Madurando la ley del viche: la puja de las comunidades afro del Pacífico por sus bebidas ancestrales

Las garantías patrimoniales para las comunidades afrocolombianas del Pacífico que ordena la Ley del Viche, aprobada en 2021, aún siguen en el limbo. Las familias productoras están lejos de beneficiarse de la comercialización de esta bebida, central en el Festival Petronio Álvarez de Cali que se realiza esta semana, como sí lo están haciendo intermediarios, restaurantes y bares en Bogotá.

Fecha: 2023-08-11

Por: Adrián Atehortúa

Ilustración: Matilde Salinas (@matildetil)

Madurando la ley del viche: la puja de las comunidades afro del Pacífico por sus bebidas ancestrales

Las garantías patrimoniales para las comunidades afrocolombianas del Pacífico que ordena la Ley del Viche, aprobada en 2021, aún siguen en el limbo. Las familias productoras están lejos de beneficiarse de la comercialización de esta bebida, central en el Festival Petronio Álvarez de Cali que se realiza esta semana, como sí lo están haciendo intermediarios, restaurantes y bares en Bogotá.

Fecha: 2023-08-11

Por: ADRIÁN ATEHORTÚA

Ilustración: Matilde Salinas (@matildetil)

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“Yo siempre que me presento digo que en el viche vengo desde raíz, porque el viche viene desde el nacimiento hasta la muerte y lo conozco desde que tuve conciencia en la vereda San José de Anchicayá”, dice Flavia Rentería Cuero en su casa del barrio El Cristal, en Buenaventura. Por más de 55 años, ha levantado a dos generaciones de su familia a punta de arrechón, tomaseca, curao, pipilongo y otras bebidas que aprendió a preparar cuando era apenas una niña. Su madre, doña Emperatriz Cuero, le enseñó el ancestral arte de transformar el viche (combinar el destilado de caña con hierbas, frutas o leche para hacer derivados), que a su vez había aprendido de su madre, doña Felipa Gambo, siguiendo todas una cadena oral que ha pasado sucesivamente el conocimiento familiar sobre destilados de generación a generación, cuyo origen se pierde en el tiempo y se remonta a los días en que sus antepasados, huyendo de la colonia y la esclavitud, se asentaron a orillas del río Cajambre y el río Anchicayá y comenzaron a trabajar la caña de azúcar.

Por aquellos días, recuerda, al viche se le decía charuco; al curao, bejuco y a la tomaseca, bebedizo. “Nuestros padres se iban a la montaña a chocolar el terreno donde estaba la caña, el plátano, la papa china, la yuca… y las niñas y los pequeños íbamos con las mamases a hacer la rosería”, cuenta Flavia. Se turnaban para moler la caña en un trapiche matacuatros, que hoy es casi imposible de conseguir y que se llamaba así porque debían operarlo entre cuatro personas a la vez empujando dos enormes muelas de madera de chonta a lado y lado. Las mujeres, incluso con bebés a la espalda, prendían fogones de leña y subían agua fría del río para mantener vivo el alambique a toda hora y momento hasta que, uno o dos días después, brotara el destilado.

Así, Flavia aprendió a cortar, pulir y moler la caña. Aprendió a tenerle paciencia al guarapo, porque él se maneja solo y por eso reconoce a ojo cuál se fermenta en cinco días y cuál necesita 15 o hasta 18 para llegar a su punto. Aprendió que el bejuco es para los hombres, se guarda en una botella negra en la cabecera de la cama y se bebe todas las mañanas, como lo hacía su papá, Clemente Rentería, que lo había aprendido de su papá, Heriberto Rentería, para fortalecer el cuerpo y tener vigor todo el día, por eso se le decía “mañanero”, y para prevenir problemas de la próstata y la diabetes.

Aprendió que el bebedizo es para las mujeres y ayuda al fortalecimiento de la matriz, a normalizar la menstruación y a tratar quistes ováricos. Que el pipilongo es una bebida de cuidado porque tiene un picor tan fuerte que puede desgastar la vista con el tiempo. Que el meao se prepara para recibir a las personas que visitan a un recién nacido; que el canelón es el perfecto para entrar en calor y que el vinete es el mejor derivado para celebraciones especiales y debe fermentarse dos años bajo tierra, sino, no es vinete. Todas esas virtudes derivadas de la misma bebida es lo que hoy ha convertido al viche en un rasgo de identidad único de las comunidades negras en el Pacífico, aunque en la ciudad se le aprecia, sobre todo, como un licor. 

Ese legado ha convertido a Flavia, que hoy tiene 65 años, en una de las maestras vicheras más representativas de Buenaventura, un ícono vivo de esta tradición y otras más de su comunidad, como la partería y la medicina tradicional, de lo cual, da cátedras en la Universidad del Pacífico desde 2012. Por eso, como tantas otras maestras y productores de viche, recibió con entusiasmo la aprobación de la Ley 2158 en noviembre de 2021, conocida como Ley del Viche, que busca, entre otras cosas, impulsar la comercialización de la bebida y sus derivados, tras declararlas patrimonio colectivo de las comunidades negras del Pacífico colombiano, para que tengan un aprovechamiento económico de esa tradición. 

Pero lo que ha pasado hasta ahora, tras casi dos años de la llegada de la nueva ley, es completamente lejano a sus expectativas. “En este momento estoy a la espera de poder sacar los registros que me piden, para poder salir yo misma a vender mis productos. Pero esos registros son muy caros [entre cinco y seis millones de pesos] y tampoco sabemos bien cómo hay que sacarlo”, dice Flavia, que nunca ha hecho un trámite para crear una marca o sacar un registro sanitario y que, mientras espera a resolver, vende sus productos por encargo a las personas de su comunidad, sin etiquetas o envases sofisticados, como siempre lo ha hecho y que es lo que, por ahora, le permite en general la normativa en Colombia.

“Yo siempre que me presento digo que en el viche vengo desde raíz, porque el viche viene desde el nacimiento hasta la muerte y lo conozco desde que tuve conciencia en la vereda San José de Anchicayá”

En otras palabras, muy a pesar de su prestigio, sus conocimientos y toda una vida de trayectoria como maestra vichera, para Flavia y los productores y transformadores del viche como ella, la reciente ley, más allá de sus buenas intenciones, ha implicado nuevos requisitos que no han podido cumplir porque aún no se han creado las estrategias ni la reglamentación necesarias (el decreto reglamentario) para aterrizar lo que ordena. Y en medio de ese vacío procedimental, han entrado a jugar en un mercado en el que están en desventaja, cuando se pretendía todo lo contrario.

Hoy, mientras Flavia y cientos de productores y maestros vicheros continúan haciendo el trabajo artesanal y ancestral –que ha convertido al viche en patrimonio– y no tienen las herramientas para crear sus propias marcas y comercializarlo sin intermediarios, en ciudades como Bogotá siguen apareciendo marcas que no son de las comunidades y que comercializan viche con estrategias de mercadeo que exotizan su cultura y sus tradiciones para ganar más clientes, a quienes venden la idea de estar apoyando a los productores y sus comunidades, cuando en realidad son estos los últimos beneficiados de una cadena de producción que la ley pretende cambiar.

“La idea de la ley es que las comunidades puedan comercializar sus bebidas ancestrales por fuera de sus culturas y sus territorios, que es hasta donde estaba permitido, sin tener problemas con el monopolio rentístico que hay en Colombia para las bebidas alcohólicas. Es decir, que las comunidades del Pacífico  puedan vivir de su ancestralidad y su cultura desde sus territorios y  puedan vender viche en todo el país y lo puedan exportar, comercializándolo ellos mismos: eso es lo más importante”, dice Juan Fernando Reyes Kuri, exrepresentante a la Cámara por el Valle del Cauca que lideró el proyecto de ley entre 2020 y 2021. 

De entrada, la ley plantea con claridad las vías y métodos para que se aterrice y se regule lo que estipula. Por un lado, ordena la creación y aprobación de un Plan Especial de Salvaguardia del Paisaje Cultural Vichero, necesario para garantizar el carácter patrimonial de la bebida, su territorio y las comunidades que lo producen. “Eso quiere decir que nadie por fuera de las comunidades se puede meter con el viche. Es una forma de protegerlo para que no haya intentos de apropiación cultural, como ya ha pasado”, explica Reyes Kuri.

Por otro lado, ordena que el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (INVIMA) cree un registro sanitario específicamente para el viche, bajo una categoría denominada “Artesanal Étnico (AE)” que debe tener en cuenta la forma en que se hacen estas bebidas tradicionalmente para que, justamente, siga siendo patrimonio y no un proceso industrial. Otro capítulo ordena que los gobiernos nacional, departamental, distrital y municipal fomenten con recursos y asesorías a las comunidades que conforman ese Paisaje Cultural Vichero, para que accedan acertadamente a esos requisitos. 

“Con esto, la ley busca fortalecer las capacidades de los vicheros mediante programas que se relacionan en ella, con el fin de equiparar esas ventajas comparativas que ya tiene el mercado de licores tradicional”, aclara Reyes Kuri. Y enfatiza, tal como lo dice la ley,  que todo lo anterior debe ejecutarse con un plazo máximo de 12 meses después haber sido aprobada. Pero hoy, a pocos meses de cumplir dos años de entrar en vigencia, nada de eso ha pasado.

Mientras tanto, los productores y transformadores intentan trabajar bajo la incertidumbre de incumplir con la ley que pretende beneficiarlos. Porque, hasta que no se aterrice su regularización, para poder tener sus propias marcas y sus productos en regla, los productores de viche deben reunir, por lo menos, los siguientes papeles: después de tener aprobado un registro de caracterización por parte del Ministerio de Cultura, deben tener un registro empresarial ante la Cámara de Comercio, que les sirve para sacar un registro de marca ante la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), que a su vez es prerrequisito para sacar un registro INVIMA. Y la enorme mayoría no tiene los recursos o el conocimiento para hacer toda esa ruta que, sin duda, comerciantes y empresarios de la ciudad sí pueden cumplir sin mayores inconvenientes.

Según denuncias hechas por organizaciones como Destila Patrimonio, dedicada a la protección de las asociaciones de productores de viche y de las tradiciones de las comunidades afro del pacífico, o ILEX, colectivo jurídico especializado en derechos étnicos, desde 2021 los productores y maestros vicheros han tenido que lidiar con sanciones como el decomiso de sus productos o la prohibición de su venta por redes sociales por parte de autoridades como la Policía Nacional, las secretarías de salud municipales y departamentales, o la Superintendencia de Industria y Comercio por no cumplir con exigencias como el registro sanitario que exige la nueva ley y que el INVIMA ni siquiera ha creado.

Y sin embargo, con todo esto en la mesa, las denuncias hechas por productores vicheros sobre bares y restaurantes exclusivos de Bogotá que están envasando la bebida para comercializarla con marcas que no son de los productores, parecen no tener mayor resonancia ante las autoridades, a pesar de que esas marcas se publicitan sin problema en redes sociales o la prensa.

“Ahora no es viche del Pacífico, sino viche de Bogotá. ¿Quién irá a poner control sobre esto? Mientras a los productores y transformadores del Pacífico se les decomisa su viche, en Bogotá hay cuchumil cuchucientas marcas de viche” publicó el 10 de febrero de 2023 en su perfil de Facebook Nidia Góngora,  la reconocida cantante de la agrupación Canalón de Timbiquí que, desde antes de que existiera la ley, ha tratado de posicionar su marca de viche y derivados que prepara con recetas de su madre.

Entre la persecución y la apropiación

Así, se revive una larga historia de persecución al viche y sus productores. De acuerdo con investigaciones como Alambiques prohibidos y destilación proscrita, publicada en 2014 por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), las prohibiciones a los licores derivados de la caña de azúcar comenzaron en 1623 y, con diferentes variaciones, se sostuvieron hasta mediados del siglo XIX. 

Desde 1848 y hasta la actualidad pueden rastrearse diferentes mecanismos que, de manera sistemática, han reglamentado el monopolio rentístico de los destilados en Colombia para que su producción sea, de una u otra manera, exclusiva de las gobernaciones departamentales, lo cual proscribió toda producción artesanal, como la que hacían campesinos, indígenas y comunidades afro que, por supuesto, siguieron destilando de manera clandestina. 

Con la creación, a principios del siglo XX, de las llamadas “tenencias” (grupos de agentes que hacían redadas en trapiches y licoreras), la prohibición se convirtió en una percusión punzante que significó incontables detenciones, desplazamientos y encarcelamientos para productores en toda la región Pacífica a lo largo de ese siglo. Flavia Rentería, por ejemplo recuerda que creció viendo cómo “llegaba la tenencia y regaba las galonetas de guarapo en el suelo”. Solo fue hasta después de la Constitución de 1991 y la creación de la Ley 70, que les da el derecho colectivo a las comunidades del Pacífico sobre las tierras que han ocupado ancestralmente y la protección de su identidad cultural, que esas persecuciones fueron apaciguadas en gran medida.

Desde entonces, la producción y el mercado del viche han tenido una expansión sin precedentes, con impulsos contundentes como la creación del Festival Petronio Álvarez en Cali en 1997, que se ha convertido en la mayor plataforma para su visualización y las de otras tradiciones de las culturas afrocolombianas del Pacífico. Fuera del festival, los productores continuaron destilando y las autoridades continuaron sus intentos de prohibición, amparándose unos y otros en las ambigüedades que una y otra regla dejan sin definir. 

Hasta que en 2018 apareció Audrey Mena, cofundadora de ILEX. Quibdoseña, abogada, negra, dueña de un recorrido académico del más alto nivel, ese año pidió a la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) la revocatoria de una marca registrada en 2017 llamada Viche del Pacífico SAS: un claro ejemplo de apropiación cultural por parte de su representante legal, el empresario y exconcejal de Cali, Diego Ramos Moncayo, quien había recibido un registro INVIMA vigente por diez años para vender viche, crema de viche, tomaseca y arrechón.

El hombre, además de ser conocido por su paso por el Concejo, acababa de desatar una polémica porque había entutelado a la Secretaría de Salud de la ciudad y del departamento pidiendo que se tomaran medidas cautelares contra todo viche y derivados que no tuvieran registro INVIMA, incluidos los del Petronio Álvarez. El Juzgado Quinto de Familia de Cali falló en su contra, la SIC canceló su marca y así terminó su cruzada para patentar el viche y hacerse único dueño de esta y otras bebidas ancestrales.

Pero Audrey continuó con su misión reivindicativa. En 2019, junto a su colega Juan Sebastián Cárdenas, interpuso una demanda de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional contra la Ley 1816 de 2016, que regula el monopolio rentístico de licores destilados. La acción hacía parte de su tesis de doctorado sobre el derecho de las comunidades negras al conocimiento tradicional (que luego sería un libro) y, básicamente, argumentaba que las comunidades negras, palenqueras y raizales tenían derecho a la producción de sus bebidas alcohólicas tradicionales para su propio consumo sin tener que pagar impuestos, tal como ya se había reglamentado con las comunidades indígenas. La Corte falló a su favor y con la sentencia C-480 de 2019 el respaldo a los productores empezó a tener forma.

Esos tres rounds a favor del viche fueron dando impulso para que se crearan asociaciones de productores y se convirtieron en una base ineludible para la formulación de la ley que se aprobaría en 2021. “Yo sigo pensando que es una ley muy importante para la gente negra porque es de las pocas que tiene un potencial de política pública que resalta la necesidad de proteger a los productores étnicos, que les ayude a generar relaciones económicas equitativas y los miren como sujetos activos, por eso es prioritario que el decreto reglamentario diga cómo se les puede acompañar para que cumplan con los requisitos y certificados que necesitan”, explica Audrey.

Es aquí donde el debate llega a uno de sus puntos más complejos, por casos como el de Angies Valencia y Don Be, la marca de su familia. Todo comienza cuando Benedicta, la madre de Angies, como tantas personas del Pacífico, sale de su natal Guapi en los años noventa buscando oportunidades que en la región difícilmente existían, y llegó a Bogotá, donde empezó a trabajar como empleada doméstica para una familia del norte de la ciudad. Así conoció a su esposo, que era el vigilante del edificio al que ella iba a trabajar y que resultó ser también de Guapi. Se enamoraron, se casaron y formaron un hogar en el que criaron a sus dos hijas: Angies y Gisela.

Después de 15 años, Benedicta quiso emprender para poder tener más ingresos, ya que se acercaba el momento en que las chicas empezarían la universidad. Además, ya estaba cansada de su trabajo. En 2011, decidió dedicarse al viche, que había aprendido a transformar porque su madre le había enseñado cuando era niña y su padre destilaba la bebida. Así nació Don Benedictino, su propia marca de viche y derivados del viche, bautizada así en honor a su padre, que ya no tenía tierras para seguir su trabajo como campesino y maestro vichero en Guapi. Comenzaron a vender viche, crema de viche, curao, arrechón, tomaseca, tumbacatre y otros productos del Pacífico a la comunidad afro de Bogotá. 

Compraban el viche y las frutas a sus antiguos vecinos y conocidos guapireños y Benedicta transformaba las bebidas en la cocina de su casa en Usme. Envasaba en canecas –que es como se le dice en el Pacífico a las botellas plásticas pequeñas–, crearon una etiqueta sencilla que llevaba la foto de ella y comenzaron a vender en cuanto evento había de la comunidad. El negocio fue creciendo, Angies se fue involucrando cada vez más en la empresa, y en seis años pudieron tener su propio local en Corferias, para lo cual quisieron formalizar la empresa. Para asegurarse de que todo el proceso saliera bien, contrataron a una ingeniera de alimentos que, desde 2019, les ha ayudado con todos los trámites de registro exigidos por entidades como la Cámara de Comercio de Bogotá, la SIC y el INVIMA.

Desde entonces, la marca pasó a llamarse Don Be, se envasa en botellas de plástico y de vidrio más estilizadas y tiene una etiqueta que lleva una ilustración de Benedictina y tiene diagramadas todas las reglas tal como las exigen la Cámara de Comercio y la SIC. Con la pandemia, Angies vio la oportunidad de posicionar la marca en redes sociales, haciendo ella misma cada publicación, y desde entonces se ha convertido en uno de sus canales de ventas más frecuentes. “Por eso, en 2021, cuando aprobaron la ley estábamos muy contentos, porque nosotros ya llevábamos casi diez años creando la empresa, entonces la ley seguro nos ayudaría a posicionarla mejor”, recuerda Angies, que es psicóloga de la Uniminuto y pudo pagar sus estudios gracias a Don Be.

Pero hasta el momento eso no ha pasado. Y, por el contrario, se han visto en apuros que nunca antes habían tenido que sortear: “La Secretaría de Salud nos pide todo el tiempo los registros sanitarios, que no hemos podido sacar porque el INVIMA no los ha creado y en Corferias nos prohibieron vender el viche y las demás bebidas. Una vez nos decomisaron toda la producción, y nosotros les explicamos que estamos a la espera, pero igual se llevaron todo”, cuenta Angies que, desde el momento mismo de la expedición de la ley, comenzó los trámites para ver cómo obtenía los registros que exige, porque ahora su sueño es consolidar a Don Be como una empresa sólida.

Básicamente, es un enredo. Por un lado, cada producto que vendan debe tener su propio registro sanitario aprobado por el INVIMA. A su vez, cada registro sanitario tiene una serie de requisitos, su propio proceso y tramitarlos cuesta alrededor de cinco o seis millones de pesos cada uno. Pero todo se torna cada vez más kafkiano porque, así tuvieran los recursos para iniciar los procesos, corren el riesgo de no ser aprobados simplemente porque el viche y sus derivados ni siquiera existen como categoría dentro del INVIMA, que es lo que ha ordenado la Ley 2158. Entonces, para poder hacerse a un registro INVIMA por el momento, empresas como Don Be tendrían que aspirar a categorías de registros sanitarios que, de entrada, no pueden cumplir porque corresponden a procesos industriales.

“Lo que estamos proponiendo es que las instituciones encargadas de hacer el decreto regulatorio para la ley, le garanticen al productor la forma de sacar su registro de marca y de INVIMA de manera concordante a su contexto y a la forma en que se realiza y se transforma el viche, para que él mismo comercialice”, señala Marcos Venté Panameño, representante legal de Destila Patrimonio e integrante del Comité Interinstitucional que ordenó crear la Ley del Viche para consensuar el decreto reglamentario  junto a delegados de ministerios como los de Cultura, Agricultura, Comercio, entidades como el INVIMA y representantes de asociaciones de vicheros de cada departamento del Pacífico.

Su visión es un común denominador entre asociaciones, productores y transformadores del viche que, en general, sienten que, a pesar de las  victorias legales, la falta de regulación ha creado un panorama muy parecido a lo que pretendía el exconcejal de Cali, Diego Ramos Moncayo. Finalmente, hoy en día sí se está exigiendo un registro INVIMA que, con todo y su intención de facilitarles la vida a los productores, representa un obstáculo por el simple hecho de no estar listo aún.

De las comunidades en el Pacífico a las mesas y fiestas en Bogotá

Y, mientras siguen llegando denuncias de decomisos  a productores y transformadores por la falta de este requisito, “hay restaurantes de grandes chefs a nivel nacional, con estrellas michelín sacando marcas diciendo que provienen de productores del Pacífico y colocando nombres alusivos a la gente étnica: eso es un rompimiento de derechos de propiedad intelectual. Más que una competencia desleal, es una competencia ilegítima ”, señala Audrey Mena. Lo que nadie se explica es por qué a unos sí les llega ley y a otros no “porque, si nadie ha podido sacar el registro INVIMA AE porque aún no existe, en teoría nadie podría estar comercializando el viche, solo las comunidades afrocolombianas del Pacífico para su propio consumo o en sus eventos, como el Petronio”, explica Juan Fernando Reyes Kuri.

Más allá de ese requisito, la única solución que se ha planteado por ahora para que las comunidades comercialicen sus marcas sin inconvenientes hasta que se cree el registro AE, es que aparezcan en los registros de las delegaciones departamentales de las asociaciones vicheras que luego se relacionan a los ministerios y al INVIMA. Pero, como ya se ha explicado, los productores apenas están en el proceso para crear sus marcas, y esas listas de las delegaciones, en consecuencia, apenas están en construcción.

Cualquiera que sea el motivo por el cual unos están siendo perseguidos y otros no, teniendo en cuenta que nadie por ahora puede cumplir la norma a cabalidad,  esa aplicación selectiva de la ley ha creado una desigualdad que afecta cada vez más a los productores que, supuestamente, deben ser los protegidos. La zanja de afectaciones se va haciendo más profunda a medida que avanza la cadena de producción del viche, desde que es una caña en el Pacífico, hasta que se sirve en una mesa de mantel en la ciudad. 

Por ejemplo, una botella de viche de las marcas con mayor presencia en los restaurantes o bares de más alta categoría de Bogotá, en sectores como Chapinero, Chapinero Alto, Rosales, Chicó, La Candelaria, La Macarena, San Felipe, La 85, La Cabrera, La Zona T o el Parque de la 93, puede llegar a costar hasta 235.000 pesos. Se pueden encontrar también opciones de shots a 17.000 pesos o cocteles hechos con viche que van desde los 22.000 hasta los 50.000 pesos. Las botellas son, por lo general, de vidrio grueso, con diseños y grabados exclusivos, tapas de corcho, etiquetas estilizadas de apariencia pop o alternativa y nombres que, por lo general, aluden a los rasgos más exóticos del paisaje del Pacífico o a costumbres propias de la cultura de su gente. Y, en ciertas ocasiones, algunos lugares ofrecen experiencias como catas o brevísimas explicaciones sobre la bebida por parte del cocinero, el bartender o el mixólogo de turno.

Las marcas de esos viches son, por lo general, de personas que no son del Pacífico colombiano, ya que ninguna hace parte de las asociaciones vicheras establecidas hasta el momento ni aparecen en los registros de las delegaciones departamentales de productores de viche del Comité Interinstitucional. En consecuencia, tampoco hay registros en esas asociaciones ni en esas delegaciones de certificados de estudios de caracterización aprobados por el Ministerio de Cultura a esas marcas. Sin embargo, y desde luego, el viche que usan procede –o al menos eso dicen los meseros al momento de explicar la carta con todo tipo de adjetivos– de productores del Pacífico. De ser cierto, el viche que usan deberían consiguirlo en la región entre 250.000 y 500.000 pesos por pimpina, de acuerdo con el tarifario estimado que tienen calculado en asociaciones como Destila Patrimonio. Pero denuncias recientes, como las que ha hecho el cocinero e investigador Alexis Almieri, hablan de compras a productores, por medio de intermediarios para comerciantes en la ciudad, que oscilan ente los 120.000 y 150.000 pesos por pimpina  Y de cada pimpina pueden salir entre 24 y 27 botellas de 600, 700 o 750 mililitros. 

Lo demás es una matemática básica con la que cualquiera puede calcular el nivel de ganancias de una modalidad de negocio cada vez más frecuente en el sector gastronómico, que se enriquece embotellando una bebida patrimonial que consiguen a precios irrisorios y venden refinada y a precios altos . “La idea no es que los empresarios corten relaciones con los productores, sino que establezcan relaciones justas. Lo que están haciendo en estos momentos es embotellar y eso es una usurpación de una marca. ¿Por qué no venden la marca del productor? ¿Por qué no venden el viche con la misma cara y establecen relaciones comerciales? Sé que suena utópico, pero lo que está pasando ahora es el mismo sistema de relacionamiento colonial y racista que pone a la gente negra en la parte de maquila y materia prima y no en la de comercialización y distribución. Y la idea de la normativa es que el productor esté en toda la cadena comercial, sino, no tiene sentido”, explica Audrey Mena.

Y justo ese es el punto en el que los representantes de las comunidades hacen más énfasis en el Comité Interinstitucional para la reglamentación de la Ley del Viche. “Gran parte de lo que queremos lograr es que las asociaciones o delegaciones departamentales también puedan certificar a los productores, para que el consumidor sepa cuáles sí son las marcas de ellos. Así los productores no estarían en desventaja frente a los grandes empresarios”, explica Marcos Venté Panameño. El retraso en la concreción de esta y otras soluciones, al igual que la reglamentación en general, se debe en gran parte a que, después de noviembre de 2021, el Ministerio de Cultura, encargado de convocar al Comité, no volvió a hacerlo sino hasta la primera semana de agosto de 2023. Y tampoco han proveído todos los recursos para que su gestión se haga completamente y a tiempo.

Mientras se concreta la siguiente sesión del Comité, prevista para noviembre de 2023, esa figura del productor-comerciante a la que aspiran las asociaciones, y que reúne perfectamente todos los ideales de la Ley del Viche, está encarnada en un hombre: Onésimo González Biojó. Oriundo de la vereda Soledad de Curay, de Tumaco, en 2015 juntó a sus cinco hermanos para que unieran fuerzas y crearan un sistema de producción solo dedicado al viche, cuando apenas brotaban las primeras conciencias sobre su importancia patrimonial. Para entonces, esa idea había estado presente en la casa de Onésimo desde cincuenta años atrás. “Ese era el sueño de mi papá y yo le prometí que se lo iba a cumplir”, dice Onésimo desde su alambique.

Previendo lo que podía ser un proyecto único, pusieron en práctica los conocimientos que desde pequeños les enseñó su padre, Onésimo González Cuero, que a su vez lo aprendió de su padre, Elías González, que a su vez lo aprendió de su padre, Matías González, que a su vez lo aprendió de su hermana, Concepción González, a quien le decían ‘La China’ y que rescató por allá en 1880 todo lo que aprendió del padre de ambos, Tomás González,  negro esclavizado, hijo de negros esclavizados, que huyó junto a su esposa, Gregoria Quiñonez, de las minas de oro de Barbacoas, en Nariño, por allá en 1852, navegaron el río Tembelí y luego el Patía hasta encontrar un lugar propio más allá de los esteros de Curay, cercado por el agua y la selva, donde sembró la caña por primera vez  y desde entonces, esa misma siembra sigue dando el guarapo dulce que Onésimo y sus hermanos destilan.

En 1945 empezaron a moler la caña, ya no con trapiche matacuatro, sino con uno impulsado por un buey o dos y del alambique que crearon empezó a brotar un viche que hoy es considerado magistral, comparable con aquel que hace Flavia Rentería. Siguiendo una disciplina metódica, inculcada también por su familia, según cuenta él, Onésimo hizo por su cuenta todos los viajes y todos los contactos con los que aprendió a hacer los  trámites para registrarse ante la Cámara de Comercio y ante la SIC, y logró sacar su certificado de caracterización aprobado por la junta veredal de Soledad de Curay, todo por entregarse a la misión, casi obsesiva, de hacer de su herencia una empresa en serio. Y en eso se ha convertido Mano de Buey, su viche.

“Yo sé que lo que hemos logrado con Mano de Buey se debe a que yo he sido curioso y patisuelto y también he tenido la oportunidad de educarme, entonces, he aprendido cómo hacer cualquier trámite… Y eso es lo que debería pasar con todos los productores de viche”, recalca Onésimo, que ha participado activamente en las sesiones  del Comité. Como su marca sí está formalizada y sí aparece en los registros de las asociaciones de productores de viche y las delegaciones departamentales, (en este caso, la de Nariño), su viche es, por ahora, el faro a seguir para la reglamentación de la ley y la aspiración de los cientos de productores y transformadores de viche que hoy quieren tener sus propias marcas y vender sus vilches sin intermediarios.

“Lo que queremos es que por fin esta bebida, que es una herencia de nuestros ancestros, de nuestra cultura, sí represente una oportunidad para nosotros, que hemos vivido tanto tiempo marginados. Y para que eso suceda los consumidores, allá en la mesa en las ciudades, deben preguntarse bien qué es lo que se están tomando: si sí es una marca de un productor del Pacífico o de un intermediario. Porque, si todavía no ha habido reglamentación, entonces uno se pregunta: ¿cómo es que Bogotá y toda la zona andina se llenó de marcas de viche de un día para el otro?”.

Es la pregunta del millón que todos los productores de viche se hacen en este momento.