El océano en disputa: decisiones frente al mar para enfrentar la crisis climática
Apenas el 5 % del océano ha sido explorado y un 0,001% observado directamente en sus profundidades. Su aparente lejanía, sumada al alto costo tecnológico de estudiarlo, reforzó la idea de que es un espacio infinito, ajeno y secundario, frente a los paisajes terrestres que habitamos. La crisis climática actual revela que ignorarlo tiene consecuencias directas sobre nuestra supervivencia.
Fecha: 2025-12-11
Por: Miranda Bejarano Salazar, Integrante de Mutua+
Fecha: 2025-12-11
El océano en disputa: decisiones frente al mar para enfrentar la crisis climática
Apenas el 5 % del océano ha sido explorado y un 0,001% observado directamente en sus profundidades. Su aparente lejanía, sumada al alto costo tecnológico de estudiarlo, reforzó la idea de que es un espacio infinito, ajeno y secundario, frente a los paisajes terrestres que habitamos. La crisis climática actual revela que ignorarlo tiene consecuencias directas sobre nuestra supervivencia.
Por: MIRANDA BEJARANO SALAZAR, INTEGRANTE DE MUTUA+
A pesar de encontrarse en un planeta llamado Tierra, el océano ocupa el 70 % de su superficie. Se le suele poner un nombre específico dependiendo de la costa desde la que es avistado —Atlántico, Índico, Antártico, Pacífico y Ártico— aunque se trate de un mismo cuerpo continuo. Más que una masa de agua, es un bioma: una gran región viva del planeta moldeada por condiciones ambientales propias —como la salinidad de su agua— que a su vez alberga varios ecosistemas —arrecifes de coral, manglares, llanuras abisales, entre muchas otras—. Este gigante azul, testigo de las primeras formas de vida en la tierra, ha representado todo un reto en su estudio; apenas el 5 % ha sido explorado y un 0,001 % observado directamente en las profundidades, según el estudio reciente de Katherine Bell, y su equipo, publicado este año en la revista Science.
Durante décadas, esa lejanía física —y el enorme costo tecnológico de estudiarlo— ha reforzado la idea de que el océano es infinito, inabarcable, secundario frente a los paisajes terrestres que habitamos. Este imaginario ha retrasado decisiones urgentes sobre su protección y gobernanza. Pero, en la medida en que la ciencia ha revelado su importancia, el océano empieza a permear las hojas de ruta para las políticas climáticas y ambientales de las próximas décadas.
El sesgo propio de ser animales terrestres
Tardamos un poco en darnos cuenta de su importancia. Los que ahora poblamos la tierra tuvimos que desarrollar nuevas formas de locomoción, respiración y reproducción —entre muchas otras adaptaciones— para sobrevivir afuera del agua, salto que marcó un hito en la evolución. Desde entonces, pareciera que empezamos a caminar continente adentro y volvimos al mar solo para contemplarlo como si fuera una frontera, más que un territorio vivo. Esta distancia alimentada por nuestra inmersión cotidiana en ambientes terrestres, contribuye a que aquello que nos resulta lejano, complejo o difícil de investigar quede, con frecuencia, al margen de las discusiones sobre gobernanza, conservación e inversión científica.

De ahí emerge lo que diversas investigaciones describen como un “sesgo terrestre”: una tendencia a priorizar los ecosistemas más visibles, accesibles o culturalmente familiares. Lejos de ser solo una intuición cultural, este patrón ha sido documentado en estudios que analizan cómo se distribuyen los recursos para investigación, conservación y formulación de políticas, mostrando una marcada predominancia de los sistemas terrestres frente a los marinos. Como lo señala el oceanógrafo portugués Miguel Bastos, en su entrevista para el medio divulgativo SINC, “la ciencia de la conservación está influenciada por prioridades humanas y no ecológicas”. Esta brecha no solo condiciona qué ecosistemas protegemos primero, sino también qué amenazas entendemos mejor, qué financiamiento se moviliza y qué crisis logramos ver a tiempo.
El problema es que el mundo, fuera de la concepción humana, no funciona bajo esta lógica de separación y otredad. Los ciclos naturales son interdependientes: la cantidad de agua que llega a los páramos recibe la transpiración de los árboles del Amazonas, la pérdida del hielo Ártico intensifica los huracanes del Atlántico y el Caribe, entre muchos otros fenómenos de los que hasta ahora empezamos a entender su complejidad. El océano no es la excepción por lo que se hace necesario conocer su importancia para entender las acciones urgentes en negociaciones globales como las de las conferencias sobre cambio climático (COP).
“El océano domina con creces la circulación del calor y gran parte de la vida en el planeta está relacionada con los sistemas marinos”, recuerda, en conversación con Mutante durante la COP30, Johan Rockström, científico pionero en las teorías que sustentan buena parte de la acción climática contemporánea —incluidos los puntos de inflexión y los límites planetarios—. “El planeta cuenta con un enorme termostato. Es una casa con sistemas de refrigeración hechos de tuberías de agua, y el calor lo atrapa el océano”, concluye. Esto se debe a procesos físicos —como la mezcla vertical, los vientos, las corrientes superficiales y el sistema de circulación profunda— que permiten redistribuir el calor alrededor del globo.
Pero su papel no termina ahí. El océano también es fundamental en el ciclo del carbono: es responsable de cerca del 50 % del oxígeno que respiramos. Los pulmones del planeta también son marinos y están formados por fitoplancton, pastos marinos y otros organismos fotosintéticos. Además, el CO2 se solubiliza al entrar en contacto con su gran espejo de agua disminuyendo su presencia en la atmósfera. “El océano es nuestro mejor amigo, enfriando el planeta al absorber el 90 % del calor y el 25 % del dióxido de carbono. El problema es que esto es una respuesta al estrés, no es un favor. Es la forma en la que el planeta intenta mantenerse estable”, sostiene Rockström.
Esa respuesta al estrés, por parte del océano, fuera de ser motivo de estudio y exposición en salones de conferencias, empieza a mostrar sus síntomas con las comunidades que viven día a día en sus orillas. Allí, desde la vivencia, es cuando se deja ver la urgencia en la implementación de soluciones acordes con el rol que cumple el océano en la estabilidad global. Trisha Forbes, bióloga marina oriunda de la isla de San Andrés, quien a través de su fundación Raizal Bluuh Ruuts trabaja de la mano con las comunidades de pescadores artesanales e isleños, comenta: “Lo que más me preocupa es escuchar a los pescadores decir ‘cada vez hay menos peces, los arrecifes ya no son como antes. Mis hijos ya no quieren pescar, porque dicen que el mar está muerto’, o ‘ahora cada vez toca ir más lejos y me demoro más en sacar un pez’”. Para ella, esa percepción compartida entre las comunidades raizales no es solo un indicador ecológico, sino también emocional: “Esa sensación de pérdida es dolorosa, porque ellos han sido guardianes del territorio por generaciones”, concluye.
La evidencia científica y las vivencias de comunidades costeras, como las de San Andrés, han hecho un llamado claro: el océano está siendo sometido a una presión histórica. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) la sobrepesca está vaciando los ecosistemas marinos más rápido de lo que pueden recuperarse. El aumento de la temperatura del agua y las olas de calor marinas están provocando blanqueamientos masivos de coral, pérdidas de biodiversidad y alteraciones en las rutas migratorias de peces y mamíferos marinos, como lo ha documentado el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU. A esto se suma la acidificación, producto de la absorción del CO₂, que debilita a organismos clave como moluscos, crustáceos y corales. Y, como si fuera poco, la contaminación por plásticos, metales pesados y nutrientes, junto a la destrucción de hábitats costeros —manglares, praderas marinas, arrecifes— reduce la capacidad del océano en la protección de las comunidades humanas de tormentas, erosión e inseguridad alimentaria. En conjunto, las amenazas producto del deterioro del océano ya están tocando nuestra puerta.
Interlocución necesaria y decisiones urgentes
Es fácil enumerar las presiones que enfrenta el océano y concluir que “el mundo se va a acabar si no hacemos algo ya”. Pero los discursos fatalistas rara vez movilizan, y omitir al océano de las decisiones globales tampoco nos lleva a ninguna parte. “Es importante centrarse en lo que sí podemos hacer para marcar la diferencia y encontrar esperanza”, señala la oceanógrafa y PhD en química oceánica del MIT-WHOI, Kalina Grabb, en conversación con Mutante. “Necesitamos promover la acción coordinada entre la ciencia, la política y las comunidades para tomar decisiones mejor informadas. También es necesario robustecer los canales de divulgación sobre el océano”. Poner al océano en la conversación cotidiana, informarse y participar en los mecanismos de decisión puede ser un buen punto de partida. En esa misma línea, observar con atención espacios como la COP30 —que reúne a representantes de más de 198 países para negociar compromisos ambientales— permite tomar el pulso del tipo de discusiones y decisiones que hoy están moldeando el futuro del océano.
No todo fue malo en la COP30, pero las promesas hay que tomarlas con pinzas. Esta edición marcó un precedente importante: por primera vez, el encuentro contó con una Enviada Especial para los Océanos: la brasileña Marinez Scherer, cuya labor fue llevar la agenda oceánica hasta las negociaciones finales. Bajo su liderazgo se impulsó el llamado “paquete azul”: un conjunto de propuestas orientadas a enfrentar las amenazas oceánicas con base en evidencia científica. La conferencia también incluyó un Pabellón Oceánico —que habilitó el intercambio de saberes entre las comunidades, expertos y científicos— y logró que el océano apareciera explícitamente mencionado en varios Planes Nacionales de Acción Climática (NDC), un avance si se tiene en cuenta que durante años la mitigación y la adaptación se han pensado casi exclusivamente desde ecosistemas terrestres.
Aun así, la distancia entre la retórica y la acción persiste. “A esta COP30 veníamos con unas expectativas bastante altas. No hemos visto que se hayan tenido en cuenta los océanos”, comenta, desde la zona azúl de la COP, Matilde Maestre representante de las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras de Colombia. “Es importante hablar del cambio climático con la mirada desde lo marítimo, desde los océanos —comenta Maestre— y no solamente proponer sembrar mangles o árboles, porque si bien sirve, no vamos a poder cumplir con los acuerdos que se han firmado, como el de París, donde nos comprometimos a mitigar el cambio climático con la remoción de carbono oceánico, por ejemplo”.
Los textos finales no incluyen mecanismos claros de financiamiento para materializar las propuestas del “paquete azul”; las menciones al océano en los NDC fueron limitadas y, en la práctica, no generaron compromisos vinculantes. Las discusiones se concentraron más en la adaptación de los ecosistemas marinos a la crisis climática que en la mitigación de la misma y también de esta orilla se sintió la desazón por la omisión del nombramiento explícito de los combustibles fósiles como principales responsables de la contaminación atmosférica —y acidificación oceánica— en el documento final. Aun en materia de gobernanza oceánica persiste una fragmentación estructural: los tratados marinos, los mecanismos sectoriales y los marcos climáticos operan de forma desarticulada, lo que dificulta una visión integrada del océano como sujeto de políticas climáticas.
La creación de una coalición global impulsada por Brasil y Francia para integrar soluciones marinas a los NDC llamada, Fuerza de Tarea Oceánica, fue un avance simbólico, pero muchos de los países más vulnerables —particularmente del Sur Global— han señalado que la desigualdad en capacidades de monitoreo, adaptación y financiamiento sigue sin resolverse. En suma, aunque la COP habló más del océano, no necesariamente decidió más por él.
Pendientes que se avistan en el horizonte
La recuperación de la capa de ozono tras el Compromiso de Montreal, la disminución de la lluvia ácida en el hemisferio norte gracias a regulaciones industriales y la restauración de ecosistemas como el arrecife de Cabo Pulmo, en México, muestran cómo determinadas medidas coordinadas pueden revertir impactos ambientales. Estos antecedentes sirven de referencia en un momento en el que distintas propuestas e investigaciones buscan mitigar los efectos del cambio climático en el océano. Su implementación y evaluación dependen, sin embargo, de capacidades financieras adecuadas, de decisiones políticas sostenidas y de una conversación continua sobre el futuro y el conocimiento del medio marino.
Abogar por el océano no es una postura novedosa ni un gesto ilustrado: es un acto elemental de supervivencia. Cada vez entendemos mejor que todos los sistemas naturales están conectados y que ningún ecosistema puede sostenerse solo. Por eso no basta con esperar que las COP o los gobiernos hagan lo suyo. La indiferencia hacia el océano se volvió un lujo que el planeta ya no puede pagar. Reconocer al océano como una infraestructura vital, equivalente a cualquier sistema que sostiene nuestra vida diaria es el primer paso para activar capacidades colectivas y construir sentidos comunes sobre su importancia.
Asumir ese compromiso no implica vivir frente al mar: incluso desde el interior de un país, o desde regiones sin costa, es posible informarse, participar, exigir políticas basadas en evidencia y adoptar prácticas cotidianas que contribuyan a su protección. Solo así podremos despejar los sesgos que históricamente lo han dejado por fuera de las prioridades globales y presionar por la posibilidad —real, urgente y necesaria— de que, en un futuro cercano, podamos contar un desenlace distinto para su provenir.
Agradecimiento especial a Catalina Reyes por las entrevistas logradas en la COP30.
![]() |
*MIRANDA BEJARANO SALAZAR Bióloga y periodista científica dedicada a la democratización del conocimiento. Ha impulsado estrategias de comunicación científica para instituciones públicas y privadas. |
![]() |
Este artículo hace parte de la beca de producción periodística entregada por Mutante, con apoyo de la Fundación Heinrich Böll, a integrantes de la comunidad MUTUA: Movimiento de Cuidados para Periodistas Ambientales. Puedes leer todos los contenidos siguiendo este enlace. |


