Campesinos colombianos recuperan la siembra tradicional del arroz y el trigo con energías alternativas

En Santander y Boyacá, 21 familias campesinas han integrado una canasta de energías alternativas y prácticas de agricultura sostenibles para caminar hacia la soberanía alimentaria. 

Fecha: 2024-06-07

Por: María Paula Rubiano A.

Campesinos colombianos recuperan la siembra tradicional del arroz y el trigo con energías alternativas

En Santander y Boyacá, 21 familias campesinas han integrado una canasta de energías alternativas y prácticas de agricultura sostenibles para caminar hacia la soberanía alimentaria. 

Por: MARÍA PAULA RUBIANO A.

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“Aquí está usted viendo la última generación que siembra. Porque la tecnología y la educación acabaron con el campo”, dijo Campo Elías Rodríguez, un agricultor del nororiente de Colombia, entre bocados del almuerzo una tarde de agosto de 2018. Durante 40 años, la casa de Rodríguez ha sido el centro de la cosecha de trigo en la vereda. La casa alberga la que hasta hace poco fue la única trilladora de trigo de la zona. Hasta allá llegaban los campesinos cargando las espigas que la máquina escupía listos para molerse. Como Rodríguez, los hombres que lo rodeaban estaban llenos de canas y arrugas, a excepción de uno – su hijo, Dubán Rodríguez Guevara, el menor de una de las pocas familias que aún siembran trigo en la provincia de García Rovira, Santander.

La frase fue un quiebre para Lylian Rodríguez, quien acompañó la trilla junto a su esposo, Ricardo Granados. La pareja sabía que el trigo había sido un cultivo importante en esa zona del departamento de Santander, pero que podían contarse con los dedos de una mano quienes seguían sembrando el cereal. Lo mismo había  pasado con el arroz. Lylian recuerda que durante décadas semillas de arroz nativo crecieron en las laderas de Santander. Llevaba años rumiando la idea de recuperarlas, en parte inspirada por los paisajes que conoció como estudiante en los años noventa en Vietnam, en donde los campesinos cosechaban el arroz que consumían. 

Para Rodríguez, un proyecto que rescatara ambos cereales era apenas lógico. El trigo y el arroz son la base de la alimentación en Colombia (en hogares de escasos recursos, el arroz representa la principal fuente de calorías y proteínas). Y, sin embargo, cifras de la Federación de Molineros de Trigo de Colombia muestran que el 99,4% de las cerca de dos millones de toneladas del cereal que se consumen en el país provienen de Canadá y Estados Unidos. En el caso del arroz, cuyo consumo anual en Colombia es de 40 kilos por persona, el 98% de las 500,000 hectáreas sembradas son monocultivos industriales. 

En un escenario de cambio climático, esta falta de autosuficiencia amenaza la seguridad y soberanía alimentaria de las familias, dice Fernando Castrillón, investigador y coordinador de proyectos de la Corporación Grupo Semillas. Con el modelo agroindustrial imperante, los agricultores dependen de semillas, abonos, plaguicidas y concentrados industriales que prometen mayor productividad y menor esfuerzo. Pero esa promesa trae consigo una pérdida de autonomía energética y económica, y un deshilachamiento de las redes sociales y culturales. “Se imponen más relaciones en función del supermercado y de la tienda que provee insumos”, dice el investigador. 

“Es necesario no pensar en que el arroz solamente se compra en el supermercado”, dice Rodríguez .En 2003, la pareja creó la Fundación para la producción Agropecuaria Tropical Sostenible (Fundación UTA)  para investigar, capacitar e implementar sistemas agroecológicos de producción de alimentos.  Y en 2019, ella y su esposo echaron a andar la “ruta de recuperación del cultivo tradicional del trigo y el arroz” con 21 familias de Santander y Boyacá y con financiación de la red One Planet, el Instituto para Estrategias Medioambientales Globales (IGES) y el apoyo de  la fundación Vatheuer a través del programa Green Empowerment.

Cultivo de arroz en ladera en Santander, una práctica olvidada y rescatada por los campesinos y la Fundación UTA.
Campesinos en Boyacá, en uno de los cultivos de trigo que hicieron parte del proyecto.

El proyecto consistió en cinco cursos en los que se formó a los campesinos en prácticas agrícolas sostenibles (llamados “escuelas de estilos de vida sostenibles”) y en la instalación y manejo de lo que llamaron “canastas comunitarias de tecnologías y prácticas”. Cada canasta incluye tecnologías como paneles solares, biodigestores o estufas gasificadoras; la llegada de nuevos equipos como trilladoras o incubadoras de huevos y la puesta en marcha de prácticas como el compostaje, el reciclaje y la producción de abonos orgánicos. A esto le sumaron la recuperación de semillas nativas y recetas tradicionales.

Todo esto, dice Granados, propone un modelo alternativo de producción de alimentos que tiene un consumo de energía más eficiente y menos contaminante que el modelo actual que, de acuerdo con  la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), debe transformarse si el mundo quiere cumplir con la meta de limitar el aumento de las temperaturas globales 1.5 grados para 2050. “Las crisis climática y alimentaria son inseparables”, señaló recientemente el director de la FAO, QU Dongyu.

Desde la producción de fertilizantes, pasando por el uso de combustibles en maquinarias, el envío de materias primas, el procesamiento en fábricas  y la distribución a consumidores, cada paso en la producción de alimentos necesita de enormes cantidades de energía, explica Castrillón. Por eso, a nivel global la producción de alimentos representa un tercio de todos los gases de efecto invernadero que causan el calentamiento global. En la pasada Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28), llevada a cabo en Dubái, más de 150 países firmaron la primera declaración de intenciones políticas que reconocen la centralidad de la agricultura sostenible para la acción climática. 

Sin la transición agroalimentaria no puede haber transición energética”, dice Castrillón.

“Las crisis climática y alimentaria son inseparables”, señaló recientemente el director de la FAO, QU Dongyu.

Sembrar en la distancia

Antes del proyecto, aparte del cultivo de frijol, maíz y hortalizas, la familia de Dubán Rodríguez Guevara dependía de la cría de cerdos y gallinas. El aumento vertiginoso en los precios del concentrado para los animales los tenía asfixiados. Engordar a un cerdo para la venta les costaba 500,000 pesos colombianos (unos 127 dólares) – exactamente el mismo valor de los cuatro o cinco bultos de concentrado necesarios para que el animal alcanzara el tamaño ideal. 

Una de las consecuencias del modelo agrícola actual, explica Castrillón, es la dependencia que tienen los pequeños agricultores de los precios internacionales de los insumos. Emergencias como la guerra en Ucrania, uno de los principales productores de cereales a nivel global, o la pandemia pueden disparar los precios de los alimentos en todo el mundo– lanzando a millones al abismo del hambre. Promover la producción en una escala local, explica Castrillón, podría mitigar estos riesgos.

Con la electricidad inestable que llegaba a la finca, Rodríguez Guevara veía videos entrecortados en Youtube sobre alternativas para alimentar a los cerdos. Y, en medio de esa búsqueda, se enteró del proyecto de canastas de tecnologías y prácticas agroecológicas de la Fundación UTA. Por eso, cuando Rodríguez y Granados le propusieron unirse al proyecto, el joven no lo pensó dos veces. 

El primer encuentro reunió a 22 campesinos de los municipios santandereanos San José de Miranda, Guadalupe y Guapotá; y los boyacenses Nobsa, Turmequé y Santa Rosa de Viterbo en la finca Lo Bueno del Monte – Tosoly, en Guapotá. 

La finca, sede de la Fundación UTA, sirvió como ejemplo del tipo de producción agropecuaria que el proyecto propone a sus participantes. En Tosoly, las bombillas se prenden con paneles solares. El estiércol de cerdos, pollos y cabros alimenta  los biodigestores, estructuras que producen gas que puede ser usado para cocinar o, como en el caso de esta finca, prender las llamas del horno en el que se tuesta el café que producen las familias vecinas. Los forrajes de árboles frutales y nativos alimentan al ganado. Las hojas, ramas y cáscaras sobrantes de los cultivos se queman a fuego muy bajo en la estufa gasificadora, hasta convertirse en el biocarbón, el abono que alimenta los suelos. Los productos de la finca se venden en mercados agroecológicos con el sello de “energías comunitarias”.

Durante el segundo encuentro, que se llevó a cabo a principios de 2020 en la vereda San José de Miranda, los campesinos intercambiaron conocimientos sobre el cultivo tradicional del arroz y el trigo. Con el sonido de la vieja y pesada trilladora, reflexionaron sobre la abundancia en sus territorios y agradecieron a la madre tierra y a sus ancestros por ella.

Como parte de las escuela de estilos de vida sostenibles, los campesinos y campesinas hicieron un ejercicio de reconocimiento de la abundancia de sus territorios.
El primer encuentro reunió a 22 campesinos de los municipios santandereanos San José de Miranda, Guadalupe y Guapotá; y los boyacenses Nobsa, Turmequé y Santa Rosa de Viterbo.

Pocas semanas después, mientras planeaban el tercer encuentro, se declaró en Colombia el estado de emergencia por la pandemia del Covid-19. “Nos tocó cambiar toda la metodología”, dice Rodríguez. Primero, mejoraron (o instalaron) internet en aquellas fincas en donde aún no estaba disponible. Tras asegurarse que cada integrante tenía un celular con acceso a la red, pusieron en marcha reuniones virtuales por Whatsapp. 

Entre abril y diciembre de 2020, cada miércoles empezó igual para Rodríguez Guevara. Con un café en la mano, a las cinco de la mañana el joven de 22 años abría Whatsapp para conversar con los demás integrantes del proyecto, unas 50 personas. Cada reunión comenzaba con una serie de audios en los que los impulsores de la Fundación UTA compartían información clave sobre el tema de esa semana, y que incluía entrevistas con expertos en temas como cría de gallinas criollas, ganadería sostenible, tracción animal, cultivo de orellanas, trigo y arroz; conservación de suelos, plantas medicinales y recetas tradicionales, entre otras. En la tarde, se enviaba un podcast con todas las conversaciones. Y a lo largo de la semana,  los campesinos enviaban preguntas, videos y fotos sobre cómo estaban poniendo en práctica lo aprendido.

Poderse formar en una amplia gama de temas “es una motivación para la juventud, pues ya somos un poco los jóvenes que empezamos en el campo cultivando cultivos ancestrales”, dice Rodríguez Guevara. 

Las familias podían elegir qué tecnologías y prácticas de las canastas querían implementar. “No se trata de cargar a la gente con más trabajo”, explica Rodríguez. “En muchos proyectos si se habla de ganadería, entonces todo mundo tiene que tener la vaca de leche. Nosotros no. Entendemos que cada familia tiene unas necesidades, que cada una es un mundo”.

Así, el proyecto construyó con la comunidad nueve bombas de agua para regar cultivos, 20 paneles solares para iluminación de las fincas y dotó a dos familias con sistemas de energía solar térmica que calientan 150 litros de agua cada uno para uso doméstico y ordeñar vacas. Para el cultivo y procesamiento del arroz y trigo,  se crearon fondos de maquinaria, una figura para manejar coelctivamente las seis motoazadas –máquinas para hacer los surcos antes de sembrar–,  tres pulidoras de arroz, nueve trilladoras de trigo y ocho molinos de granos y mezclas que se repartieron. Instalaron 18 estufas de gasificación y 8 estufas eficientes, que han servido, en parte, para cocinar algunas de las 40 recetas tradicionales de arroz y trigo recuperadas durante las escuelas. Además, con la siembra de 26 biodigestores, los procesos producen un promedio de 5800 litros de biol (un subproducto de la producción de biogás) al día, que usan como base de fertilizante en sus cultivos.

 

Trilla de trigo y cebada en la vereda Teguanequé, municipio de Turmequé, en enero de 2024.
El proyecto recuperó más de 40 recetas tradicionales de trigo y arroz de las familias participantes, entre ellas, estas arepas de trigo.

En el caso de la familia Rodríguez Guevara, decidieron pedir un panel solar, una estufa gasificadora y el mantenimiento del biodigestor que habían instalado años atrás, y que ya les había ayudado a ahorrar en la compra de pipetas de gas propano para cocinar. El ahorro de $5,000 pesos colombianos al mes en electricidad, sumado al ahorro en la compra de comida para los animales, le ha permitido a su familia mejorar los pisos de la vivienda, e incrementar el número de cerdos: de cuatro que tenían antes del proyecto pasaron a 15. Ahora, su meta es diseñar un sistema de lámparas que funcionen con el gas del biodigestor para que abrigue lechones para la venta.  

Junto a sus vecinos pidieron una de las nuevas trilladoras, mucho más ligera y que consume menos combustible que la que han usado en su casa por cuatro décadas. “Antes, prácticamente tocaba una docena de obreros para poder transportar esta maquinaria a donde se iba a trillar el trigo. En cambio, esta maquinaria nueva entre dos personas perfectamente la podemos mover”, dice el joven Rodríguez Guevara. Por esta nueva facilidad, el número de familias que siembra trigo en el municipio se ha duplicado de cuatro a ocho, añade.

Una forma de producción que pocos valoran

A pesar de los avances, hay amenazas para la ampliación del proyecto. Granados cita las barreras culturales: los campesinos están acostumbrados a producir con semillas e insumos industriales,  un proceso que, aunque es más costoso, requiere menos atención que los cultivos agroecológicos, en donde los insumos dependen del manejo de productos y residuos en la finca. Este cuidado extra tampoco es valorado por los consumidores, explica Rodríguez Guevara. “Un kilo de frijol orgánico nos cuesta producirlo $120.000 [unos 30 dólares], pero en el pueblo no lo compran a ese precio”, dice. “Habría que formar también a los consumidores en nuestros pueblos para que entiendan”.

Además, las energías renovables –especialmente los paneles y las baterías – siguen siendo costosos: “un sistema solar que lo quieras manejar, por ejemplo para una nevera, cuesta entre 8  y 10 millones de pesos (entre 2,000 y 2,500 dólares, aproximadamente)”, dice Rodríguez. Un precio impagable para la mayoría de familias campesinas, quienes sobreviven con menos de un salario mínimo, actualmente cercano a un millón de pesos (unos 250 dólares). 

Pero para Rodríguez, una de las mayores barreras es la falta de entidades, tanto nacionales como internacionales, dispuestas a apoyar proyectos en los que no se limiten a entregar ciertos productos, sino que le apuesten a hacer viable la agricultura familiar sostenible. A veces los donantes no entienden qué tiene que ver instalar un panel solar o dar internet con la cría de pollos o la recuperación de un cultivo como el trigo, pero sin alguno de estos elementos, el proyecto no habría sido posible, explica.

El problema de la financiación para la transformación de sistemas agroalimentarios es acuciante en todo el mundo, señaló la Iniciativa de Política Climática en un informe reciente. A pesar de que cada vez hay más dinero fluyendo a proyectos relacionados con el clima, apenas el 4% de esos fondos llegaron a manos de los agricultores entre 2019 y 2020. En 2021, el apoyo financiero al desarrollo relacionado con el clima cayó a 19,000 millones de dólares, una cifra irrisoria si se tiene en cuenta que, según estimaciones de la FAO, se necesitan unos 680.000 millones de dólares anuales hasta 2030 para transformar los sistemas agroalimentarios de acuerdo con los Objetivos de Desarrollo Sostenible

En Colombia, el Ministerio de Agricultura solicitó $30.000 millones del presupuesto nacional (unos $7,5 millones de dólares) para crear el programa nacional de agroecología  y bioinsumos, explicó Alfonso Valderrama, viceministro de innovación del ministerio. El programa formaría a promotores campesinos, pertenecientes a procesos comunitarios, para que apoyen la agroecología en sus municipios y la fabricación de insumos (como abonos) elaborados a partir de microorganismos vivos para reemplazar los fertilizantes industriales. A la fecha, se ha realizado un encuentro de promotores en Piendamó (Cauca), al que acudieron 90 promotores de 14 departamentos. La idea, dice Vaderrama, es llevar el programa a Huila, Arauca, Cesar, Cundinamarca, Boyacá y Meta.

Cuatro años después de su inicio, los campesinos que se unieron a la iniciativa para recuperar el cultivo tradicional de arroz y trigo han producido cinco ciclos de cosechas. Hoy, el proyecto sigue andando en todos los municipios, casi 20 familias más están buscando hacer parte de la iniciativa, y los miembros participan en mercados agroecológicos itinerantes de la Red Colombiana de la Biomasa (Red Biocol). 

En un mercado a principios de diciembre en San José de Miranda, Rodríguez Guevara llevó pan con harina molida en su casa, vino de fruta que fermentó él mismo. “No es fácil esta forma de cultivo que es agroecológica”, dijo un día antes del evento. “Pero le estamos apostando para un mejor vivir”.

Este texto fue producido con el apoyo de Climate Tracker América Latina y Open Society Foundation (OSF)