Una habitación propia: los refugios que atienden la salud mental de los defensores ambientales latinoamericanos
Las organizaciones sociales en América Latina han creado una red de lugares seguros para que líderes ambientales traten los traumas individuales y colectivos.
Fecha: 2024-09-18
Por: María Paula Rubiano A.
Collage: Wil Huertas (@uuily), con fotografías de Gustavo Torrijos - El Espectador.
Este reportaje se publica en colaboración con Grist y El Espectador. Contó con el apoyo de la Beca Rosalynn Carter para el Periodismo sobre Salud Mental en América Latina.
Fecha: 2024-09-18
Una habitación propia: los refugios que atienden la salud mental de los defensores ambientales latinoamericanos
Las organizaciones sociales en América Latina han creado una red de lugares seguros para que líderes ambientales traten los traumas individuales y colectivos.
Por: MARÍA PAULA RUBIANO A.
Collage: Wil Huertas (@uuily), con fotografías de Gustavo Torrijos - El Espectador.
Este reportaje se publica en colaboración con Grist y El Espectador. Contó con el apoyo de la Beca Rosalynn Carter para el Periodismo sobre Salud Mental en América Latina.
La casa es tan discreta que es fácil pasar por el frente sin percatarse. A excepción de su única habitante permanente, una gata que se pasea por los tejados del barrio humilde al sur de Bogotá, quienes viven en ella salen poco y nunca después de las 8:00 pm. Son sigilosos, casi tan discretos como la casa misma.
Hay un férreo seguimiento contra quienes la habitan– líderes y lideresas sociales y ambientales amenazados. Helicópteros militares han sobrevolado versiones anteriores en busca de sus moradores. Carros extraños se han parqueado en la entrada. Por eso, cada tanto, la casa se mueve y ocupa otro edificio anodino, de esos que es fácil pasar por alto.
Sin embargo, detrás de la puerta metálica, la casa es todo menos insulsa. Al fondo, en un mural colorido, un chigüiro, un jaguar, una serpiente y una taza de café rodean a niños que juegan bajo el sol; dos mujeres tejen el mapa de Colombia; flores, raíces, pájaros, guitarras y flautas brotan de un corazón. Fotos y afiches de líderes asesinados cuelgan de las paredes de color azul cielo de una habitación que hace de sala de música y biblioteca. En la pared que conduce al enorme salón del fondo, una declaración descolorida de los derechos humanos cuelga de una puntilla.
“Hemos visto crecer a muchas generaciones ya”, dice Jaime Absalón León Sepúlveda, fundador y director de la Corporación Claretiana Norman Pérez Bello, la organización que desde 2004 ofrece refugio en su casa a defensores de los derechos humanos de toda Colombia. Antes de fundar la corporación, a finales de los noventa, León Sepúlveda era un joven seminarista que con frecuencia cedía su cama a campesinos, indígenas y afrocolombianos que huían del conflicto armado, entonces recrudecido por la expansión de grupos paraestatales (muchas veces aliados con el ejército colombiano) y guerrillas.
“Al principio era salvar a la gente de que no la asesinaran en las regiones y de tenerles un lugar seguro donde pudieran respirar, estar con su familia y empezar a tramitar el duelo”, dice. Pero pronto se dieron cuenta de que necesitaban “espacios terapéuticos, colectivos e individuales, para atender las crisis”. Así fue como nació la Corporación Norman Pérez Bello.
El trabajo en la casa se basa sobre todo en una rama de la psicología nacida entre las balas de las guerras civiles centroamericanas de las décadas de los setenta y ochenta, una alternativa terapéutica al trabajo clínico tradicional que usa conversaciones y otras herramientas como el teatro, la pintura, la escritura y otros esfuerzos artísticos para situar el sufrimiento individual en un contexto político. Esta metodología se extendió por toda América Latina para ayudar a las víctimas del conflicto armado colombiano, a los jóvenes de las favelas brasileñas, a los familiares de los desaparecidos y a los sobrevivientes de las torturas de las dictaduras del Cono Sur.
Más allá de atender la salud mental individual, la terapia psicosocial busca abordar el trauma colectivo, como explica Clemencia Correa, una psicóloga colombiana exiliada y nacionalizada en México desde 2002 por su trabajo con víctimas del conflicto armado. En 2013, Correa fundó Aluna, una organización enfocada en este tipo de terapia.
Como Correa y León Sepúlveda, psicólogos, trabajadores sociales y abogados han ido consolidando una red de casas de acogida y refugios temporales por toda América Latina que atienden a líderes sociales y defensores de los derechos humanos y, cada vez más, a líderes ambientales amenazados. Este tipo de liderazgo está cada vez más en riesgo en la región: según el último informe de Global Witness, el 85% de los asesinatos de líderes ambientales en 2023 ocurrieron en Latinoamérica. Solo Colombia representó el cerca del 40% de las muertes globales, que ascendieron a 196.
Para responder a la violencia, países como Colombia, México, Brasil y Honduras han creado mecanismos de protección para los líderes, que les proporcionan escoltas, teléfonos satelitales, chalecos antibalas, entre otros, para garantizar su seguridad física. Sin embargo, el apoyo a la salud mental por parte de estas entidades es escaso o nulo, de acuerdo con Lourdes Castro, coordinadora del programa Somos Defensores, que hace seguimiento a la violencia contra los defensores de los derechos humanos en Colombia. Así, la atención psicológica recae en las organizaciones sociales que los apoyan, una tarea que no siempre es viable, explica Mary Menton, una profesora asistente en la Universidad Heriot-Watt que trabaja con líderes en Brasil.
“Muchos [líderes y organizaciones] no tienen el dinero para pagarlo. E inclusive si tuvieran acceso, también algunos tienen resistencia, por razones entendibles relacionadas con la persecución en su contra. No confían con facilidad”, dice. Esto, sin tener en cuenta los retos de salir y entrar de sus territorios –generalmente ubicados en zonas remotas– o la conexión inestable a internet y a la señal telefónica.
Así, ante la ausencia estatal – o la violencia ejercida por sus agentes –, estas casas de refugio se han convertido en uno de los pocos espacios seguros para tramitar las afectaciones tanto individuales como colectivas, dice Menton.
Si bien la naturaleza reservada de estos lugares no permite contar con cifras claras sobre su presencia, hay alrededor de diez casas de acogida en Centro y Sudamérica tratando de crear una red de reubicación regional. Pero el enfoque psicosocial se ha expandido más allá de sus paredes y lentamente ha permeado el trabajo de organizaciones ambientales, creando nuevas formas de ejercer el liderazgo en la región.
“Muchas de estas organizaciones que trabajan en este ámbito son cada vez más conscientes de que no se trata sólo de proporcionar a alguien una habitación”, dice Menton. “Si les proporcionas una habitación y les dejas a su suerte, van a terminar sintiéndose solos”.
Huir, entender, reconstruir
En 1997, Correa recibió una llamada para que saliera inmediatamente hacia Turbo, un pequeño poblado en una zona conocida como Urabá, cercana al Tapón del Darién. Correa trabajaba en ese entonces con la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, acompañando a los familiares de personas desaparecidas y buscando espacios seguros para las víctimas. Entre otros, la casa donde un joven León Sepúlveda, aún integrante de la orden Claretiana, cedía su cama a quienes lo necesitaban.
Al asomarse por la ventanilla de la avioneta, vio ríos de personas con bultos al hombro, y al llegar al coliseo de la escuela local, cientos de hombres y mujeres descansaban en el suelo, los niños lloraban, y nadie sabía decirles qué había pasado. “Las personas decían : ‘no sabemos, nos sacaron los malos’”, cuenta Correa. “No podían nombrar”.
Correa empezó a hablar con la gente. La identidad de cada uno de ellos estaba deshecha, pues estaba anudada a los animales y los cultivos que habían dejado atrás. Poco a poco, algunos se atrevieron a mencionar que, meses antes, habían empezado a encontrar muertos en las calles de Turbo. Al menos dos empleados municipales habían desaparecido. Días antes del desplazamiento, los helicópteros del ejército empezaron a lanzar bombas sobre la zona. “Llegaron los monstruos”, decían los niños. Militares llegaron a algunos pueblos para decirles que si no salían en tres días, los iban a matar a todos. Luego entraron los paramilitares. Quemaron las casas. Desmembraron el cuerpo del líder Marino López Mena en su pequeño pueblo a orillas del río Cacarica. Jugaron al fútbol con su cabeza.
“Cuando reconstruimos estos hechos con la población, pues fue muy doloroso, pero empezó a surgir. Poderlo nombrar permitía tratar de entender para que esto no quedara totalmente silenciado”, explica Correa. En paralelo, los investigadores conectaron la intervención militar, conocida como “Operación Génesis”, con los intereses que los empresarios madereros tenían sobre las tierras fértiles de la región, un hecho reconocido una década más tarde por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y recientemente, por la Comisión de la Verdad de Colombia. Con las denuncias llegaron las amenazas para Correa y otros miembros del equipo. Y luego, el exilio.
Al aterrizar en México, Correa se puso en contacto con organizaciones sociales y ambientales. Si bien no había sufrido décadas de una cruenta guerra civil como Colombia, desde finales de los cincuenta el país norteamericano estaba inmerso en una guerra de baja intensidad contra opositores del Gobierno, líderes de izquierda, estudiantes, campesinos e indígenas. Correa fue testigo de cómo esta “guerra sucia” se valía de las mismas tácticas de terror que había visto en Colombia: detenciones arbitrarias, torturas, asesinatos selectivos, masacres y desapariciones forzadas. Y, como en Colombia, las víctimas se sentían culpables, oscilaban entre la abulia y la paranoia. Algunos no dormían, otros vivían aterrorizados. Unos cuantos bebían en exceso. Todos tenían miedo.
La psicología tradicional, desarrollada mediante experimentos cuidadosamente fabricados y controlados en campus universitarios de Estados Unidos, no concebía la profundidad de las heridas de estas víctimas y activistas, dijo Correa. No sabía cómo sanarlas. “Nos apoyamos en las capacidades de las comunidades para construir resiliencia, que más que resiliencia es resistencia para seguir viviendo”, explicó León Sepúlveda sobre su trabajo.
La organización de Correa, Aluna, aplica en cambio un enfoque de apoyo a las víctimas propuesto por Ignacio Martín-Baró en los años setenta. Formado en la Universidad de Chicago, el psicólogo y cura español se dedicó a desentrañar el impacto de la violencia política y la represión en El Salvador y, sobre todo, a proponer cómo reconstruir a las comunidades. Su “psicología de la liberación”, como también se la conoce, postula que, si las causas de una herida son producto de un contexto político y social opresivo, para sanarse, las personas y las comunidades deben, primero, entender ese contexto y sus actores. Después, tras afrontar los impactos de esa violencia con apoyo psicosocial, las víctimas pueden mudar de piel y reafirmarse como actores políticos.
Esta nueva forma de entender su realidad les permite reconstruirse a nivel personal y colectivo y “no solo descubrir las raíces de lo que es, sino el horizonte de lo que puede llegar a ser”, escribió el jesuita en 1985. La sanación entendida un como acto político de libertad. Cuatro años más tarde, en 1989, Martín-Baro fue asesinado por el ejército salvadoreño en la Universidad Centroamericana, donde era decano de la Facultad de Psicología.
Tras el asesinato del cura, sus postulados se extendieron por toda América Latina. En 1998, se celebró en Ciudad de México el primer Congreso Internacional de Psicología de la Liberación , que se repitió cada año hasta 2005 (y desde 2008, se celebró cada dos años, hasta 2o16). En los encuentros, profesionales de todo el continente se reunían para intercambiar ideas, experiencias y técnicas. Tres años más tarde, en 2008, Clemencia asistió al tercer encuentro para hablar sobre el acompañamiento a mujeres víctimas de tortura sexual. Por esos años, Jaime Absalón León Sepúlveda abrió las puertas de la corporación Norman Pérez Bello con un par de sillones y camas donados por la orden claretiana, la cual había abandonado.
Si las personas no entienden, por ejemplo, que su territorio es un lugar atractivo para ciertas industrias o economías ilegales, es difícil que puedan darle un sentido al terror que experimentan y tomen medidas de protección adecuadas. Arango*, una campesina integrante de la organización ecofeminista EMAS A.C. en el estado mexicano de Michoacán, cuenta que, cuando escuchó a Correa hablar sobre lo que había pasado en Cacarica, supo que su organización corría un riesgo mucho más grave del que pensaban.
En aquel entonces, en 2011, el trabajo de EMAS con las comunidades indígenas y campesinas del sur de México reforestando bosques, cuidando manantiales y promoviendo la agricultura tradicional entraba en conflicto con la expansión de plantaciones de aguacate. Además, la ‘guerra contra el narco’ ya había entrado de lleno en el estado y el número de desaparecidos y asesinatos aumentaba frenéticamente. Las presiones eran constantes y evaluaron si era necesario marcharse. Varios líderes se negaron. “Es mi tierra, esa es mi vida, prefiero morir antes que salir de ella”, le dijo a Correa uno de esos líderes, Don Aurelio, en el primer taller para evaluar el riesgo. Semanas más tarde, el 14 de abril de 2012, varios hombres armados entraron en la parcela de Don Aurelio* y le dispararon en la frente, el corazón y la boca. Cuando fue al cementerio a despedirse, la esposa de Aurelio le dijo a Arango: Te cortaron un brazo. “Pero yo sentía [que me habían cortado] un pedazo de mi vida”, escribió la líder años más tarde.
“Se rompió todo”, dice Arango. Las 26 familias indígenas que formaban parte del proceso salieron desplazadas y solo 10 decidieron seguir en EMAS. Empezaron a culparse entre sí por no haber hecho lo suficiente para proteger a Don Aurelio. A Arango le montaron un proceso judicial por supuesta corrupción, que se desestimó por falta de pruebas. Al final, de un equipo de más de veinte personas, quedaron cuatro. “Esto yo te lo estoy contando ahorita como si fuera un cuento, pero esto yo no lo podía hablar”, dice Arango.
Reconstruir con quienes se quedaron en EMAS los obligó a dar un giro “de 180 grados”, dice Arango. Cerraron todos los proyectos que tenían y, con ello, el futuro que se habían imaginado. Comenzó un proceso lento de búsqueda de un nuevo proyecto político. De forma sigilosa, empezaron a viajar en pequeños grupos a las comunidades con las que trabajaban, para organizar talleres de herbolaria tradicional, aromaterapia, agricultura sostenible, salud sexual y reproductiva, violencia de género y derechos humanos. Reabrieron la casa y crearon un pequeño mercado agroecológico. Hoy, ofrecen a otras mujeres indígenas espacios de sanación tradicional, como las temazcalas y limpias. Junto a Aluna, crearon la primera Escuela de Acompañamiento Psicosocial de Michoacán en 2019, a través de la cual apoyan a organizaciones de mujeres indígenas que están atravesando situaciones difíciles.
“Las mujeres somos las últimas que tenemos el acceso a poder estar sanas, a poder entender qué está pasando”, dice Arango. “Por eso ahora hacemos mucho énfasis en que tenemos que cuidarnos y que la lucha de las mujeres y de las feministas no tienen que ser desde el sacrificio”.
En la práctica, el asesoramiento psicosocial adopta muchas formas, explica Ajax Sanhueza, director del Colectivo Casa, un grupo de defensa de los derechos humanos y medioambientales que trabaja con líderes indígenas bolivianos desde 2008. Junto con mujeres de la Red Nacional de Mujeres en Defensa de la Madre Tierra, ha creado vídeos cortos en los que muñecas hechas a mano vestidas de cholas bolivianas, a las que ponen voz las líderes indígenas amenazadas, denuncian las actividades mineras que han puesto en peligro el suministro de agua de sus comunidades y hacen un llamamiento al autocuidado. “Si luchamos en contra de la sobreexplotación de los recursos naturales, también debemos evitar explotarnos a nosotras (mismas)”, dicen en uno de los vídeos.
Las líderes de la red boliviana también visitan a sus compañeras para trabajar su salud emocional y mental. Durante sus talleres, se dividen en grupos y van rotando por ellos. “Hay un grupo de risa, y nos tenemos que hacer cosquillas, hay un grupo de las peinadoras, otro grupo de las masajeadoras, entonces nos damos masajitos, cosas así”, explica Sanhueza. También elaboraron a mano una guía ilustrada de autocuidado individual y colectivo que luego distribuyeron entre las miembros de la red. Ahora, dice Sanhueza, cuando recorren los caminos polvorientos de la provincia de Oruro en busca de agua potable, las mujeres hablan, se aconsejan, se desahogan. Se cuidan.
Tejidos que se expanden
Es difícil saber cuántas comunidades de América Latina han sido impactadas por este tipo de terapia. Mark Burton, un psicólogo social que ha estudiado este movimiento desde sus inicios, escribió en 2004 que los psicólogos que la practican no sistematizan sus experiencias. Correa dice que parte de esa falta de producción académica se debe, en parte, a que el interés de las universidades latinoamericanas en esta nueva práctica no tiene más de una década y que los diplomados y cátedras sobre el tema, como el encuentro Cátedra Internacional Martín Baró de la Universidad Javeriana en Colombia o el diplomado para personas desaparecidas de la UAM Cuajimalpa, no permean el currículo de las facultades de psicología. “Hay mucha prevención de que hablar de un enfoque político le quita rigurosidad a la psicología”, explica, pero dice que esa posición niega el hecho de que la psicología tradicional ya conlleva un bagaje ideológico. “De hecho, una de las misiones de Martin Baró es la liberación de la psicología misma”.
No obstante, las redes existen.
Con la intensificación de la violencia contra líderes ambientales en Brasil, “este tema de apoyo para la salud mental y psicoterapia seguía apareciendo una y otra y otra vez”, dice Mary Menton. Los protocolos de las organizaciones eran insuficientes. “Si estás en medio de una crisis, el último lugar en el que quieres estar es en una fría habitación de hotel en una ciudad en la que no conoces a nadie y no tienes una red de apoyo”, dice. “Nos preguntabamos, ¿cómo crear espacios para sanar? todo esto está creciendo bajo la superficie y la idea de una casa estaba allí, como un sueño”.
En 2018, después de meditar sobre esa idea durante años, Menton lideró la compra de una propiedad en la Amazonía brasileña. Desde entonces, Aluna ha contribuido a la formación de acompañantes, y Casa La Serena, un refugio ubicado en Ciudad de México, les ha ayudado a imaginar qué debe tener la casa para que sus habitantes “se sientan seguros y sientan que este es un lugar para respirar, dormir y descansar”, dice Menton. A la fecha, la Casa de Respiro ha albergado a cuatro líderes y docenas han participado en talleres sobre autocuidado y estrategias holísticas para afrontar el trauma, añadió Menton.
En la casa de la Corporación Claretiana, al sur de Bogotá, un taller de confecciones ha sido la principal respuesta para brindar esa sensación de apoyo, dice León Sepúlveda. Cada sábado, los habitantes se reúnen en una pequeña sala junto al gran salón del mural para conversar y coser. A veces se unen las madres de Soacha, un grupo de mujeres cuyos hijos fueron asesinados por el ejército colombiano y presentados como guerrilleros muertos en combate, cuyo trabajo sirvió para destapar más de 6,000 asesinatos de este tipo. “Los nombres [de las actividades] aquí son todos de reactivar las posibilidades de la vida. [Ese espacio se llama] ‘Remendar nuestra historia, tejer la esperanza’… La gente habla, ahí hay una catarsis”, dice León Sepúlveda.
En 2023, tras 20 años de exilio, Correa se reencontró con León Sepúlveda en Bogotá. Convocados por la organización de cooperación internacional Pan Para el Mundo, cerca de diez refugios ubicados en Colombia, México, Brasil, Costa Rica, Honduras y Guatemala forman parte de un esfuerzo, aún incipiente, para reubicar a los líderes con los riesgos más altos a lo largo y ancho de América Latina. También, dice Correa, están buscando crear resguardos en zonas campesinas seguras, pues uno de los retos más grandes para los líderes es adaptarse a la vida en la ciudad.
Cuidar de quienes cuidan de sus comunidades y territorios es, en sí mismo, una actividad arriesgada y, a veces, traumática. León Sepúlveda ha recibido varias amenazas y algunos de sus colaboradores más cercanos, han sido asesinados. Para sobrellevar la carga, el defensor toca música andina con sus hijos y amigos, trabaja en el campo y escribe poesía. Al igual que los habitantes de la casa al sur de Bogotá, no concibe abandonar su misión.
“Se vuelve una especie de aferrarse a lo que ya conoce, aunque sea totalmente inseguro…Yo creo que el desarraigo es lo más terrible, prefiero más bien que me maten aquí, la verdad”, dice. “Además, estamos vivos”.
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*El nombre de la líder indígena fue cambiado para proteger su identidad.
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