas de conectividad, orden público y en el marco del proyecto una ola invernal muy intensa al final del 2024. Todo eso marcó el ritmo y nos obligó a adaptarnos todo el tiempo”.
Para las comunidades, el proceso tampoco ha sido fácil. El mayor obstáculo hoy es la falta de tierra propia. Los pilotos se desarrollaron en un terreno arrendado, pero la mayoría de campesinos de El Carmen de Atrato no poseen tierra para cultivar excedentes ni para mantener un espacio estable de experimentación. Este año, la comunidad no pudo renovar el arriendo del terreno y el proyecto se quedó sin el lugar físico donde se había consolidado el piloto. Aun así, Ramón cuenta que el equipo continúa animado. Quienes tienen pequeñas huertas siguen preservando las semillas nativas, y la comunidad mantiene viva la difusión del protocolo intercultural de siembra. Además, han iniciado un proceso de búsqueda y recolección de otras semillas que están desapareciendo del territorio. Mientras tanto, esperan que la Agencia Nacional de Tierras pueda asignarles un espacio propio para retomar la minga, reactivar nuevos pilotos y, eventualmente, avanzar hacia la producción comercial de los excedentes agrícolas.
Pese a todas las dificultades que implica mantener la continuidad de este proyecto, la comunidad tiene muy claro que preservar las semillas y consolidar los protocolos interculturales, es la única salida para mitigar los efectos del cambio climático y de la minería en el territorio. De acuerdo con Ligia y Ramón, la tierra está cada vez más afectada y las cosechas se vuelven más vulnerables a la erosión del suelo, a la contaminación del agua y a las nuevas plagas que llegan al territorio.
El diálogo de saberes ha sido el mecanismo que devuelve la esperanza a la comunidad en que es posible volver a trabajar la tierra y que El Carmen de Atrato recupere su vocación agrícola. También resaltan que nada de esto habría sido posible sin la unión comunal que los ha caracterizado, expresada en prácticas como la minga. Tienen claro que la estrategia más poderosa de las comunidades para proteger el patrimonio natural y enfrentar la injusticia climática es la fuerza de lo colectivo: saber que no se lucha ni por lo tuyo ni por lo mío, sino por lo nuestro, donde el río y las semillas son también parte de nosotros.
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*KAREN FIGUEROA Periodista con maestría en Estudios Culturales Latinoamericanos. Me muevo entre la investigación, la docencia y el periodismo ambiental. Me apasiona explorar, a través de la palabra y la fotografía documental, las historias del agua, de las comunidades y de los territorios que las sostienen. |
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Este artículo hace parte de la beca de producción periodística entregada por Mutante, con apoyo de la Fundación Heinrich Böll, a integrantes de la comunidad MUTUA: Movimiento de Cuidados para Periodistas Ambientales. Puedes leer todos los contenidos siguiendo este enlace. |


