El Magdalena expulsa a sus hijos: crónica de una migración climática
Fecha: 2023-11-03
Por: Juan Manuel Flórez Arias
Fotografía:
César Rafael Rico Rojano
Fecha: 2023-11-03
El Magdalena expulsa a sus hijos: crónica de una migración climática
Por: JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS
Fotografía:
César Rafael Rico Rojano
Tacamocho, un pueblo en Bolívar, lleva doce años desmoronándose por la erosión que causa el río. Se desbarrancaron todas las calles, la iglesia y el parque principal. Sus habitantes se han movido con el agua: destruyen sus casas y las reconstruyen unos metros más allá. El Consejo de Estado ordenó la reubicación definitiva a otro lugar más seguro y este año compraron el predio. Esta es la historia del fin de un pueblo y de cómo imaginar uno nuevo lejos de la orilla.
Haz clic en las frases resaltadas y tendrás una experiencia de lectura más profunda en la que incluso podrás escuchar a algunas de las personas que nos compartieron sus historias en medio de esta crisis social y climática.
Teolinda Álvarez, antigua habitante de Tacamocho que dejó el pueblo por la erosión del río. Ahora vive entre Lorica y Cartagena, sin una casa.
De La Torre hizo seis expediciones desde Cartagena entre 1774 y 1778 en las que fundó 44 pueblos en la Provincia de Cartagena, entre ellos las futuras ciudades de Sincelejo y Montería.
Félix Rodríguez habla sobre lo que piensa hacer con su tierra.
Hace décadas que en Tacamocho dejaron de enterrar sus muertos en la tierra. Era difícil ubicar las tumbas en el suelo después de las inundaciones. Comenzaron a construir bóvedas altas: era la forma más segura de saber dónde estaba cada muerto. Las bóvedas también hacen más fácil la migración del cementerio.
Cristiana Torres, 64 años, toma la brisa de la tarde sentada de espaldas a un precipicio y mira cómo su hijo desbarata su propia casa con todo el cuidado: intenta derribar los ladrillos sin destruirlos, aunque no siempre lo logra. Detrás de ella hay una caída de cinco metros y el río Magdalena, inmenso, que golpea contra la base del barranco. Ella no lo mira. Está concentrada en los golpes del martillo, en las paredes de su casa que se convierten en montañas de escombros grises y anaranjados.
En unos días, o en unos meses —no puede saberlo— la tierra sobre la que está sentada se abrirá y caerá por pedazos al río Magdalena. Luego seguirá la tierra sobre la que está parado su hijo. Y luego la que está más allá. La demolición es una medida preventiva: tirar abajo su casa antes de que se la lleve el río y reconstruirla al fondo del pueblo con los materiales que logre salvar, lo más lejos posible de la corriente.
Es lo que todos han hecho en Tacamocho, un pueblo de Bolívar que hace 12 años comenzó a desmoronarse por la fuerza del río. La erosión causada por el Magdalena ha destruido lentamente el pueblo: calle por calle, casa por casa. Se llevó el puerto, el parque principal, la iglesia y 800 casas, según el censo de la Cruz Roja.
El Tacamocho actual es un pueblo improvisado con los restos del anterior, del que solo queda media calle cortada a la mitad. Era la vía principal, la única pavimentada y la más alejada del río. Ahora es el precipicio sobre el que está sentada Cristiana Torres.
El río no ha dejado de avanzar y algunas de las primeras casas que se reconstruyeron para huir de la erosión ya están otra vez cerca de la orilla. La única solución, según ordenó el Consejo de Estado en 2019, es refundar Tacamocho en otro lugar. “En tierra firme”, dicen en el pueblo. En un predio que la alcaldía y la gobernación compraron en julio de este año, a cinco kilómetros de allí. Lejos del río al que Cristiana Torres ya le da la espalda.
“Este pueblo se lo lleva el río”
El Tacamocho original estaba en la orilla derecha del río, no en la izquierda, como el que está en proceso de desaparecer. Fue fundado en 1776 por el capitán español Antonio De La Torre, como un puerto de descanso entre Magangué y Plato. Tras la independencia, y mientras avanzaba el siglo XX, se convirtió en un punto comercial donde se recogía el maíz y el tabaco cultivados en los Montes de María.
Desde la orilla, Martín Caro veía a los pasajeros de los barcos con hélices de madera que saludaban con la mano y arrojaban dulces y botellitas de ron que él y sus amigos recogían a flote en el río. Tiene 98 años y es la persona más vieja de Tacamocho: la única que recuerda que esta no es la primera vez que el Magdalena destruye por completo el pueblo. Siendo un adolescente, Caro fue testigo de cómo se empezó a desbarrancar el primer Tacamocho y expulsó a los “turcos”, descendientes de inmigrantes de Medio Oriente, los más ricos de la época, que se fueron para Magangué. Los que se quedaron, atravesaron el río y refundaron el pueblo en la otra orilla.
La historia de Tacamocho está atravesada por el movimiento del agua, por las inundaciones de la Depresión Momposina, cuyos primeros registros son de 1715. Durante siglos, el Magdalena se ha movido de un lado a otro, como una serpiente inquieta, y sus coletazos han movido también al pueblo. Sus habitantes se acostumbraron y cada diez años esperaban una inundación por el Fenómeno de La Niña, un ciclo de lluvias extremas. Aprendieron a sembrar en la sequía y a pescar sobre la misma tierra inundada en la creciente, y a calcular hasta dónde podía llegar el agua en las marcas de humedad en las paredes de las casas.
Pero hace quince años ese ciclo comenzó a cambiar. Un día, de 2007 o 2008, llegó al puerto un barco con expertos de la Universidad Nacional. Habían sido contratados por la corporación ambiental Cormagdalena para medir la corriente y la erosión aguas arriba del pueblo. Uno de ellos lanzó la predicción a todos los presentes: “Este pueblo se lo lleva el río”. El estudio de Cormagdalena, entregado en febrero de 2008, señaló que la erosión estaba “en el límite de la población, con la posibilidad de que se siga migrando”. La alcaldía de Córdoba, Bolívar, a la que pertenece Tacamocho, intentó gestionar con autoridades nacionales obras para contener el río. Pero el clima avanzó más rápido.
En 2010 y 2011 Colombia sufrió la peor temporada de lluvias de su historia reciente y la creciente en Tacamocho fue tan grande que cambió la dirección del cauce del Magdalena. Hasta ese momento, el río dibujaba una curva antes de llegar al pueblo y lo cruzaba por una tangente. Ese año el caudal cortó la tierra, se saltó la curva y comenzó a fluir de frente hacia el pueblo con toda su fuerza. El agua, que solía entrar lentamente por el otro lado de Tacamocho, a través de las ciénagas, alcanzó los techos de las casas en minutos.
Las familias se refugiaron en el jarillón que había al borde del Magdalena, el lugar más alto, que se convirtió por varios días en una línea de tierra, con agua a cada lado, tan larga que se perdía a la vista, con carpas improvisadas, colchones húmedos, hombres, mujeres, niños, cerdos, burros y perros que se salvaron de ahogarse. La primera noche casi no pudieron dormir por los aullidos de los perros atrapados en las cimas del pueblo. La segunda, hicieron una matanza con los que estaban en el jarillón y no podían alimentar.
El nivel del agua bajó meses después —dejando una nueva marca en las paredes de las casas— y ellos hicieron lo mismo que todas las veces anteriores: sacaron el barro y levantaron lo que se había caído.
Pero con el cambio de cauce, Tacamocho empezó a desaparecer de a poco. Durante los doce años siguientes, el río Magdalena se llevó primero el jarillón, luego la calle 1A, después el barrio El Cuchillo, luego el barrio San Martín, después el parque principal, la iglesia, la calle de la Concepción y por último la mitad de la calle pavimentada. Hoy apenas pueden recordar dónde quedaban esos sitios.
“Allá estaba la iglesia”, dice Félix Rodríguez, 78 años, agricultor. Apunta con el índice a un lugar en medio del río, igual a todos los demás. “No, estaba más cerca”, lo corrige su hija, Diana Rodríguez. No se ponen de acuerdo. El Magadalena no solo destruyó el pueblo: lo dejó sin ruinas. Las ocultó en el fondo de la corriente que sigue avanzando contra el barranco, como si dijera: aquí no hubo nada.
“La gente le pide a Dios que el río vuelva a cambiar, que fluya por otro lado para que deje de desbarrancar, para que no nos tengamos que ir”, dice Diana Rodríguez. Lo que se mueve, sin embargo, no son solo las casas, el río o la gente de Tacamocho: es también el clima. La alteración de la temperatura del planeta por la acción humana —que hace más extremos los fenómenos naturales de lluvias y sequías— puede hacer desaparecer muchos más pueblos. Para 2050, según el Banco Mundial, 216 millones de personas se habrán desplazado por desastres climáticos.
Colombia será uno de los países más afectados. Ya es, de hecho, el más propenso a catástrofes de América Latina, de acuerdo con el Índice Mundial de Riesgo. Su riqueza es también su mayor vulnerabilidad: acceso a dos océanos, tres cordilleras, y una ubicación en el Ecuador, la zona del mundo en la que coinciden las grandes corrientes de viento y, con ellas, las grandes lluvias. La combinación hace posibles todos los desastres: sequías, inundaciones, derrumbes, huracanes, ascenso del nivel del mar y erosión de las riberas de los ríos, que pueden afectar tanto a municipios pequeños como a grandes ciudades.
Los vistazos al futuro del clima indican que las catástrofes no ocurrirán ordenadamente. Lo más probable es que sean simultáneas —sequías en un departamento e inundaciones en su vecino— o sucesivas: primero el agua y luego el fuego. Parece contradictorio, pero ese también podría ser el futuro de Tacamocho. El Ideam estima que, en el departamento de Bolívar, las lluvias se reducirán entre un 10 y un 30% para 2041. Y la temperatura puede subir hasta 3,5 grados para 2100. El pueblo que está a punto de refugiarse para huir del río puede estar, en unos años, obligado a moverse de nuevo, pero esta vez por la falta de agua.
Una casa dibujada en la tierra
Hace cincuenta años, Bienvenida del Carmen Moreno le puso una condición a Félix Rodríguez para irse a vivir con él: quería una casa. “Si esa es la excusa que me vas a poner, escoge la que te guste en Tacamocho y yo te la compro”, le respondió Félix. Lo recuerda sentado en un claro de tierra en medio de su cultivo, rodeado de plantas de ajonjolí, yuca y maíz que él ha sembrado. Lleva las marcas de su trabajo en la ropa: la camisa de cuadros blanca y el pantalón marrón manchados de tierra. Sus pies son ásperos y tan curtidos que se confunden con el suelo.
“El río quita, pero también da. Aquí nadie compra tierra porque la tierra la regala el río”, dice Félix. Es un efecto de la erosión: el mismo proceso que desprende el suelo en un lado, libera sedimentos en el otro: crea tierra nueva. Cuando era joven, Félix vio surgir este terreno, cruzó en su canoa y puso dos estacas para marcarlo como suyo. Con la primera cosecha, reunió el dinero para construirle una casa a su esposa. Cada semana, navegaba con bultos de yuca río arriba hasta Magangué y volvía con ladrillos y zinc para la casa.
La construyeron a una cuadra de la iglesia de Tacamocho. Era alta para evitar las inundaciones, con techo de zinc y un patio interior enorme, de 60 metros, en el que Bienvenida sembraba y tomaba la brisa.
Félix se queda sin palabras para describir su casa. Entonces toma el machete y lo usa para dibujarla en la tierra. Es un gesto común en Tacamocho. Varias personas recrean el pueblo perdido en el suelo. Trazan las calles, la iglesia, las habitaciones de sus casas. Por las calles del pueblo hay dibujados varios Tacamochos sobre la tierra, que duran hasta que los borra el viento o hasta que el propio dibujante decide usar el mismo espacio para recordar algo más.
En su dibujo, Félix explica con el machete que la erosión llegó hasta la calle en la que vivían. Marca el punto exacto con la hoja. “Quedó el desbarrancadero en la mitad de nuestra calle. Se fueron todos los vecinos y fue cuando yo dije: voy a desbaratar la casa”.
Bienvenida lloró todos los días que duró la demolición.
Una tarde, en junio de 2018, los Rodríguez también vieron caer la iglesia principal: el lugar en el que se habían casado hacía cincuenta años, en el que bautizaron a sus hijos, y en el que luego estos se casaron. “Cayó como en cámara lenta, la torre del campanario se fue de cabeza al río y hubo una detonación grande. Todo el pueblo estaba ahí y los que no estaban se arrepintieron de no ir. Fue como si le hubieran arrancado el corazón a uno”, dice Diana Rodríguez, la hija de Félix y Bienvenida.
Poco después, Bienvenida enfermó. Le falló el corazón y eso le afectó los riñones. Los médicos le dijeron que debía vivir en un lugar menos húmedo que Tacamocho, pero ella se negó a irse. Murió en el pueblo el 12 de diciembre de 2021. Para ese momento, su segunda casa estaba a punto de desbarrancarse. Félix aún vive allí con su hija y ya demolió la primera habitación.
Ver cómic de esta historia en instagram.
Ni Félix, ni su hija, ni nadie en Tacamocho se nombra a sí mismo como “desplazado” y menos como “desplazado climático”. La expresión es usada por investigadores, climatólogos, y es un fenómeno reconocido por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, en inglés). Abundan las evidencias, pero escasean las palabras, en especial las que fija la ley.
“No existe un marco jurídico internacional que cobije a los migrantes climáticos. Y en Colombia no existe un reconocimiento legal de estas personas”, dice Benjamín Quesada, climatólogo y director del Sistema de Ciencias de la Tierra de la Universidad del Rosario. Hoy, la mitad de todos los desplazamientos internos que ocurren en el mundo son causados por la naturaleza.
Cada día de los últimos 15 años ha habido en promedio 6.000 desplazamientos ambientales: 32,6 millones de casos de personas que se han visto obligadas a moverse*. A veces viajan kilómetros, la distancia de un pueblo a otro; a veces solo unos metros, los suficientes para huir de aquello que siempre estuvo allí —el sol, las montañas, el río— que se vuelve de repente una amenaza.
Los niños del río
Hay muchas formas de morir en el río: un ataque al corazón durante la pesca, un error de maniobra al momento de subirse a la balsa, una proeza de nado excesivamente confiada. Después de la erosión, también comenzaron a morir personas por la caída de los barrancos.
Los dos eran niños y los dos murieron lavándose en el río. Jesús Mejía, de cinco años, jugaba a las canicas en diciembre de 2019. Al terminar, se acercó a la orilla para limpiarse las manos en el Magdalena, que estaba crecido. La tierra se desprendió con él y lo encontraron unos días después aguas abajo.
Carlos Banqueth, de 17 años, era hincha del Junior y jugaba con el número 10 en el equipo de fútbol de Tacamocho. Pero lo que más le gustaba era pescar. “El encanto de él era el río”, dice su padre, Carlos Banqueth.
El 18 de julio de 2021, domingo, Carlos Banqueth hijo madrugó a pescar. Sacó diez bocachicos y los llevó a su casa. Luego volvió al Magdalena para bañarse antes de desayunar. Se echaba agua con una totuma cuando la tierra se abrió. A los cinco segundos emergió del agua. Luchaba contra un remolino provocado por la erosión al borde del barranco. Carlos Banqueth extendió las manos una última vez y se hundió. No volvió a salir.
Lo buscaron por siete días. El pueblo se organizó en chalupas e hicieron varias expediciones río abajo. La alcaldía ofreció una recompensa a quien lo encontrara. “Queremos el niño, hay que rescatarlo”, decía el anuncio. Al final, contrataron una balsa con motor y navegaron a Barranquilla para ver si la corriente lo había llevado hasta el mar. Vieron pasar decenas de cuerpos flotando por el Magdalena, pero ninguno era el de Carlos Banqueth.
“Lo de él es un secreto que de pronto no sabemos”, dice Carlos padre. “Mucha gente comenta que tal vez haya sido un encanto, un mohán o una mohana. La mohana se enamora del mejor hijo de uno y se lo lleva”.
La tierra prometida
La tierra en la que refundarán a Tacamocho es un campo de 32 hectáreas ondulado por las montañas, árido, en el que una decena de vacas pastan bajo la sombra de árboles dispersos. Lejos, como una mancha en el horizonte, se ve el antiguo río: la curva que daba el Magdalena y que quedó abandonada con el cambio del cauce. Ahora es un meandro inmóvil al que llaman el río viejo.
“Acá solo entra agua muerta. Por eso no nos vamos a inundar”, dice Amauri Acuña, agricultor de 46 años. Llegó allí tras un viaje de cinco minutos en moto desde Tacamocho y trajo a la presidenta de la Junta de Acción Comunal, Mónica Castillo, de 48 años, una de las líderes que ha trabajado para lograr la reubicación.
Mientras caminan, hablan sobre los posibles nombres del nuevo pueblo. “Tiene que seguir llamándose Tacamocho”, dice Mónica, decidida. Amauri está abierto a otras opciones. “¿Qué tal Nuevo Tacamocho?”, propone.
En julio, Mónica estuvo en Cartagena en el acto en el que la alcaldía y la gobernación les entregaron las escrituras de esta tierra. Era solo el primer paso. El siguiente es un estudio ambiental que cambie el uso del suelo para construir un pueblo allí. Luego seguirían la compra de los materiales para las casas, el trazado de las calles, la construcción de los edificios y la adecuación de un hospital y un colegio.
También hay que costear las demoliciones: romper la piedra de las montañas para aplanar el terreno, cortar los árboles y tirar abajo la finca que hay en medio. Pero lo más importante es destruir lo que queda del pueblo actual, a cinco kilómetros de allí, en una zona declarada por el Estado como de riesgo no mitigable. En el pueblo lo saben: no pueden existir dos Tacamochos al mismo tiempo. “Tienen que tumbar las casas de allá para que nos podamos ir. Si no, seguiríamos volviendo”, dice Amauri Acuña.
En total, según la gobernación de Bolívar, mover a Tacamocho cuesta unos 140.000 millones de pesos. Es más de tres veces el presupuesto total de la alcaldía de Córdoba, por lo que la reubicación depende de las instituciones nacionales: el Ministerio de Vivienda y la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo. Esta última es la encargada de gestionar ayudas para personas afectadas en el país y reubicaciones en casos graves como el de Tacamocho. “Pero sigue siendo un modelo de emergencia de muy corto plazo, con poco énfasis en la resiliencia al cambio climático”, dice Benjamín Quesada, de la Universidad del Rosario.
Mientras cada institución asume su rol, pueden pasar años antes de que exista el nuevo pueblo. En Gramalote, un municipio de Norte de Santander destruido por el fenómeno de La Niña de 2010, el Estado tardó más de diez años en completar la construcción. Cuando estuvo terminado, muchos de los habitantes llevaban una década en Cúcuta y no quisieron volver. En Tacamocho, en cambio, solo unas 40 familias se han ido del pueblo desde que comenzó la erosión. El resto espera a la orilla del río.
Escucha este AudioMutante de una de las habitantes desplazadas por el río en Tacamocho.
Mónica cree que cuando los reubiquen podrán mantener un acceso al Magdalena. Desde una de las cimas del predio nuevo, señala a un lago: “Esa es una ciénaga. La idea es que la alcaldía construya ahí un canal para que accedamos al río viejo y de ahí los pescadores lleguen al Magdalena”.
Imagina un pueblo con vista al río, sin inundaciones ni erosión, con un malecón desde el que saldrían los barcos, como en el pueblo que fundó Antonio De La Torre hace más de dos siglos. Mónica describe la orientación hipotética de las calles si recrean el pueblo tal cual era y concluye: “Estamos parados sobre la que sería mi casa”.
Pero al bajar de la montaña descubre que estaba desorientada. Lo que vio no es una ciénaga sino un pozo de una finca vecina. Y el pueblo que visualizó tendría todas las calles en otra dirección.
Crear un nuevo Tacamocho es tan incierto como tratar de ubicar al que desapareció en la corriente del Magdalena. El canal que espera Mónica, por ejemplo, no está en los planes de la gobernación. José Ricaurte, el director de riesgo del departamento de Bolívar, considera que la obra abriría una ventana peligrosa. “Lo mejor es dejar quieto al Magdalena”, dice.
En Tacamocho saben que el río nunca para de moverse.
Previamente publicamos que en los últimos 15 años hubo 32,6 millones de “casos como el de Tacamocho”. En realidad es la cifra de desplazamientos de personas por desastres ambientales. Incluye cuando alguien se ve obligado a moverse más de una vez.