Los renacidos del mar: una historia sobre la migración climática en Colombia

En el último siglo, el mar se ha ido tragando a una isla en el Pacífico colombiano. El cambio climático podría desplazar de manera definitiva a los pocos habitantes que resisten. #HablemosDeEmergenciaClimática

Fecha: 2022-07-07

Por: María Paula Rubiano A.

Fotos: Jorge Luis Rocha

Los renacidos del mar: una historia sobre la migración climática en Colombia

En el último siglo, el mar se ha ido tragando a una isla en el Pacífico colombiano. El cambio climático podría desplazar de manera definitiva a los pocos habitantes que resisten. #HablemosDeEmergenciaClimática

Por: MARÍA PAULA RUBIANO A.

Fotos: Jorge Luis Rocha

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Vicente Góngora Anchico, presidente del Consejo Comunitario de Punta Soldado, en Buenaventura.
Vicente Góngora Anchico, presidente del Consejo Comunitario de Punta Soldado, en Buenaventura.

Las cosas son palabras para quien las entienda. 

– Ernesto Cardenal. “Cántico Cósmico” (1989).

 

La isla nace en el paisaje como una línea delgada y gris entre el cielo de Buenaventura y el mar Pacífico. Un puesto de la Armada colombiana –un par de botes, una casa baja y blanca, un par de palmeras–, ubicado en la coronilla de la isla, le da su nombre: Punta Soldado. Una maraña de escombros de ramas interrumpe la línea que dibuja a la isla en el horizonte. Es el cementerio de manglares, dice Andrés Osorio, un ingeniero civil de la Universidad Nacional que llegó a la isla hace tres años, buscando entender cómo y cuándo apareció esa serpiente de arena en medio de las aguas, y cómo y cuándo desaparecerá. 

La telaraña de ramas termina abruptamente y reaparece la línea gris de la isla. Sobre ella, niños y viejos caminan descalzos, juegan tres perros blancos de hocicos y orejas pardas y negras, crecen palmeras bajas, un bosque tupido. Se ven aves, y pequeñas canoas. Hierbas bajas inundan las ruinas de una escuela abandonada. Al frente del caserío, el esqueleto de una cabaña turística se asoma a medio enterrar, como si la marea hubiera escupido a una bestia bíblica sobre la playa gris. Dentro del pueblo, Dios aparece con facilidad: preside el templo cristiano, el único edificio de cemento; marca los costados de las canoas –”Gracias a Dios”, “Solo Dios Sabe”, “La Bendición de Dios”–, se desperdiga en las estrofas de la canción que Harry Hurtado, un rapero de los buses de Cali, canta cuando alguien entra por el único camino angosto de Punta Soldado.

Las casas, casi todas de madera, se elevan del suelo unos centímetros gracias a pilotes, casi siempre con trazas de barro en la fachada y casi nunca con la pintura intacta. A veces aparecen desbordadas por las hojas verdes y crema de miamis o potos, plantas que cuelgan del techo. La gran mayoría de las casas se levantaron hace 20 años, después de que el mar Pacífico, furioso, se tragara al que muchos todavía recuerdan como “el verdadero” Punta Soldado, aquel que se fundó por los años veinte y que se fue poblando en sucesivas olas migratorias desde Guapi, Timbiquí, Iscuandé, El Charco, Limones y Cajambre.

Gladis Romero, representante legal del Consejo Comunitario de Punta Soldado, en su casa, una de las pocas que sobrevivió la gran inundación del pueblo en 1997.

“El mar es un ser que nos ha dado y nos ha quitado y siempre va a ser así”, dice Gladis Romero. “Pero así yo lo amo porque es mi pueblo. Y aquí nací, me crié y aquí estoy trabajando para que mis hijos también lo quieran a él”, agrega esta mujer, representante del Consejo Comunitario. La casa de su padre, ya fallecido, fue la única en levantarse antes de que el mar se llevara la playa en 1997. 

En ese año llegó la gran inundación. El mar se alzó 40 centímetros durante varios días y sus noches, y arrasó con el poblado pesquero hasta entonces próspero. Sin embargo, el mar había empezado su arremetida desde antes. A lo largo de medio siglo, multitudes de olas han cubierto hasta 550 metros de isla, casi la mitad de la superficie, si se tiene en cuenta que hoy, en su parte más ancha, esa es su máxima extensión. Han asfixiado 87 hectáreas de manglares, erigiendo dos cementerios de mangle, uno ya sumergido, y el otro aún visible sobre la línea gris de la costa. 

El cambio ha ocurrido mientras varias generaciones de pescadores se suceden: los más jóvenes no recuerdan la gran inundación del 97; los adultos están marcados por ella, pero a duras penas saben sobre aquella que ocurrió en los años sesenta. Ahora, el cambio climático –de escala mitológica, pero de origen humano–, amenaza con sumergir la línea delgada antes de que los jóvenes de Soldado alcancen la vejez.

Los restos de una cabaña para turistas que se construyó durante la administración de Juan Manuel Santos, pero que pocos años después se llevó el mar. Crédito: María Paula Rubiano A.

Si, como predicen los modelos climáticos para la isla, el mar sube de 20 a 50 centímetros en los próximos 37 años, inundaciones como la de 1997 ocurrirán en Punta Soldado ya no cada 10 años sino separadas por unos cuantos meses, explica Johann Delgado, estudiante de doctorado en Ingeniería Civil y Ambiental de la Universidad de Cornell y miembro del CEmarín, Corporación Centro de Excelencia en Ciencias Marinas, el grupo de investigación de la Universidad Nacional que llegó a la isla en 2019 para estudiar su pasado y futuro. El grupo está tratando de crear los modelos climáticos que permitan predecir cuánto y cómo cambiará Punta Soldado, y empezar a planear con la comunidad cómo prepararse. 

Sin intervenciones que ayuden a mitigar las consecuencias de la seguidilla de desastres, explican los investigadores, los habitantes de Punta Soldado se unirán al éxodo que según el Banco Mundial deberán emprender 216 millones de humanos a raíz del cambio climático. Un éxodo que en los últimos 10 años ya ha expulsado a casi 22 millones de sus hogares, según las Naciones Unidas.

En Colombia, “el desplazamiento por desastres ambientales es un tema del que no se ocupa nadie”, dice Beatriz Sánchez Mojica, investigadora de migraciones por causas ambientales en IE University, la Universidad Pontificia de Comillas y la Universidad UNIR en Madrid. La Política Nacional de Cambio Climático de 2018 no los menciona, ni hay datos a nivel nacional de las comunidades en riesgo. Los departamentos no están obligados a incluirlos en sus planes regionales de cambio climático y por eso rara vez aparecen allí. Mutante envió un derecho de petición a la Alcaldía de Buenaventura para indagar sobre los planes y acciones de prevención y mitigación del cambio climático y la erosión costera para Punta Soldado, pero pasaron más de dos meses y nunca recibimos respuesta. “Es un tema que cuando lo mencionas todo el mundo dice ‘uy, es importante’, pero nadie se quiere hacer cargo de él,” dice Sánchez Mojica. 

Si la humanidad sigue quemando los fósiles de bestias pasadas y tumbando los bosques presentes, en 23 años unas 7.600 hectáreas del Pacífico colombiano estarán bajo el mar, según los cálculos de científicos del Ideam y el Ministerio de Ambiente incluidos en la tercera comunicación que envió Colombia a la Convención Marco de las Naciones Unidas en 2015. Para 2100 –es decir, dentro de 78 años– la costa habrá perdido poco más de 26.000 hectáreas, dice el mismo documento. 

Esto quiere decir que si nada cambia, en unas cuantas décadas desaparecerán la nueva escuela de Punta Soldado, la cancha y la biblioteca repleta de libros, estantes y mesas; el salón social donde se hacen fiestas y reuniones del consejo comunitario; el centro de acopio de plásticos que recogen en la playa; la casa de Nancy Caicedo, una de las pocas mujeres que todavía vive de recoger conchas de piangua en el manglar; la planta de energía solar que trajo la luz constante en 2018; la panadería de Washington Torres y el templo cristiano donde ora; los almendros del parque central; las sillas de cemento pintadas de amarillo y verde, donde la gente se sienta bajo la sombra de los árboles a disfrutar el wifi por horas que vende Carlos Armando Arroyo Caicedo en una caseta; el billar que Arroyo Caicedo construyó cuando estaba en el colegio para pagarse los cursos de tecnología; el restaurante de su mamá, Alba Arroyo Caicedo, donde pescadores y niños desayunan hojaldras y agua de panela con limonaria.

Semanas antes de que las vedas de camarón terminen o de grandes faenas, las calles de Punta Soldado se llenan de hombres que arreglan sus trasmallos.

MIGRAR CON LA MAREA

 

Justiniano Montaño recuerda la primera vez que le dijeron que la isla iba a desaparecer. Fue en los años sesenta, cuando los primeros bebés nacidos en esta playa empezaban a hacerse niños. Sobre la playa se alzaban las casas con techos de paja de corozo seco y paredes de madera chonta que los pescadores llegados desde principios del siglo XX construían en convite. Crecían yucas, plátanos, piñas, cocos, bananos y caña en las parcelas de las chozas. Detrás de las huertas, una cancha y un cultivo de árboles de guayaba. Detrás del cultivo y la cancha, un bosque de manglar y detrás del manglar, un estero donde los pescadores desembarcaban después de las faenas.

Vista aérea de Punta Soldado. Al fondo, en la zona de banco de arena, estaba antes el pueblo.

Antes de la gran inundación, la de 1997, la tierra donde hoy se asienta el pueblo, “el firme”, estaba desordenada y vacía. La comunidad levantó un puente de madera que los conectaba con esa zona. Allí, guiados por Teodoro Romero Aragón, entonces presidente de la junta comunitaria, cavaron dos pozos para recoger agua y lavar ropa los domingos. Por turnos cocinaban y pescaban y construían la escuela. En la iglesia recién edificada cerca de los pozos, el padre Gilberto Gil celebraba los primeros bautizos y matrimonios en las fiestas patronales y la Semana Santa.

Un domingo, a finales de los años sesenta, el padre subió al monte. Montaño, que en ese entonces rozaba apenas los diez años, recuerda que cuando el padre Gil bajó, tenía un mensaje para el pueblo. Se reunieron miembros de unas 600 familias en torno al cura. “¿Sabe a dónde es el sitio donde ustedes van a vivir?”, recuerda Montaño que les dijo. “Allá adentro, porque esta playa pronto desaparece”. 

Sentado frente a su casa pintada de azul cielo, con un trasmallo colgado a la entrada como un velo cayendo a espaldas de una novia, Montaño dice que días después de escuchar la palabra, se puso el pueblo a festejar y unas monjas misioneras tomaron una sotana y bailaron con ellos. “El padre iba pasando (…) Miró y maldijo la playa”, dice Montaño. “Yo estoy ya que me muero y no se borra, nunca”. Una seguidilla de ‘profetas’ –esta vez, hombres y mujeres de ciencia– le han dicho lo mismo.

Justiniano Montaño, pescador y líder comunitario, al frente de su casa.

Los investigadores les han dicho que Punta Soldado es una isla barrera: una línea de cinco kilómetros de arena gris que se alza entre el continente y el océano. Las mareas y caudales de los cuatro ríos que entregan sus aguas en la Bahía de Buenaventura, a menos de una hora en lancha, la amasan constantemente, tomando y entregando sedimentos a voluntad, cambiando su forma, ocultando su pasado y descubriendo su futuro. Se calcula que la línea de costa ha ondulado entre 100 y 500 metros a lo largo de un siglo. 

La juntanza de aguas dulces y saladas enlodan la arena para que las semillas de mangle –largas vainas puntiagudas– puedan clavarse y dar árbol que entregue nuevas semillas que caen a la tierra mojada, y crean así bosques flotantes. La riqueza de los bosques hizo al pueblo próspero. Las mujeres con pañuelos atados se agachaban bajo los mangles para escarbar en el fango, que les cubría los talones, buscando conchas negras llamadas pianguas. A veces cantaban y acompañaban las canciones de las aves migratorias que todavía paran en la isla a descansar. Cada mujer terminaba la faena al mediodía con dos baldes rebosantes de conchas. Algunos hombres las acompañaban con jaulas para cangrejos azules que siempre volvían llenas. En la madrugada, los hombres salían por el estero al mar y regresaban antes del mediodía cargados de camarones, sierras, peladas. El dinero alcanzaba para comer toda la semana y derrocharlo las noches de los viernes. “Usted se levantaba el sábado por la mañana y encontraba plata por la calle”, recuerda Nancy Caicedo, pianguera. 

La primera vez que la cola de la isla se enroscó sobre sí misma fue a finales de los sesenta. Cuando sucedió, el padre Gil los convenció de abrir el monte. Unos cuantos construyeron su casa tierra adentro. Pero la playa regresó pronto, y así mismo regresaron las familias a la orilla. Los turistas empezaron a desembarcar a comienzos de la década del setenta. Alba Arroyo, entonces de 13 años, abrió su primer puesto de comida. Vicente Góngora Anchico construyó el hotel La Paz, una cabaña en madera de dos pisos tan bella que los turistas no creían que la hubiera levantado sin ayuda de arquitectos. Consiguieron dinero para reconstruir el puente en concreto. Gladis Romero, del Consejo Comunitario e hija del líder Teodoro Romero, esperaba con ansias la llegada de las profesoras de Buenaventura todas las semanas. El agua, almacenada en el aljibe alto como una palmera, llegaba por manguera a cada casa. La luz eléctrica los iluminaba tres horas cada noche, pero eso no impedía cantar a oscuras.

Cuando la segunda inundación grave llegó a mediados de los años ochenta, el pueblo ya había aprendido a moverse con la marea. Si la mar pujaba y las olas crecían, desmontaban sus casas y se movían hacia adentro. Estudios como el realizado en el año 2000 por el biólogo Juan Felipe Blanco (para entender cómo las aves playeras que paran en la isla escogen su hábitat) encontró que entre 1961 y 1992, el pueblo perdió, en promedio, nueve metros de playa cada año, pero recuperó unos cuantos. Esta vez, sin embargo, la playa no regresó, y los primeros desplazados del mar se asentaron a ambos costados del puente. 

Todo se quedó más o menos igual durante una década. Pero una noche clara de 1997, el fenómeno de El Niño más intenso del siglo XX golpeó las costas de Sudamérica y borró el límite que el mar, por mucho que pujara, jamás había cruzado en Punta Soldado.

Desembarcar en Punta Soldado es difícil. Los pescadores deben esperar a que la marea esté alta para salir a pescar, pues de no hacerlo, deben arrastrar sus botes varias decenas de metros para salir a la playa.

LA GRAN INUNDACIÓN

 

Apenas en 1893 –unos 20 años antes de que llegaran los primeros pescadores a Punta Soldado – El Niño apareció con nombre propio en diarios científicos. Sin embargo, fueron pescadores del norte de Perú quienes dieron nombre a la retirada que, cada tantos años, emprendían las aguas frías del Pacífico y el arribo de vientos húmedos y aguas cálidas. La llegada del mar caliente coincidía, casi siempre, con las semanas previas al nacimiento de Jesús en los pesebres. Por eso le llamaron la corriente de El Niño, dice Germán Poveda Jaramillo, experto en hidroclimatología y cambio climático en la Universidad Nacional de Colombia. 

Arqueólogos del clima han reconstruido eventos pasados, cuando El Niño aún no tenía nombre. En poco menos de un siglo han descubierto que, cuando aparece, El Niño crea ondas que en 1812 congelaron hasta la muerte al ejército de Napoleón en Rusia, causaron sequías y hambrunas en India que avivaron las voces contra el poder colonial inglés en el siglo XIX, y en 1942 atajaron la victoria de las tropas de Hitler en Stalingrado, según el libro El Niño in History: Storming Through the Ages.

En tiempos normales, los vientos alisios son como un cordón a través del cual fluye el aire de oeste a este, y lleva las aguas tibias del océano Pacífico desde Sudamérica hacia el sudeste asiático. El Niño nace cuando se rompe el cordón umbilical de los vientos alisios. El flujo de aire se debilita –a veces se detiene, o se invierte incluso– y las aguas cálidas, ya libres del empuje del viento, recorren 10.000 km hacia la costa pacífica del continente sudamericano. 

El cambio climático, explica Poveda, acelerará la frecuencia e intensidad de los fenómenos de El Niño. Como quien pone agua en una olla para que hierva, el calentamiento de la Tierra calienta las aguas y acelera su ciclo. Sumar dos grados será como hervir la olla hasta que pequeñas burbujas empiecen a formarse. Tres grados –hacia donde nos dirigimos si los países e industrias no dejan de extraer y quemar petróleo y gas– será como poner el fuego en alto y dejar hervir el agua hasta salpicar la estufa entera. El mar, sobrecargado de dióxido de carbono, se hará ácido. Hasta el 60 % de todas las especies de peces podrían no adaptarse y morirán. Habrá hambre entre los pueblos. La mar, llevando agua adicional que antes era hielo polar, pujará con más fuerza.

Dicen los profetas que nació Jesús en una noche sin oscuridad. Así fue la noche de octubre cuando El Niño de 1997 entró de lleno a Punta Soldado, recuerda Nancy Caicedo. Poco antes, el naciente Niño azuzó al océano y se llevó las últimas casas que oleadas anteriores habían dejado en la playa. Nuevos ranchos se alzaron al lado del puente. El papá de Gladis Romero vio a otros cuantos levantar chozas en los lotes del firme que, después de las primera inundación en los sesentas, la comunidad había repartido, pero pocos habían usado.

La puja definitiva empezó en la tarde, recuerda Justiniano Montaño.  Sin avisar, la marea subió e inundó buena parte de las casas del puente. Montaño, apodado ‘Corro’ y entonces líder, se metió a las casas a ayudar. “Viene un muchacho y me dice: ‘Corro, manito, usted está acá zambullido cogiendo la gente y la casa suya y los hijos suyos están allá’ y le digo yo, ‘no, la mía no se cae’”. Pero le insistieron, y cuando llegó a la punta del puente vio lo que era la casa de su vecino montada sobre la suya, que a su vez se recostaba sobre otra. No sabe cómo salieron sus hijos y su esposa, pero allí estaban, sobre el puente. Cayó la noche, pero la luna, llenísima, borró lo oscuro e iluminó a los pescadores que seguían sacando cosas de las ruinas. Las olas, orgullosas, no retrocedían. 

Alba Arroyo, todavía cocinera, pero ya con tres hijos, se despertó asustada cuando el agua entró por la puerta y el mar bramaba contra las paredes. Sacó al menor de sus hijos, Moisés, de las aguas. Nadó hacia al puente, donde las familias se apiñaban como las casas alrededor. “Cada quien tuvo que buscar su refugio, porque no íbamos a volver a oscurecer ahí”, recuerda Nancy Caicedo. Muchos durmieron en el puente. Quienes pudieron se acomodaron en las pocas casas del firme. Otros más en la escuela y el puesto de salud. Montaño y su esposa resolvieron dormir con sus cuatro hijos en la cabina de una antena para señal de televisión. Los mapas satelitales de la época muestran que en cuatro meses, el mar se tragó 30 metros de costa en el pueblo al que nunca regresaron.

Alba Caicedo, cocinera, frente a su casa.

Gracias a TOPEX/ Poseidón, un satélite que la NASA y la Unión Europea habían lanzado cinco años antes, los humanos vieron con un detalle sin precedentes el nacimiento abrupto de El Niño en junio de 1997 y su muerte un año más tarde. Fue el peor registrado en más de un siglo.

Al otro día, Justiniano Montaño y Vicente Góngora emprendieron un viaje hacia el interior del país en busca de ayuda. Dice Góngora que movieron cielo y tierra. La alcaldía de Buenaventura, con jurisdicción sobre el corregimiento de Punta Soldado, les dijo que no tenía dinero. La Cruz Roja y la Gobernación del Valle les ayudaron a gestionar los materiales para reconstruir los hogares. La Armada transportó la madera. Y entre todos rozaron el monte para edificar el pueblo justo donde el padre Gil y la gente de ciencia les dijeron iban a terminar. 

 

 

LA ORFANDAD Y LA ADAPTACIÓN

La antigua escuela de punta Soldado hoy está derruida en la playa. Crédito: María Paula Rubiano A.

En los meses que siguieron, el puente se erosionó hasta caerse, así como la antena, el puesto de salud y la iglesia. El agua del Pacífico sepultó a los manglares frente al caserío. “Si se muere el manglar se muere uno”, dice Nancy Caicedo. Encallar las canoas se volvió imposible. Salir a pescar, entonces, se volvió una odisea. Se quedaron sin terrenos para cultivar. Años más tarde, el agua salada mató a buena parte de los manglares que no se llevó y dejó sembrado el cementerio que hoy se extiende en la playa. Quedaron expuestos a las pujas y quiebras de las mareas. La represa del río Anchicaya y los dragados de la Bahía pusieron aún más presiones sobre los bosques de mangle que aún quedan detrás del caserío, cuenta Gladis Romero, representante del Consejo Comunitario. 

La investigadora de migraciones Beatriz Sánchez Mojica le da un nombre a lo que sufrió la comunidad de Punta Soldado: desplazamiento ambiental. En Colombia, sin embargo, la idea de desplazados se asocia solo con víctimas del conflicto armado, no con quienes pierden el hogar y la vida por desastres naturales o cambio climático. Tratar de damnificada a una persona es atenderla con perspectiva técnica y no desde los derechos humanos, dice Sánchez Mojica. La atención a los migrantes ambientales – los mal llamados “daminificados”– es puntual, limitada en el tiempo y no se pregunta por las pérdidas sociales o culturales que el movimiento trajo consigo.  No previene: aparece cuando el agua llega literalmente al cuello. 

“Los de [la Unidad Nacional de Gestión del] riesgo no vienen pa’ acá. Puede estar la puja como esté y ellos no vienen. Cuando ya pase, y oyen que se cayó una casa en Soldado, ahí es que ellos vienen, cuando uno ya está ahogado”, dice Justiniano Montaño.

 

El cementerio de manglar se extiende por varios kilómetros a lo largo de la línea de costa de la isla. Crédito: María Paula Rubiano A.

Hoy, llenar un solo balde de pianguas es una labor de varios días, dice Nancy Caicedo. Pescar un canasto de peces implica varios días y noches en altamar, con el riesgo de que piratas aparezcan y se queden con la faena, lancha y motor. Por eso, uno de sus hijos migró a Chile. Muchos habitantes del pueblo, la mayoría, se han ido a Cali y Buenaventura. De las 600 familias originales, quedan unas 120. 

Por las características de la isla, quienes todavía viven en Soldado son profundamente vulnerables, dice Andrés Osorio, director del grupo de investigación Oceánicos y director Ejecutivo del CEMarin. Para saber cómo ayudar a la comunidad a adaptarse primero necesitan entender cómo se mueve la isla. Sin embargo, la información sobre el pasado es escasa y sobre su futuro, nula. Por eso, el equipo de CEmarín está creando el primer modelo climático para esta línea delgada en medio del Pacífico –una reproducción del mundo real, con todas sus variables, en un computador. Mirando el pasado, el modelo puede predecir qué tan probables son ciertos escenarios futuros. 

“Si no medimos [los cambios] nunca y simplemente un día llegamos aquí a tratar de entender la cosa, pues entonces vamos a empezar a hacer especulaciones”, dice Osorio. Quieren entender el relato que las olas de agua, viento y arena han escrito en la isla.

A pesar de que las faenas de pesca de los pescadores pueden extenderse durante varios días en altamar, pocas veces llegan con más de una canasta llena.

*****

 

Cuando Johann Delgado y Andres Osorio, los investigadores del CEmarín, llegaron a Punta Soldado en 2019, una nueva migración parecía inminente. No había rastro del puente ni el pueblo viejo. El mar se había tragado la enramada de manglar muerto, y las pujas habían tumbado la cabaña que había levantado la asociación de mujeres del pueblo. Bramando, el Pacífico entraba por el único camino, inundaba el restaurante de Alba Castillo, ya de 62 años, y avanzaba hasta el parque central. Los líderes ya habían gestionado la construcción de 40 nuevas casas, en los pocos metros de tierra –unos 500– que quedan entre la retaguardia del caserío y el manglar. Habían levantado tres cabañas a las que llegaron los investigadores. Por primera vez, la casa de Gladis Romero vio al agua lamiendo sus cimientos. 

“Antes de ir a la isla, todo para mí eran como números”, dice Delgado. Las mareas eran dígitos en hojas sobre su escritorio; la erosión, mapas colgando de las paredes del laboratorio de hidráulica en la facultad de minas de la sede de la Universidad Nacional en Medellín. “Más cuando uno ve el agua entrando al pueblo, se sienten diferente”. 

Para construir el modelo climático –la versión matrix del mundo real –, necesitan primero  saber cómo se comporta el mundo real. Por eso, llegaron cargando extraños aparatos que fueron regando por el pueblo y el mar. Instalaron pequeñas cajitas elevadas en la playa: estaciones del clima. Se pasearon lentamente en una lancha por el borde de la costa y entre los laberintos de agua en los esteros de manglar, con un aparato que “ve” el fondo marino como un murciélago ve el mundo: lanzando ondas que al chocar con superficies, regresan después de un cierto tiempo. Contrataron a un buzo llegado de Buenaventura para que enterrara en el fondo del mar una máquina ovalada y lisa como un huevo prehistórico, diseñada para medir la velocidad de las mareas y la altura de las olas. 

Durante 10 días y sus noches los científicos midieron la isla. Al décimo día vieron que todo estaba bien y regresaron al laboratorio. Crearon ecuaciones y algoritmos, una reproducción virtual del clima de Punta Soldado con los datos del pasado que encontraron en satélites, fotos aéreas y datos sobre el fondo marino y mareas que recoge la Armada en la Bahía de Buenaventura. Luego, le pidieron al modelo que les mostrara el clima de la semana en la que fueron a la isla. Si los datos que generaba el computador se parecían a los que registraron, el modelo estaba bien. Pero cuando los seres humanos crean mundos, casi nunca quedan perfectos en el primer intento. Por eso, hoy continúan reescribiendo las ecuaciones una y otra y otra vez, hasta que el clima en la semana de la isla digital sea casi igual al clima que midieron en la real. 

Pasó un año y mientras tanto, en Punta Soldado, los 40 miembros de la iglesia cristiana salieron a la playa todas las madrugadas y, tomados de las manos, le pidieron al mar que respetara los límites impuestos por Dios. 

Cuando los investigadores regresaron en septiembre de 2021, habían retrocedido las olas, heridas por la oración, según creen muchos en el pueblo. Esta vez, los investigadores llegaron con datos del pasado y el presente de la isla para mirar con los jóvenes al futuro. Reconstruyeron los relatos de las inundaciones –que muchos no conocían–, hablaron sobre las mareas y qué las hace crecer, sobre cómo los manglares y barreras artificiales pueden protegerlos. 

Al partir, Ballantyne Puin, la estudiante de maestría que lidera el proyecto Soluciones Costeras del grupo de investigación Oceánicos, y Natalia Zapata, de pregrado, les dejaron tarea: recoger palos, botellas y rocas para construir una pequeña barrera en la punta más al sur de la isla.

Para febrero de 2022, siete jóvenes han creado el grupo Playa Viva, para promover el turismo ambiental y comunitario en la isla. Durante un día, se unen a las investigadoras para construir una estructura en forma de L, rellena de palos y botellas que recogieron en la isla, cercada con malla negra. La barrera actuará como un colador de las mareas: cuando el mar suba la cubrirá, pero al devolverse, los palos y botellas retendrán la arena, creando tierras húmedas donde las semillas de mangle puedan clavarse y dar árbol, y así replantar bosques flotantes que protejan al pueblo. La estructura es tan solo un piloto de 1,5 metros de alto, 2,5 y 3,5 metros de largo en sus dos lados, y 40 metros de profundidad: una versión miniatura de soluciones que, en el futuro, podrían proteger la isla. Es semilla clavada en la tierra lodosa, que contiene la promesa del futuro. 

Tres jóvenes quedan encargados de monitorear la barrera: Michel Sinisterra Vergara, futura estudiante de medicina; Vivian Alexa García, miembro de Playa Viva; Breiner Obregón Caicedo, el hijo de la pianguera Nancy Caicedo; y Anyer Emilio Murillo Romero; quien vive con su mamá, Gladis Romero, en la única casa de Punta Soldado en pie desde antes de 1997. “Los jóvenes de ahora salieron con la sangre caliente de las mujeres de Soldado”, dice Caicedo sobre su hijo, también parte del grupo Playa Viva. Confía en que, como un árbol que da fruto, ella creó futuro con su ejemplo. “ Yo fui una gran ayudante en la comunidad, yo voy bajando, mi hijo va subiendo y también seguir por lo mismo”, dice, “así las cosas no mueren, sino que siguen reproduciéndose”.

Natalia Zapata, miembro del CEmarín de la Universidad Nacional, le explica a Michel Sinisterra Vergara y a Anyer Emilio Murillo Romero, hijo de la líder Gladis Romero, cómo medir la efectividad de la barrera que construyeron en la parte sur de la isla.

Cuando se habla sobre el futuro, el nombre de Dios sale continuamente de los labios de la gente.  Solo Dios puede detener el mar bravo, solo Dios decide enviarlo a que azote la tierra con furia. La luna que hala las mareas, El Niño que llega del este, el calentamiento de la Tierra por acción humana hasta hacerla invivible son explicaciones a veces tan inasibles como la historia de un diluvio que anegó la Tierra por 40 días y sus noches, un hombre que abre el océano, el fin del mundo que hará del mar un pozo hirviente. 

“Que Dios nos ayude y que en otros 100 años, pues, no se vaya esto”’, dice Vicente Góngora sobre lo que espera para el futuro. “Pero el hombre está en la tierra para ayudar a prevenir cosas así (…) La Biblia nos enseña a nosotros, nos dice: ¿Por qué los pueblos perecen? Por falta de conocimiento”.

 

*Este reportaje y proyecto documental se desarrolla con fondos de la beca de producción periodística sobre desplazamiento forzado en América Latina y el Caribe, otorgada a Mutante por Factual y Acnur .