DIGNA PUTERÍA: la historia de la unión de resistencias de Cali (II)
Esta es la segunda entrega de Digna Putería. Lee la primera parte de este reportaje aquí, y entérate de las razones que nos llevaron a Cali a investigar el nacimiento de la Unión de Resistencias. Además lee la entrevista con el exsecretario de Bienestar Social de la capital valluna, quien renunció a su cargo en medio del estallido social de una ciudad sometida por múltiples actores violentos.
Fecha: 2021-10-07
Por: Juan Camilo Maldonado
Fotografías:
JUAN ARIAS
Collage:
@matildetil
Fecha: 2021-10-07
DIGNA PUTERÍA: la historia de la unión de resistencias de Cali (II)
Esta es la segunda entrega de Digna Putería. Lee la primera parte de este reportaje aquí, y entérate de las razones que nos llevaron a Cali a investigar el nacimiento de la Unión de Resistencias. Además lee la entrevista con el exsecretario de Bienestar Social de la capital valluna, quien renunció a su cargo en medio del estallido social de una ciudad sometida por múltiples actores violentos.
Por: JUAN CAMILO MALDONADO
Fotografías:
JUAN ARIAS
Collage:
@matildetil
II. LA MINGA
El sábado 17 de julio llegué apurado a medio día a la Universidad del Valle, temiendo que me perdería la inauguración de la Asamblea Nacional Popular, momento en el que, esperaba, podría contactarme con algunos de los miembros de la Unión de Resistencias Cali (URC).
En la portería fui requisado por miembros de la guardia cimarrona y la guardia indígena, con sus chalecos de colores, sus bastones de mando y machetes al cinto. Rostros curtidos por el sol y heridos por años de protesta. Varios días atrás se habían tomado el campus y ahora lo patrullaban junto a docenas de jóvenes caleños encapuchados, provenientes de algunas primeras líneas de la ciudad, que durante los últimos dos meses se habían organizado para protegerse de los ataques de la policía y otros grupos armados.
Para mi sorpresa, el campus estaba prácticamente vacío. Los pocos asistentes que identifiqué deambulaban entre los árboles recogiendo grosellas o alimentando a las iguanas, con la tranquilidad de quien pasea por el parque un domingo festivo, como si no les robara la calma que, a pocas cuadras, el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) aguardara la orden para retomar la Universidad.
—¿Dónde está la gente?— pregunté.
—No han podido llegar, todo el mundo está bloqueado por el decreto de la Gobernación.
Dos días atrás, la gobernadora del Valle del Cauca, Clara Luz Roldán, había decretado el cierre de fronteras del departamento. Con esta decisión, las caravanas populares provenientes de diversos y remotos rincones de Colombia, quedaron inmovilizadas por los retenes de la Policía Nacional. Las detenciones, que también se dieron en otros departamentos del país, fueron divulgadas por redes sociales, y en una rueda de prensa desde la Universidad, los organizadores de la Asamblea denunciaron que algunas delegaciones pasaron más de seis horas detenidas; alegaron, además, que los agentes les tomaron fotos a sus cédulas, les grabaron videos sin explicación alguna y requisaron todas sus pertenencias sin orden judicial. Así estaba la cosa: asistir a una asamblea popular en pleno paro nacional implicaba quedar empadronado por la misma fuerza policial cuyos abusos habían alimentado la indignación y la movilización.
Un hombre grueso y de mediana estatura, con un colorido bastón de mando y parte del rostro oscurecido por un sombrero de paja, salió del coliseo de la Univalle caminando a paso lento. Era Jair Hernández, mayor nasa del resguardo Nuevo Despertar, en el municipio de Dagua, en la vía Buenaventura. Un hombre risueño y hablador que, según me dijeron, había logrado unir a los muchachos de 26 puntos de resistencia durante las primeras dos semanas de mayo. Jair era el primer mentor y gestor de la URC, su “consciencia”, según me contó tiempo más tarde una de las voceras de esta coalición.
—Todo arrancó como el 3 o 4 de mayo, yo lo recuerdo porque a mí me cogieron los cumpleaños persiguiendo a esos mugrosos— inició Jaír su relato.
Para esa época los tropeles en Cali ya habían dejados unos veinte jóvenes muertos, los manifestantes se defendían con lo que tuvieran a la mano —escudos hechizos de lata, trincheras de llantas y escombros—, algunas bandas al margen de la ley se habían sumado a las confrontaciones nocturnas y las primeras líneas estaban en plena formación, muchas de ellas emulando las tácticas de defensa que aparecían en videos de YouTube subidos por los manifestantes chilenos que, en 2019, protagonizaron un alzamiento de similares proporciones y catalizaron un exitoso proceso constituyente.
—Los indígenas andábamos en el Cauca en un proceso de “Minga hacia adentro”, que había iniciado luego del asesinato de nuestra compañera, la gobernadora Sandra Peña. Pero al ver el llamado de los jóvenes y cómo los estaban matando, nuestras autoridades ordenaron la “Minga hacia afuera”, y nos vinimos para Cali.
Reportes de prensa estimaron que entre 1.500 y 5.000 indígenas llegaron en buses y chivas a una ciudad que ardía, convencidos de que contaban con un conocimiento valioso que querían transferir a los jóvenes que recién se levantaban a punta de rocas y bolsas de leche. Era una experiencia acumulada por más de medio siglo de lucha social por la liberación o recuperación de sus tierras, a manos de los grandes terratenientes caucanos.
—La minga se encerró en la Universidad del Valle, pero la guardia estaba que se nos escapaba, porque ellos venían era a pelear y a ver cómo rodear los puntos y protegerlos un poco de toda la agresión de la fuerza pública —continuó Jair.
Gradualmente comenzaron a llegar a muchos de los puntos de bloqueo, grupos de 100 o 200 comuneros, con la intención de crear una suerte de “cordón de seguridad” entre las primeras líneas y la policía. Además, la minga buscó formar a los puntos de resistencia en términos organizativos, como me confirmaron varios de los jóvenes de la URC: los indígenas los orientaron para que crearan comités y delegaran funciones y liderazgos; les explicaron cómo funciona una asamblea, la importancia de la palabra, la deliberación, la paciencia y el consenso, y tuvieron hasta tiempo para montar ollas comunitarias e iniciar varias huertas urbanas.
Siguiendo un mandato de las autoridades indígenas, Jair Hernández comenzó a visitar, bastón en mano, cada punto de bloqueo, con el objetivo de ayudar a que los chicos escogieran entre ellos a dos o tres voceros por punto. Para mediados de mayo, el mayor había logrado convocar a unos 70 voceros de 26 puntos de resistencia, con los que tuvieron una primera reunión en un auditorio de la Universidad del Valle, junto a Ermes Pete, consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) y otros miembros de la misma asociación.
Paralelamente, preocupados por encontrar alguna fórmula que desactivara los bloqueos, el Gobierno Nacional, a través de contactos en Puerto Resistencia, organizó una reunión en el coliseo María Isabel Urrutia, que queda a cuatro cuadras de ese punto. Fue la primera oportunidad para que los chicos que había reunido Jaír en Univallle, y que apenas comenzaban a reconocerse entre ellos, se trasladaran hacia ese lugar y se encontraran con las autoridades estatales. Fue un desastre.
—Todos estaban ahí: el ICBF, los de la Política Nacional de Juventudes, el Alcalde, full pantalla gigante, toda la vaina montada. Pero fue acelerado y un fracaso total. Se cayó además por un asunto que fue también muy distractor en todo esto que es el tema de las comunicaciones: los mensajes de WhatsApp, la paranoia… —me contó Rubén Darío Gómez, director del Observatorio de Realidades Sociales de la Arquidiócesis de Cali.
Los videos que quedaron registrados de esta reunión lo corroboran. En un coliseo repleto de personas encapuchadas, muchas de ellas con escudos, cascos y gafas, como si estuvieran listas a que se prendiera de nuevo el tropel, corrió furioso el falso rumor de que la Policía estaba atacando el punto de resistencia de La Luna, a cuatro kilómetros del coliseo. “¡Nos están atacando!”, se escucha en la reunión. “¡Es un saboteo!” “¡Traidor!” “¡Alcalde asesino!”. El alboroto fue tal, que Jesús González, entonces secretario de Bienestar Social, tuvo que sacar cubierto al alcalde “para que no se lo mataran”.
—¡Casi se lo tragan vivo al marica ese! —me dijo Jair—. Ese día me demostró que los muchachos no estaban listos.
La misión de Jaír no era nada fácil. A diferencia de un paro tradicional, en el que un sindicato o grupo de organizaciones detiene una actividad para negociar una serie de demandas, el estallido caleño fue, en cierta medida, un estallido expresivo. Un “paro sin pliego”, me explicó Jesús, “un juicio de la gente diciendo ‘hijueputa, no nos han querido ver, pues aquí estamos’”.
Los jóvenes que se levantaron suelen llamar a ese sentimiento que los sacó a las calles “digna rabia” o “digna putería”. Una fuerza emocional colectiva que hizo casi imposible cualquier tipo de negociación entre los puntos y las instituciones. Gobierno, gobernación, alcaldía, empresarios, todos hicieron intentos por negociar individualmente el desbloqueo, pero los acuerdos que se anunciaron a mediados de mayo se cayeron. Los pocos que prosperaron, con intermediación de sacerdotes de la Arquidiócesis, se limitaron a establecer corredores humanitarios para el paso de alimentos y medicamentos.
La minga indígena, por su parte, no pudo aportar por mucho más tiempo. Durante los doce días que estuvieron en la ciudad, los mingueros fueron golpeados en combates nocturnos, esquivando los disparos de las armas largas y cortas de la policía y otros grupos armados, condiciones muy distintas a las de las montañas del Cauca, donde los tropeles son de día y contra el ESMAD.
A esto se sumó la hostilidad de muchos caleños, desesperados por los bloqueos y avivados por la animadversión racial. El clímax de esta tensión se produjo el 9 de mayo, cuando un grupo de camionetas de habitantes del sector de Ciudad Jardín le cortó el paso y retuvo a una caravana indígena que transportaba a Harold Secué, consejero mayor de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN). Cuando una comisión enviada por la minga desde la Universidad del Valle fue al rescate del mayor, se desató una serie de choques violentos que en cuestión de tres horas dejó a 12 mingueros heridos, entre ellos Daniela Soto, estudiante de filosofía de la Universidad del Cauca, quien recibió un disparo en el abdomen.
Una detallada reconstrucción de estos hechos, por parte del portal investigativo Cuestión Pública, reveló que en los videos que se conocen de ese día son los caleños quienes disparan las armas de fuego frente a numerosos policías, a excepción de un minguero que utilizó una pistola que obtuvo tras desarmar al celador de un conjunto residencial. La minga se defendió con machetes y piedra, destruyó varios carros y las rejas de un conjunto. Ese día el diario El País tituló: “Grave situación de orden público en el sur de Cali: indígenas atacaron a la comunidad”.
—La minga tiene una vocación muy, muy grande. Ellos han asumido la vanguardia del movimiento popular durante una transformación de 200 años, y no podían quedarse por fuera de lo que estaba pasando en Cali —me había explicado unas horas atrás Jesús González, exsecretario de Bienestar Social—. Así que se vinieron, tumbaron la estatua de Belalcázar y radicalizaron esto a un plano étnico-racial. Y entonces apareció una gente a la que se les salió el blanco, indios a los que se les salió el blanco, negros a los que se les salió el blanco…
Luis Fernando Acosta, coordinador nacional de la Guardia Indígena, me dijo que ese día recibieron innumerables insultos xenófobos y racistas, y que luego de lo ocurrido, aumentaron “las agresiones de los medios de comunicación”. Con decenas de videos circulando en los que los mingueros destruyen vidrios, automóviles e intentan meterse a un conjunto residencial en Ciudad Jardín para perseguir a una de las camionetas agresoras, muchos medios masivos promovieron la idea de que los indígenas eran guerrilleros, narcotraficantes y vándalos llegados a Cali a destruir y dañar todo a su paso. Lo anterior obligó al “movimiento indígena a hacer un cateo espiritual”, según Jair, luego del cual le informaron a sus autoridades que había llegado el momento de replegarse hacia el Cauca.
—Teníamos que ver cómo proteger a la Guardia. Quedarnos significaba arriesgar y perder mucho —me contó el mayor en Univalle. Así que para mediados de mayo, Jaír quedó solo en la ciudad, con la misión que había iniciado el día de su cumpleaños: fortalecer la unión entre los puntos y emprender un proceso de formación contrarreloj que les permitiera a los muchachos, eventualmente, sentarse a negociar con la institucionalidad.
Luego de que salieran los indígenas de la ciudad, Jaír llamó a monseñor Jesús Darío Monsalve y le dijo: “mi hermano, o me presta su casa o me presta la universidad”. El arzobispo de Cali los mandó para Unicatólica, y allí el mayor se enclaustró en un auditorio a palabrear durante dos semanas con los voceros y las voceras de los puntos, mientras la ciudad ardía y entre ellos comenzaba a incubarse una idea común de resistencia.
—¿Qué pretensiones tenían los muchachos?— le pregunté.
—Ellos no querían saber nada de la institucionalidad. Fueron dos semanas, todos los días, dedicadas al tema de las garantías (para la protesta). Querían estar allí, conversar, entender qué hacer, porque los puntos estaban todavía en combate con la fuerza pública. Eso es algo muy, muy, muy… ¿cómo se dice? Como muy normal en este país ¿No?, negociar en medio de la guerra.
Al esfuerzo de Jair se sumaron personas fundamentales para el proceso. Por un lado, los curas y miembros de la Arquidiócesis, liderados por monseñor Monsalve, que también recorrieron los puntos y fueron esenciales en la validación de las vocerías, pues dada la complejidad social que se expresaba en cada uno de ellos, garantizar la representatividad de los muchachos en la mesa era una condición vital.
Al espacio en Unicatólica también llegaron la ONU y la MAPP-OEA, en cabeza de Beatrice Quadranti y Martha López, dos mujeres fundamentales en la formación de los voceros. Según Jesús, se convirtieron en madres para los chicos de la URC, así muchos vieran con sospecha y enfado cuando ellas daban línea en el proceso. Ambas instituciones llegaron a la mesa a defender la tesis de que el levantamiento social era el producto de fallas estructurales derivadas de una amplia gama de vulneración de derechos y que, por tanto, era fundamental que el conflicto se solucionara a través del diálogo, como expresaría Beatrice en un conversatorio digital a mediados de junio.
Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, también hizo presencia durante los primeros días en Unicatólica, pero no se quedó mucho tiempo, atareado como estaba con la elaboración del informe final de esta entidad, un análisis profundo de 58 años de guerra en Colombia (1958-2016). Jessica, una de las voceras de la URC me contó que, en su visita fugaz, el sacerdote jesuita les dejó un mensaje que perdurará en el tiempo: “hay personas que van a querer romper este proceso, pero ustedes deben mantenerse en el diálogo. Miren lo que pasó en La Habana, durante mucho tiempo se siguieron matando, pero nunca se pararon de la mesa”.
Jaír terminó de contar su historia y se levantó presuroso pues tenía otro compromiso. Al volver en mí y pasear la mirada, vi que el campus de la Universidad del Valle comenzaba a poblarse de pequeñas caravanas de nómadas que se bajaban de grandes buses alquilados, cargaban sus morrales y bolsas de dormir, y con los rostros hinchados y el pelo desordenado exploraban entre los edificios y plazoletas un lugar adecuado para instalar su campamento.
Unas horas más tarde lograría por fin conocer a la Unión de Resistencias Cali (URC). Y al conversar con muchos de sus voceros, corroboraría que, en efecto, la minga le imprimió a los jóvenes caleños una huella perdurable, que llegó incluso a inspirarlos a formar guardias populares con formas y éticas similares a la guardia indígena. Como me dijo uno de ellos: “Aprendimos que solos llegamos más rápido, pero juntos se llega más lejos”.
*Lee aquí la tercera entrega de Digna Putería: Los voceros y voceras de la Unión de Resistencias Cali son recibidos con honores por la Asamblea Nacional Popular, una estudiante de la Universidad del Valle cuenta cómo pasó de raspar coca para sostenerse a ser vocera en la URC y los múltiples desafíos que tuvieron que enfrentar los voceros para movilizar la palabra en los puntos de resistencia.